Escape the Chaos, de Morcheeba
Morcheeba es una banda nacida a mitad de los 90 allá en el condado de Kent, al sureste de Inglaterra, que mezcla electrónica con rock alternativo, algo de hip hop y alguna otra cosa más que ande en la vuelta. El resultado es un mejunje bien empastado con robustas canciones que destilan groove y abrazadoras atmósferas, siempre con la cálida voz de la cantante Skye Edwards como protagonista. Su segundo disco, Big Calm (1998), es de los mejores trabajos del grupo y una buena muestra para saber de qué va el asunto con esta gente.
Hace pocas semanas, Morcheeba se despachó con su undécimo disco, Escape the Chaos, que ya por sus primeros cortes de difusión avisaba que sigue en la misma senda, como si no pasara el tiempo –en especial para la voz de Edwards, que ya pasa los 50 y se mantiene intacta–. “Call for Love”, la que abre el disco, enseguida te caza con el riff que va y viene entre la voz y ayuda a cimentar ese groove downtempo que los caracteriza. En el estribillo, la cantante se manda un llamado al amor, que puede ser el de siempre, pero con esa llevada melodiosa que hace difícil no darle cabida.
“We Live And Die”, otra canción que merodea al amor, se eleva rápido como una de las mejores del álbum, por la interpretación de Edwards, que construye una melodía misteriosa en los versos, y por el estribillo pop, con respuesta coral. El ritmo va levantando en la coda, armando una inmersiva e infinita atmósfera al mejor estilo trip hop –esa mezcla de hip hop con electrónica de aires psicodélicos, densa y viajera, que en teoría nació en Bristol, al otro extremo de Kent–.
Los aires de película western abren paso a “Far We Come”, otra típica canción de Morcheeba, en la que, mientras que la melodía vocal podrá sonar relajada, hasta de chill-out, alrededor pasa de todo, como la guitarra con slide de Ross Godfrey. “Bleeding Out”, la más larga del disco, desprende un final bien denso, que otra vez está entre lo mejor del álbum. También hay cosas más juguetonas y danzarinas, como “Dead to Me”, para terminar con la que le da el nombre al disco, una canción que, al igual que las 11 anteriores, sirve para escapar del caos.
Remembering Now, de Van Morrison
El irlandés (del norte) Van Morrison no necesita presentación: el 31 de agosto cumplirá 80 y empezó en esto de la música antes de los 19, en 1964, comandando la banda de rock Them, formada en su Belfast natal, y al rato supo que ya estaba para cortarse solo y arrancó su extensísima carrera solista con el disco Blowin’ Your Mind! (1967), que abría con la veraniega “Brown Eyed Girl”, una de las canciones más grandes de la historia del pop-rock. Después de algunos álbumes de versiones, reversiones y desvaríos, hace una semana, Morrison lanzó su disco de estudio número 47, con más de una hora de material nuevo. Siempre es una alegría sentir ese swing que te mueve el piso apenas suena medio compás, como el de “Down to Joy”, dueña de un estilo irresistible de pop-rock jazzeado –arreglos de vientos incluidos–, como el que supo hacer con creces en Moondance (1970) –uno de sus más grandes discos–, y con músicos que saben de sobra cómo tocar.
“No perdí mi sentido del asombro, / incluso cuando las cosas parecen no estar funcionando”, canta en “Haven’t Lost my Sense of Wonder”, una balada marca de la casa, bien del estilo “Have I Told You Lately”, que supo sonar por todos lados en 1989 –y mucho después también–. La viboreada melodía que desprenden el órgano Hammond –un instrumento que atraviesa todo el disco– y el piano le dan ese timbre que ya casi es una reliquia y siempre es un placer volver a escuchar.
En “Cutting Corners”, con la guitarra folk y el violín de brisa irlandesa, Morrison parece ir a sus más profundas raíces musicales y, cuando arremete el saxo, soleando, nos muestra que la sorpresa musical está a la orden del disco. En “Back to Writing Love Songs” parece que está hablando de esta vuelta a la composición, incluido el guiño a un clásico blues (“gotta get my mojo working”, canta).
“The Only Love I Ever Need Is Yours” es una balada más pura, con un arreglo de cuerdas lacrimógenas que demuestra con creces que a Morrison todavía se le da eso de cantar. “Esto es lo que necesito, / de vuelta acá en la calle, / de vuelta en Belfast, / rasgueando esta guitarra, / me llevó muy lejos. / Esto es lo que soy, / acá es donde estamos”, canta Morrison en “Remembering Now”, la más explícitamente autobiográfica, que va cerrando el álbum –es la penúltima– con un agridulce olor a despedida.
More, de Pulp
A diferencia de los dos anteriores, este disco es todo un acontecimiento, porque la banda inglesa Pulp no sacaba un álbum de estudio desde hacía casi un cuarto de siglo. Pero no porque sus músicos se hagan desear ni mucho menos, sino porque pasaron casi todo el siglo XXI separados. Luego de su séptimo disco, We Love Life (2001), cada uno agarró para su lado, volvieron por dos años en 2011 y luego, otra vez, en 2022 –hasta ahora–, en un regreso que los trajo por primera vez a nuestro país.
Si bien a Pulp se lo suele catalogar dentro de la movida del britpop, estrictamente arrancaron mucho antes y conceptualmente –en el sentido más amplio y profundo– no tienen relación con Blur ni con Oasis, por su mezcla de estilos a conciencia pero sobre todo por las letras ácidas de Jarvis Cocker (el ejemplo más obvio es la de su más famoso hit “Common People”, que difícilmente pierda vigencia). Hace pocos días, Cocker y compañía volvieron con 50 minutos de música nueva, las 11 canciones que integran el disco More.
“Tina”, la segunda del álbum, ya nos demuestra que la vuelta valió la pena, porque es una mezcla de épica instrumental –por las cuerdas, sobre todo, y el coro que repite “Tina”– y dinámica cambiante, hasta el silencio íntimo de la mitad, para empezar de nuevo con los contundentes redobles rítmicos. Cuando la canción termina, es de esas que dan ganas de escucharla de vuelta para sentir todos los detalles (“estamos muy bien juntos / porque nunca nos encontramos”, canta Cocker, dos versos bien a lo Leonard Cohen).
En “Grown Ups”, con su rasgueo de guitarra estilo skank, mientras otra bordonea amenazante, Cocker cuenta una historia que pasó en la Navidad de 1985 pero es difícil seguirla porque el ritmo se lleva toda la atención, hasta que estalla en un pequeño estribillo pop –y brit– de pura cepa. Como muestra la tapa –un gran y colorido paisaje–, el disco pasa por una variedad de lugares, incluso dentro de una misma canción, como en “Slow Jam”, con esa gloriosa coda cargada de cuerdas (hay chelos, violines y todo eso en buena parte del disco), o la más jazzeada “Farmers Market”.
Pero es “Got to Have Love” la que arrastra toda la atención, por su endiablado pulso bailable y su estribillo que se pega al oído como Testigo de Jehová al timbre; además, tiene un terco solo de guitarra y un final que invita a quedarse entreverado en esa bacanal discotequera. En definitiva, un disco que mucha gente –incluida la crítica– está diciendo que es muy bueno. Esta vez, todos tienen razón.