La tangente es un ciclo de conversaciones con los precandidatos a la presidencia que se desvían de la agenda política diaria para deslizarse por otros terrenos.
Un parto de trillizos nunca es sencillo, pero hace más de 60 años lo era todavía menos; sobre todo cuando ni siquiera los doctores sabían que enfrente tenían a una triple embarazada. Eso le pasó a la madre de Jorge Gandini, pero no con él sino con sus tres hermanos, que vinieron poco tiempo después y en un mismo viaje. El senador y precandidato del Partido Nacional (PN) cuenta que su madre no podía tener hijos, entonces, hizo tratamientos, y así fue que él vino al mundo, en 1958. Pocos meses después, a su madre le dijeron que estaba embarazada otra vez, y más adelante le dieron la noticia de que eran mellizos, así que el tratamiento vaya si había funcionado.
Por la tradición oral de los Gandini se trasladó que en aquel parto, luego de que nacieron los mellizos, su madre le avisó al doctor que venía otro en camino. “No, señora, son los reflejos posparto”, contestó el médico, y así se dio un ida y vuelta dialéctico hasta que la enfermera sacó a un tercer bebé, una niña.
“Siempre fueron tres a uno; así desarrollé mis cualidades de liderazgo para sobrevivir”, cuenta Gandini, y se ríe. Entonces, de la casa en donde había nacido, en Aires Puros, que era “muy chiquitita”, se tuvieron que mudar, porque en un instante pasaron de ser tres a seis, y se fueron con una tía soltera y una abuela. “Todo el mundo colaboraba en aquella circunstancia tan novedosa en esos tiempos: trillizos vivos. No era fácil, con todas las complicaciones que tenían. Mi hermana había nacido muy chiquita, de 1,600 kilos, por lo tanto, mi mamá se fue con los dos y mi hermana quedó en incubadora, la cuidaba mi tía. No había, como ahora, complementos alimentarios para darle en la mamadera”, rememora Gandini.
El senador hace énfasis en que si normalmente la llegada de un solo hermano pone celoso al hijo que ya estaba en la familia, hay que hacerse la idea de lo que causan tres bebés de golpe. De hecho, recuerda que en el barrio su madre pasó a ser “la señora de los trillizos”. “Por lo tanto, yo no existía”, acota Gandini, y con su mente se ubica caminando, agarrado detrás del último cochecito de un trencito de tres. “Mi mamá salía y para llegar a la esquina ponía media hora, porque la paraban y le hablaban. Pero fue una infancia muy linda, porque hicimos todo el proceso los cuatro juntos. Ellos son mucho más unidos entre los tres, pero tenemos buenos vínculos”, dice.
Gandini –y sus tres hermanos– se criaron en Brazo Oriental, cerca del club Colón, en Mariano Soler y Fomento, entre partidos de fútbol en la calle con dos piedras como arcos, cobijados por una comunidad de amigos “de un barrio común y popular”. Resalta la vida “muy linda de aquellos tiempos, que da para contarla pero no es posible revivirla”. Ahora –desde hace 25 años– Gandini vive en una amplia casa en el barrio La Mondiola, en donde tiene un lindo fondito de puro pasto.
Entre las fotos familiares que adornan el comedor se ve a Gandini con su esposa, Laura, de jóvenes. Hay de todo tipo y color, pero ninguna foto en la que el senador no lleve barba. Dice que la mantiene desde 1980. Fue por esa época que se afeitó a cero por última vez, para sacarse la cédula, porque en la dictadura había que tener “los bigotes hasta la comisura de los labios, las patillas hasta el lóbulo de la oreja y el pelo corto”, de lo contrario, “no te sacaban la foto para la cédula”. “Así que fui al peluquero, me afeité, me saqué la foto, y desde ese momento hasta ahora nunca más me afeité, porque estoy cómodo así, me siento yo, me gusta. Fue cambiando de color, nada más”, dice.
Ya de joven le empezó a picar el bicho de la política, mezclado con la militancia estudiantil –cursó abogacía en la Facultad de Derecho de la Universidad de la República, pero no se recibió–, aunque aclara que en realidad nunca tomó la decisión consciente de meterse en política, sino que simplemente se metió en ella. Un año crucial de militancia fue 1980, cuando la dictadura tuvo su primera derrota en el famoso plebiscito que el régimen había impulsado para adueñarse todavía más del poder.
Fue en esa instancia electoral que Gandini votó por primera vez, cuando, ya identificado con el wilsonismo, militó por el No. Recuerda haber estado en aquel acto de los blancos en el cine Cordón, donde la Policía irrumpió a caballo –sable en mano– y se armaron disturbios varios. Horas después, la jefatura de Policía de Montevideo emitió un comunicado en el que informó que tanto “el público que se encontraba en la calzada como el que estaba dentro del cine era aleccionado desde el interior por los oradores, vitoreando el nombre del sedicioso prófugo Wilson Ferreira Aldunate”.
Con divisa blanca
¿Por qué te hiciste militante del PN?
Mis padres eran colorados. Tengo en mi memoria ir de chiquito de la mano de mi mamá a los actos de Alba Roballo, cuando era colorada, antes de entrar al Frente [Amplio, FA]. En casa había una cuestión no muy politizada, pero batllista. En esos años de quietud política empecé a leer y cayó en mis manos un libro que se llamaba Con divisa blanca [1904], de Javier de Viana. Leí los cuentos y me empecé a identificar, descubrí que yo hubiera sido blanco. Después descubrí a Wilson y me llamó mucho la atención, me generó una adhesión muy importante. Te diría que primero me hice wilsonista y después me fui haciendo blanco.
¿Tus padres, que eran colorados, no te dijeron nada?
Sí, mi papá, pobre... Tenía un quiosco en San Martín y Domingo Aramburú, era hincha fanático de Goes, y yo salí de Aguada, porque iba al liceo 21 y hacíamos gimnasia en Aguada. Mi papá les decía a los amigos: “Me salió blanco y de Aguada”. Pero, por suerte, los dos de Peñarol: íbamos al estadio juntos.
¿Tu madre a qué se dedicaba?
Era funcionaria municipal, trabajó toda su vida en el Cementerio del Norte, llegó a ser la encargada cuando el cementerio estuvo intervenido por los militares. Yo pasé unas cuantas tardes de mi vida en el Cementerio del Norte. Cuando faltaba la empleada y había vacaciones: ¿qué hacés con el nene? Para la oficina, y me iba con los obreros en el montacargas, hacían las reducciones y yo entre las tumbas. Una cantidad de tardes de sol hermosas en aquel parque fenomenal.
¿No te asustabas en ese ambiente?
No, pero no te quiero dar detalles de las cosas que vi.
Todas oscuras, imagino.
Y, bueno, el trabajo de los municipales en un cementerio... Podría escribir un librito, pero no tengo tiempo.
¿Por qué estudiaste abogacía?
Porque me gustaban las materias, pero nunca me imaginé ejerciendo la abogacía, en un juzgado, haciendo un escrito. Por eso nunca me recibí, pero mucho de lo que aprendí es la base de lo que hago en la política.
¿Pero a propósito no te quisiste recibir?
No, la vida me fue llevando. Trabajaba 12 horas por día y militaba, entonces, iba a clase como podía, y cuando iba a clase, era más lo que militaba que lo que estudiaba. Y un día me casé, tuve una hija, y la política me fue llevando desde muy joven. Fijate que en 1985 ya era diputado suplente y secretario general de la juventud del PN, estaba en el directorio del partido con Wilson.
¿En qué trabajabas?
De muy joven trabajé de relojero. Cuando tenía 14 años mi padre me dijo: “Vas a tener que aprender un oficio porque yo no te voy a poder ayudar”. Definí relojería y mi papá me pagó un curso en la Primera Escuela Suiza de Relojería, que quedaba por Soriano y Río Branco. Fue a los 15 años, y quedé de ayudante del profesor, y a los 16 ya era profesor ahí. Yo iba al liceo Rodó, el número 1, y mis compañeros, que me veían de túnica celeste, me decían “el profe”. Nuestro profesor de Historia era [Enrique] Mena Segarra, que, cuando se enteró de que me decían “el profe”, dijo: “¡Profesor de cachiporra, malandrín y estafador!”, por el tango de Discépolo [“Chorra”], y me encantó.
¿Dónde trabajabas como relojero?
Monté un tallercito en casa, donde vivíamos en Mariano Soler, y hacía mis trabajitos ahí, escuchando la CX30, a las 11.00 a Germán Araújo. Era el faro que teníamos para enterarnos de las cosas. Además, con mis ahorros me había comprado un enorme radiograbador de dos caseteros, que tenía onda corta, y por un cable coaxial escondido en la azotea, entre las cuerdas de colgar la ropa, estaba atento a la BBC de Londres, Radio Magallanes, Radio Moscú y todas las que pasaban alguna noticia sobre Uruguay. Después me especialicé en relojes antiguos. Trabajé con una persona que tenía una casa de antigüedades, compraba relojes cucú, de péndulo, y me los traía. Yo los desarmaba, me quedaba con el aparato, él se llevaba la caja de madera y yo le hacía piezas a mano, muy artesanales, para recomponer las que no tenían repuestos. Había que probar 15 días un reloj de esos; entonces, en mi casa a las 12 de la noche sonaba: “Cucú, cucú, pong, pong”. Mi madre me quería matar, no dormía nadie. Pero era mi laburo, no tenía jefe, y eso me encantaba.
Dos cargos, un sueldo
En aquella novel experiencia como diputado, durante el primer gobierno de Sanguinetti, Gandini presentó un proyecto de ley para crear el Consejo Nacional de la Juventud, pero no pudo conseguir los votos suficientes para aprobarlo. En el período siguiente, del presidente herrerista Luis Alberto Lacalle, Gandini fue convocado a trabajar en el único ministerio que tenía el sector Por la Patria, el de Educación y Cultura, a cargo de Guillermo García Costa. Desde allí Gandini insistió y en la ley de presupuesto se incluyó la creación del Instituto Nacional de la Juventud (INJU). Se aprobó su creación, pero sin dinero, porque la partida presupuestal no la votó ni siquiera el gobierno. “Con plata, cualquiera”, acota Gandini, que a partir de 1991 estrenó el INJU como director. Recuerda que antes había inventado la Tarjeta Joven, y piensa que fue el impulso para que el nuevo instituto se aprobara, “porque tuvo un fuertísimo respaldo juvenil”.
En agosto de 1992, Gandini pasó a encargarse de la Dirección Nacional de Correos, que en ese momento era una dependencia del Ministerio de Educación y Cultura, pero sin dejar el INJU. Dos direcciones por un único sueldo. Eso le permitió hacer una movida que parece ilustrar el famoso meme del Hombre Araña, según recuerda: “Ahí hice una cosa que había aprendido en la Facultad de Derecho pero nunca había visto cómo podía funcionar: el contrato consigo mismo. Yo, como director de Correos, firmé con el director del INJU, que era yo mismo, un convenio para tomar becarios del INJU para hacer el programa de primera experiencia laboral en el Correo, que fue muy exitoso”.
La hora del Parlamento
Pero luego, como siempre, vino la piqueta fatal del progreso, que trajo la tecnología digital a los relojes y a Gandini le llegó la hora. “O aprendo electrónica o cambio de oficio”, se dijo, mientras los japoneses de Casio hacían de los suyos. Al final, vendió todos los artilugios de relojero, se compró un Volkswagen “Tipo 1”, mejor conocido por estos lares como Fusca, y con un tío abrió una escuela de manejo: Academia Reducto, con el teléfono (20 34 36) debidamente publicitado en el cartel que le puso arriba. Allí tenía una regla de oro: “Mejor no le enseñes a alguien que conocés y menos a un pariente”.
Gandini salía a las seis de la mañana, hasta las dos de la tarde, cuando su tío volvía, luego de trabajar en Ancap, y tomaba el auto para dar clase hasta la noche. El mismo Fusca –pero sin el cartel– también servía para militar, sobre todo porque tenía el piso picado. En vez de arreglarlo, Gandini le puso una alfombra gruesa de goma a aquel agujero, porque era “ideal para volantear” en plena dictadura: “Parábamos el auto adentro de los complejos de viviendas, apagábamos todo, poníamos los volantes en el piso por el agujero, y esperábamos que no viniera nadie, a las dos o tres de la mañana. Yo tenía unos caños de escape muy grandes, prendía el auto, le daba bien fuerte, aceleraba, prendía las luces, salíamos y volaban los volantes. Éramos tipos felices haciendo volanteadas en plena dictadura, con mi Volkswagen, que los milicos lo tenían recontra fichado, porque le ponía el cartelito”.
Cuando se restauró la democracia, en 1985, Gandini encontró su lugar en el Parlamento, gracias a su militancia en Por la Patria, el sector liderado por Wilson. En la lista W, por Montevideo, con el sublema Adelante con Fe y la candidatura a la presidencia de Alberto Zumarán (porque Wilson estaba preso y proscripto), en el décimo lugar aparecía Gandini como candidato a diputado. La lista no era de suplentes respectivos sino de sistema preferencial, es decir, con nombres de arriba para abajo.
Por la Patria logró seis diputados, entre los que estaban Juan Raúl Ferreira (hijo de Wilson, que optó por el Senado), Óscar López Balestra, Luis Ituño y Carlos Pita –que poco después se pasó al FA–. Entre los movimientos típicos que hay cuando asume un nuevo gobierno, algunos de la lista tomaron cargos en directorios de empresas públicas, y Gandini terminó siendo el primer suplente de cualquiera de los seis representantes que faltaran. Así, tiene patente que el 15 de setiembre de 1985, con 27 años, entró a la Cámara de Diputados por primera vez, y fue justo cuando el gobierno del colorado Julio María Sanguinetti mandó el primer proyecto de ley de presupuesto luego de la dictadura. Gandini rememora:
–Entré a la Comisión de Presupuesto y había dos pibes jóvenes, Luis Alberto Heber y yo. Éramos los gurises de los mandados de todos los veteranos, que ya conocían más, nos mandaban a nosotros a atender a las delegaciones. Ahí me enamoré del tema presupuestal porque ves todo el Estado en forma transversal. No existía el edificio anexo, todo era dentro del Palacio Legislativo: en la antesala de Diputados se armaba una mesa larga y grande de un lado, había un biombo y atrás estaban los mimeógrafos y se hacían fotocopias, y del otro lado se atendía a las delegaciones. Abrías la puerta que da a Pasos Perdidos y ahí estaban esperando las delegaciones, que venían no sólo a pedir plata, sino también a pedir reestructura, porque la dictadura había desarmado el Estado. Me gustó mucho, por eso, desde entonces, cada vez que estuve en el Parlamento siempre integré la Comisión de Hacienda para estar en Presupuesto.
Wilsonismo de ayer y de hoy
Entre las cosas que atesora Gandini en su casa por su valor sentimental está una que describe con un entusiasmo casi adolescente: el mismísimo escritorio de Wilson, que un correligionario de Por la Patria compró en un remate y se lo regaló. “Este es el escritorio de Wilson, acá escribía las cartas. Es un lugar divino, tiene todos estos secretitos por acá, puertitas y agujeros para esconder cosas”, cuenta Gandini, mientras trata de recordar dónde estaban esos pequeños recovecos que esconde el mueble, y abre y cierra puertas de madera pequeñas, siempre con delicadeza y entusiasmo.
¿Cómo fueron tus primeros contactos con Wilson personalmente?
En Buenos Aires, cuando llegó y se reunió con [el presidente de Argentina, Rául] Alfonsín. Lo conocí con Javier García, Miguel Cecilio y creo que también estaba Alfredo Oliú. Fuimos a plantearle armar la corriente gremial y entonces nació la Secretaría de Asuntos Sociales. La reunión fue en su habitación de hotel, él sentado en un borde de la cama y nosotros entre una silla y el piso, en esas habitaciones chiquitas. Siempre deslumbrante, un imán de carisma. Nos entendió y nos impulsó, nos protegió de las estructuras tradicionales del partido, que entendían que estos barbudos comunistas no podíamos estar, y que no teníamos voto porque no estábamos en el comité. Wilson nos abrió un canal con su prestigio, para que el partido pudiera transformarse desde ese lugar, tratando de reclutar pensamiento y gente desde el movimiento sindical y social.
¿Cómo era personalmente, más allá del mito?
Discutirle a Wilson no era nada fácil, alguna vez le tuve que discutir en una asamblea. Era un tipo sólido, sumamente encantador, inteligente y brillante, que te atrapaba. Además, tenía esas cosas del liderazgo: aquel tipo que es capaz de decir lo que vos pensás pero no sabés cómo decir. Cuando él lo dice te identificás: “Eso es lo que yo creo, es lo que hubiera querido decir”. Entonces, claro, te enrolabas detrás de esa figura. Yo compartía el directorio del partido con él todos los lunes y, por supuesto, ahí había diferentes posturas en algunas cosas, no siempre coincidimos.
El último programa de gobierno de Wilson como candidato a presidente fue el de las elecciones de 1971, el famoso Nuestro compromiso con usted. Allí se plantea la nacionalización de la banca y la redistribución de la tierra, entre otras propuestas, que hoy se leen y parecen más de izquierda que las del FA.
Sí, por eso a Wilson lo combatió la derecha y también la izquierda, porque enfrentaba a la derecha y le robaba las banderas a la izquierda. Era peligrosísimo para la izquierda, porque ejercía un pensamiento de izquierda nacional y popular mucho más sensato que el de la izquierda marxista, y era capaz de poner una visión progresista en el país, muy fundamentada. Nuestro compromiso con usted no nació de un laboratorio de técnicos, sino de la experiencia real de Wilson en el Ministerio de Ganadería y de la formación de la [Comisión de Inversiones y Desarrollo Económico] CIDE, que diagnosticó el país y construyó una visión hacia adelante con una cantidad de medidas de fondo, algunas de las cuales todavía no se han terminado de aplicar. Desde ahí apuntó a un programa de gobierno que era un libro. En aquellos tiempos quise explorar Nuestro compromiso con usted y no lo podía terminar de leer, era pesado y técnico, no lo entendía, pero Wilson te lo explicaba. Era capaz de plantear eso, para aquel país, obviamente.
Hoy no hay ningún wilsonista que ande diciendo que hay que redistribuir la tierra.
No, y la reforma agraria se fue haciendo sola... La nacionalización de la banca es un tema que no tiene sentido: el mundo financiero internacional también cambió, el mundo cambió. Aquellas eran soluciones para aquel momento y aquel Uruguay, que venía del estancamiento, del pachequismo, con una izquierda que crecía y se ponía muy a la izquierda.
Pero la tierra no está redistribuida, algunos pocos siguen teniendo mucha.
Está redistribuida, pero diferente... Quizás desde que [José] Mujica fue ministro de Ganadería [2005-2008] comenzó un proceso profundo de extranjerización y de concentración, tenemos la tierra mucho más concentrada que antes. También es verdad que aprendimos que aquella reforma agraria de parcelar la tierra no era la solución, porque el asunto es que la tierra produzca, que tenga mercados y que sean satisfechos con la calidad que el producto debe tener, por lo tanto, no es sólo colonizar la tierra, sino cómo producir. El mundo se ha ido reordenando y Uruguay también. Uruguay hoy tiene grandes empresas que son propietarias de grandes extensiones de tierra, a las que ningún gobierno de los que ha gobernado ha enfrentado, porque va para ahí.
Entonces, cuando hoy se habla de wilsonismo, ¿qué es en la práctica? Porque si sus ideas ya no se pueden impulsar...
Pero hay muchos Wilson: está el de antes de 1971, el de 1971, su candidatura y el enfrentamiento al pachequismo, el del golpe de Estado y su exilio, el del retorno y la gobernabilidad. Hay muchos Wilson porque hubo muchas etapas del país. La esencia no es el programa, sino la actitud frente al país y cuáles son las prioridades, poner en el centro a la gente y el desarrollo del país con integración social. Ser wilsonista es poner ese tema en el centro de las preocupaciones, el de la grieta social –no el de la grieta política–.
Cuando hace pocos meses, como precandidato a la presidencia, anunciaste tu propuesta de sacar a los militares a la calle para combatir la inseguridad, no fueron pocos los que se preguntaron si Wilson hubiese apoyado esa medida.
Wilson propuso la ley de caducidad... Wilson pensaba en la gente y tenía una gran fe en la institución Fuerzas Armadas, tenía un gran diálogo. Creo que Wilson estaba por ahí, porque es una solución para mucha gente que el Estado esté presente al lado de los más pobres, que son los que están más regalados hoy en día.
Es extraño, porque los blancos no formaron parte del Pacto del Club Naval pero después Wilson impulsó la ley de caducidad. ¿No hay una contradicción ahí?
Es tan extraño como que a Wilson no lo dejaron ser candidato y lo liberaron tres días después de la elección [de 1984], para que no ganara, y en vez de reclamar tendió la mano con la gobernabilidad. Es extraño, pero es de un grande. Y Wilson después propuso la caducidad como una solución para cerrar un problema. Amnistía para los tupamaros que estuvieron presos –bien o mal juzgados– por delitos de sangre, y cerrar por el otro lado el tema con los militares y construir. No pudimos cerrarlo, seguimos sin cerrarlo.
Una foto con Francisco
Solés ir contra la corriente en el PN. ¿Te sentís un rebelde dentro del partido?
Voy contra la corriente porque la corriente mayoritaria no es wilsonista y yo soy wilsonista, entonces, voy por donde tengo que ir, y a veces soy un poco diferente a la corriente mayoritaria, que está en otro lado. Ahora, no vayas a pensar que esto quiere decir que soy antiherrerista, porque el herrerismo nace con [Luis Alberto de] Herrera y yo me identifico con el pensamiento internacional de Herrera y con su arraigo popular, pero Herrera se murió un año después de que yo naciera, hace 65 años que no está, no lo conocí.
Lo mismo te pueden decir los que nacieron después de la muerte de Wilson, que fue en marzo de 1988.
Claro, un tipo menor de 50 años no puede tener memoria sobre Wilson; puede tener cuentos, historias, pero murió hace 36 años. Hay mucha gente para la que Wilson es un libro de historia, pero es un referente, como también lo fueron [Aparicio] Saravia, [Manuel] Oribe y Herrera. Son parte de los mojones que van construyendo no sólo la historia de un partido sino las referencias de un partido. Eso para mí es muy importante y es parte de la estabilidad democrática de Uruguay.
Me da la sensación de que en el PN se pelean por quién es más wilsonista, pero no por quién es más herrerista.
Sí, Wilson tiene mucho mejor prensa que Herrera, es así. Y de repente le metés un adhesivo al termo y ya sos wilsonista. Wilson logró eso, lo hemos visto hasta en publicidades del FA; un fenómeno, logró pasar las barreras porque es una marca fuerte y prestigiosa, por lo que hizo en el final de su vida y por las cosas que peleó.
Tenés en exhibición una foto en la que estás junto al papa Francisco. Sos católico, imagino.
Me bendijo los anillos de mi hija. Fue una visita que hice casualmente y quedé ahí, cerquita, y logré eso. Soy un católico no militante, crítico, pero soy católico.
¿Crítico de la iglesia?
Sí, de la iglesia como institución. Como buen político, criticamos, cuestionamos y medimos a cada uno por lo que dice, por lo que hace y todo lo demás.
¿Sos de rezar?
Muy poco, en los momentos en que necesito a Dios. Metí un “padrenuestro” al lado del cajón de Adrián Peña; no lo pude evitar, me salió. Después me olvido de Dios, pero hay momentos en los que te comunicás con él.
Los domingos en familia
Apenas se entra a la casa de Gandini se divisa algo sobre la mesa del comedor que no debería estar ahí: dos juguetes de madera, artesanales, uno es una coqueta motito. Están esperando por sus próximos dueños, los nietos de Gandini, los dos retoños de su hija más grande. El senador tuvo dos hijas más, con Laura, su segunda esposa, con la que lleva 32 años de casado. El precandidato dice que están todos muy integrados y que, cuando no está ocupado con la política, su cable a tierra es reunirse con la familia, por eso trata de “cuidar el domingo” para que se junten todos en su casa.
Dado que sus tres hijas son mujeres, cabe preguntarse si se quedó con ganas de tener un varón, y trae una anécdota que refleja un cambio de opinión que tuvo al respecto. Dice que hace muchos años –durante el segundo gobierno de Sanguinetti– estaba en su banca en sesión del Senado y su esposa lo llamó al celular para avisarle que estaba embarazada, sería su tercera hija. Gandini le comentó a quien tenía sentado a su lado, el senador –también blanco– Nicolás Storace: “Mi mujer está embarazada otra vez, pero es otra nena, yo quería un varón”, a lo que su correligionario le contestó –y lo convenció–: “No, estás loco. Yo tengo cinco hijas, es lo mejor que te pueda pasar: cuando sos viejito, los varones son los que se van, las que te cuidan son las hijas”.
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