Con muy poco y “en chancletas, tranquilo”, como recibe la Navidad, Jorge Esmoris puede recrear una ciudad y sus personajes en plena acción.
No sorprende que traiga a cuento un judas lleno de bombas brasileras y prendido fuego en lo mejor de la noche: “Todo eso se terminó”, echa en falta a esta altura del año, así como los tiempos en que todo sucedía en la vereda. “Ahora la gente se queda adentro”, dice. “Era un poco lo que cambiaba la rutina”, dice sobre el muñeco de trapo, ramas y basura envuelto en llamas y explosiones.
En su relato no demora en aparecer Goes, el barrio al que volvió más de una vez y el club que llenaba con la BCG. Según recuerda, lo del judas sucedía con particular intensidad en La Blanqueada, adonde luego se mudó. “Una vez en la farmacia, hablando de la historia de acá, apareció el escultor Octavio Podestá, que vive a unas cuadras, y contó que originalmente el barrio se llamaba Paysandú por el club de básquetbol”.
Este verano, el renombrado actor y dramaturgo vuelve a las tablas con el unipersonal L.E.D. Luces, extravío y delirio, con el que festejará 50 años de trayectoria teatral. La obra propone “un viaje delirante, irónico y mordaz desde la Prehistoria hasta nuestros días”. Sobre él conversó con la diaria.
Esta pregunta va para el Esmoris ciudadano y para Esmoris presidente. Al actual mandatario, Yamandú Orsi, algunos lo critican por las formas de su discurso: dicen que habla entreverado, que no se le entiende. ¿Cuál es tu mirada sobre el tema? ¿Creés que su discurso lo puede perjudicar?
Yo te voy a responder diciéndote primero por qué lo vote. Lo voté por ser un hombre del interior. Así como me parece que el cambio de la política tiene que venir por el lado de la mujer, porque tiene una sensibilidad diferente y porque se necesita una sensibilidad diferente para encarar un mundo así, pensando en otro futuro, también me parece importante que un hombre del interior, de un interior medio urbano, aporte otra sensibilidad.
Y me parece que el problema, justamente, tiene que ver con esa sensibilidad. Quizás los urbanos, los montevideanos, no estemos preparados para aceptarla. Yo no juzgo a la gente por lo que dice ni por cómo lo dice, sino por lo que hace. En ese aspecto te podría hablar de grandes criminales de la historia que hablaban muy lindo y muy bien, o de grandes criminales actuales que hablan muy bien.
Para mí, más allá de que podés estar de acuerdo o no con cosas que pasan o con cosas que no se hacen, no me parece tan importante cómo habla el presidente. No sé qué es hablar mal, qué es hablar bien. Simplemente tomo como ejemplo una cosa que para mí prácticamente pasó desapercibida: cuando se hizo el Congreso de Intendentes, donde prácticamente el 80% es de una línea opuesta a la del actual presidente, él fue y tuvo una muy buena recepción. Entonces, depende de cómo entiendas la historia.
Este verano volvés a la sala en la que comenzaste tu carrera teatral.
Ahí empezó la historia. En 1975 se formó un grupo de teatro que empezó a ensayar y como era el Año Internacional de la Mujer, se hizo una especie de collage de pequeñas obras que tenían a la mujer como protagonista. Se hicieron escenas de Yerma [de Federico García Lorca], por ejemplo, y se hizo una versión de Aniversario, de Antón Chéjov, en la que yo interpretaba un banquero de aquella época. Eso lo estrenamos en diciembre de 1975, pero para nosotros fue como una muestra: la primera temporada que hicimos fue en 1976 en la sala de AEBU, hoy sala Camacuá. Estuvimos prácticamente un mes haciendo funciones hasta que la gente de AEBU decidió cerrar la sala. La dictadura había cerrado El Galpón y había información de que venían por la sala de AEBU. Y estaba eso de “capaz que vienen por la sala y se quedan con otra cosa”. Nosotros seguimos como grupo de teatro y lo llamamos El Telón.
¿Ese grupo tenía algún referente en su coordinación o gestionaba todo lo que hacía?
Al principio tuvimos dos directores: Eduardo Cervieri, que fue el primero, y Carlos Beiro. Los dos eran bancarios. Con Eduardo Cervieri, que después formó Grupo Teatro Encuentro, también participé en una obra que se llamaba El testamento del perro. Fue entonces que conocimos a Roberto Barry, porque la hicimos en el teatro Salvo, que lo regenteaba él. Nosotros, todos desconocidos, obviamente. Se portó de una manera espectacular. Él llenaba y nosotros, de repente, ni siquiera llevábamos media sala. Y te decía: “No se preocupen muchachos, ya vendrán mejores”.
La mayoría sólo lo conoció arriba de un escenario ¿Vos cómo recordás a Barry?
Con una ironía y una acidez increíbles. Pero además hablábamos con él y nos decía: “Mirá que yo cuando empecé hacía Molière”. Era todo un actor, pero de repente tenía que comer y encontró esa veta humorística con la que hizo una carrera maravillosa.
Yo además lo veía en los tablados. Aunque lo pude empezar a ver después de los 15 años. Antes, cuando iba al tablado del Goes, por ejemplo, todos los más chicos se tenían que ir por su estilo de humor, que en esa época era visto como zafado.
Después tengo recuerdos del teatro Salvo. Nosotros terminábamos nuestra función a las 20.00, ponele, y cuando salíamos veíamos la cola de gente que venía a ver su monólogo: daba vuelta a la manzana del Palacio Salvo.
Te escuché contar que vos te sumaste al grupo de teatro de AEBU después de enterarte de que se habían abierto inscripciones, pero sin saber muy bien para qué te anotabas. Supongo que habrá llegado un momento en el que dijiste: “Esto es lo mío”.
Entre noviembre y diciembre de 1975 hicimos esa primera muestra con el grupo de teatro de AEBU. En los ensayos ya percibí algo. Pero cuando terminó mi primera función, con el público parado y aplaudiendo, dije: “Ya está, esto es”. A tal punto que cinco años después dejé de trabajar en otras cosas como lo venía haciendo. En ese momento estaba en una empresa importadora y dejé todo. Y no tomaba ningún otro trabajo que me sacara de lo que para mí era esencial, que era el teatro. Y no me importaba tanto hacerlo como aprenderlo.
Cuando el grupo de AEBU se desarmó y armamos El Telón, no teníamos a nadie. Entonces, de alguna manera, fui tomando la dirección del grupo. Fuimos trabajando en cosas hechas por nosotros, con lo poco que habíamos aprendido. Hasta que un año dijimos: “No podemos seguir así, no tiene sentido. Tenemos que traer a la gente que nos enseñe”. De este modo fue que se formó una escuela con gente que había quedado de El Galpón.
Ahí teníamos a Rosita Bafico como la directora general, a Norma Quijano en expresión corporal y a Dervy Vilas que nos daba teatro más clásico. Realmente fue una escuela importante, no solamente de formar un actor, sino también de formar un hombre de teatro. Y siempre bajo el ala de lo que fue el teatro independiente. Hasta el día de hoy, yo me considero parte de ese movimiento, que por ahí hoy no sé si se puede considerar como tal. Bajo esos postulados, sobre todo en lo ético y en lo artístico.
¿Cuál dirías que es la mayor diferencia entre un actor y un hombre de teatro?
Me parece que tenés un compromiso con el público. Y además hay una cuestión fundamental: que lo que hagas sea verdad y saber que todo tiene un límite. Internamente yo lo tengo muy claro, aunque a veces es difícil comunicarlo. Por ejemplo, a mí me cuesta entender que un actor de repente esté en tres o cuatro obras a la vez, o que un director dirija tres o cuatro obras a la vez. Uno conoce más o menos y sabe que es muy difícil entender los personajes de una obra, por decirte algo. Pero bueno, son posturas.
Yo tuve una formación de mucha disciplina, de tener bien claro lo que estás diciendo para poder transmitirlo al público de manera tal que el público también lo entienda. Creo que eso ahora ha cambiado. Las obras duran ocho funciones y me parece una locura. A mí me cuesta adaptarme a eso. De hecho, no quiero adaptarme.
Todo pasa más rápido.
Hace por lo menos tres o cuatro años que vengo sintiendo que el mundo es muy hostil, pero no solamente por el tema de las guerras, que son consecuencia de otra hostilidad que ya viene de antes. Realmente cada vez me cuesta más seguir las reglas del teatro actual para encarar un nuevo proyecto. Ya desde el momento en que tenés que conseguir una sala. Nos pasaba con espectáculo, con el que hacíamos diez funciones con lleno total y nos teníamos que ir porque venía otra cosa y de repente podías volver a los tres meses. Estaba, la verdad, con pocas ganas de seguir.
Así empecé a pensar en un espectáculo que de alguna manera conectara con lo que pasa en la humanidad, que parece una cosa enorme y que a la vez es como un juego. Entonces, este espectáculo lo tomo como un juego en el que lo simple se mezcla con lo trascendente.
¿Qué más podés adelantar de L.E.D.?
La premisa es que lo que nos pasa hoy pasó siempre. Entonces, L.E.D., que es Luces, extravío y delirio, no es otra cosa que tomar a la humanidad desde el origen y, a partir de ahí, hacer una recorrida como si fuese por un museo: aquí están los griegos, aquí están los romanos, está la Edad Media. En cada época encontramos las mismas cosas que están pasando ahora, desde el absurdo y la ironía. Esa cosa de: “Esta vez lo vamos a hacer mejor”. Y viene una nueva normalidad, por ejemplo.
Una lectura posible de ese trayecto es la de una historia casi siempre trágica. ¿Te resulta fácil seguir encontrando momentos de humor?
La gran síntesis la hicieron los griegos. Ellos no tienen una máscara, tienen dos: la tragedia y la comedia. Es como una moneda.
Está bien, pero después de haber visto tantas veces cómo se repite la historia, al momento de sentarte a escribir nuevamente, ¿no resulta más difícil?
Es que para mí es como un desdoblamiento. Soy un paciente y mi psiquiatra es Woody Allen o el Abrojo Cadenas. O sea, un delirante. La verdad es que necesitaba un espectáculo como este para sobrellevar estos últimos cinco años.
Yo siempre fui un obsesivo del tiempo, siempre me llamó la atención esa cosa tan rara por la que decimos “mañana”, “pasado”, y a veces no sabés si realmente ya pasó, si no pasó, si fue un déjà vu. Yo veo que el tiempo cada vez se está acelerando más. Cada vez las cosas pasan más rápido y cada vez el deterioro es mayor. Es como que empieza la humedad en tu casa, un poquito, un poquito, y cuando quisiste acordar te agarró toda la pared y decís: “¿Tan de golpe?”. Creo que eso es lo que me abruma un poco. Uno piensa: “¿Hacia dónde vamos? ¿Alguien va a decir: “Che, paremos un poco o tomémonos una licencia de tanto desastre”?
Lo dijiste a la pasada: ¿estuviste a punto de retirarte de la actuación?
Hace unos años, cinco o seis, yo te decía: “Mientras tenga aire, voy a tratar de estar arriba del escenario”, pero ahora ya no lo sé. No creo que siga tanto como pensaba antes, porque no puedo adaptarme a la realidad actual del teatro.
¿Y qué harías?
Nada. Seguiría leyendo cosas, pero, tal vez, sin la necesidad de llevarlas al teatro. Es difícil. Mi vida toda está en la calle. Yo leo un libro o escucho algo por ahí y siempre estoy con una antena pensando: “Esto lo voy a llevar al escenario”.
La mayoría de los espectáculos que he hecho han nacido en la calle, en el ómnibus, en un tablado, en cosas que veo, y bueno, obviamente, en cosas que también leo, pero no de las que aparecen en internet, sino de las que aparecen en otros libros. Y eso sigue siendo mi fuente de inspiración.
A veces digo: “¿Por qué me pasan a mí estas cosas?”. De la misma forma, a veces estás bajoneado mismo y de repente uno te para y te dice: “Gracias por la BCG: me cambió la vida”. El ser humano también tiene esas cosas. Somos capaces de pensar en cómo matar a 50.000 personas y otros somos capaces de agradecerle al otro porque nos hizo pasar un momento agradable.
A propósito de las cosas que te pasan, te fue muy bien con tu obra Ronquillo, el funcionario de la patria en la Biblioteca Nacional y viviste de cerca el cierre del edificio. ¿Cómo fue todo eso?
Estoy muy agradecido a la administración de Valentín Trujillo [anterior director de la BN]. Nosotros teníamos arreglado hacer funciones hasta febrero. Cuando entró la nueva administración, pero no la directora, porque estaba fuera del país, arreglamos con la persona que estaba en interinato para seguir en marzo y abril, porque venía mucha gente a las funciones. O sea que también teníamos el apoyo de las nuevas autoridades, pero claro, después vino el cierre. La verdad, yo había estado como un año ahí trabajando y dando vueltas por el lugar, porque el personaje lo requería, y no veía nada raro. No sé. Cuando empezó todo el tema del estado en el que estaba la biblioteca, la verdad, yo no entendía, y cuando se cerró, a nosotros nos quedaban tres funciones para hacer, y la verdad es que sentí un dolor enorme.
Sentí, en principio, que no pude despedirme. Y además sentí que me arrebataban un pedazo del corazón. Pero bueno, lo tomo como lo que fue y nada más. Estoy agradecido a las dos administraciones, y asombrado porque estuve en un lugar que estaba en ruinas y, la verdad, no lo vi en ruinas.
No sé si seguiste el tema. Se habla de transformarla en una biblioteca del futuro. Para vos, también como lector y asiduo a estos lugares, ¿cómo debería ser una biblioteca del futuro?
Habría que ver cuando se dice “futuro” a qué se refiere. Para mí una biblioteca tendría que ser un lugar festivo. Una de las cosas que se hablaban en el momento en que hice la obra es que no venía mucha gente. Debería ser un espacio abierto para que los grupos de liceales y escolares lo puedan utilizar para llevar adelante sus proyectos, en vez de que estén en sus casas.
Si pienso en bibliotecas pienso en libros, pero capaz que cuando se dice “futuro” se habla de una pantalla. Entonces podríamos imaginar que llega un usuario y dice: “Quiero hablar con Victor Hugo” y Victor Hugo se le aparece en una pantalla. Si fuera así, que defiendan los libros, porque si los libros existen es porque existió Victor Hugo, y Victor Hugo existe porque existieron los libros.
Creo que la biblioteca no puede dejar de ser un lugar de recogimiento. El silencio que vos escuchás en la sala mayor no lo escuchás en ningún otro lugar. Vos entrás ahí y decís: “Esto no es silencio, es conmovedor”. Y estar ahí con el libro, la pantalla o lo que sea, en esa acción, te da la sensación de que el tiempo no pasa.
En mi caso, el futuro no es para adelante sino para atrás. Mi futuro está allá atrás. Yo espero irme como cuando empecé: haciendo teatro. Con el mismo amor, la misma pasión, disciplina y respeto hacia el público. Eso para mí es el futuro.
L.E.D. Luces, extravío y delirio. Estrena el 30 de enero. Viernes a las 20.00, sábados a las 21.00 y domingos a las 20.00 en la sala Camacuá (Camacuá 575). Entradas en Redtickets. Preventa exclusiva en diciembre: $ 700 y $ 560.