En estos días los uruguayos asistimos sorprendidos a una sucesión de noticias sobre hechos de corrupción ocurridos en el departamento de Artigas. Los procesamientos del intendente Pablo Caram (por delito de omisión de los funcionarios públicos) y de la diputada Valentina dos Santos (por usurpación de funciones) generaron un terremoto en el sistema político y una crisis inesperada en el partido del presidente. Mientras eso ocurría, la Junta de Transparencia y Ética Pública (Jutep) comenzaba a analizar una denuncia presentada por un edil de Florida sobre la contratación directa –en 37 ocasiones– de una empresa del hijo del intendente Guillermo López. Estos hechos se agregan a numerosas denuncias surgidas en estos últimos años sobre dudosas licitaciones (Paysandú, Maldonado y Rocha), contratación de militantes del partido gobernante (Maldonado, Salto, Cerro Largo, Canelones, Lavalleja, etcétera), otorgamiento de compensaciones a funcionarios partidizados (Maldonado), etcétera, etcétera. La lista es tan larga como confusa, y su reiteración en el tiempo termina naturalizando hechos y conductas que deberían llamar la atención y exigir una profunda revisión de parte del sistema político.
Hace por lo menos 15 años que desde la academia venimos alertando sobre el déficit de calidad institucional que presentan los sistemas políticos departamentales.1 Este ámbito no es el único que sufre esta clase de problemas, pero por su relevancia política, extensión territorial y afectación ciudadana exige algún tipo de medidas que modifiquen drásticamente la situación. Los problemas son varios, pero me concentraré en tres.
El primero y más importante es que el intendente departamental cuenta con un poder desmedido. Por su diseño institucional, los mandatarios departamentales ejercen un predominio político, económico y social formidable. Los reformadores de la Constitución en 1966 pensaron en fortalecer la gobernabilidad y le otorgaron al partido del intendente una mayoría automática en la Junta Departamental.2 No querían gobiernos divididos que entorpecieran la labor de las administraciones locales y, para ello, pensaron en un bonus que garantizara la estabilidad del gobierno. Pero eso no es todo. Además, esos reformadores debilitaron al órgano legislativo departamental al mantener ediles honorarios que desarrollan su labor en forma part-time. Este esquema generó un desbalance dramático entre políticos profesionales al frente del ejecutivo departamental y políticos amateurs ocupando las bancas de un legislativo con escasa institucionalización e incapaz de superar los típicos problemas de asimetrías de información, controles horizontales débiles y escasa rendición de cuentas de parte de las autoridades departamentales.
A su vez, con la creación del tercer nivel de gobierno en 2009 esa tendencia al predominio del intendente pareció agravarse. Por un lado, la nueva institución reprodujo el desbalance departamental al establecer un alcalde rentado, es decir, un político profesional, y cuatro concejales honorarios, es decir, políticos amateurs. Por otro, se estableció que los municipios fueran organismos dependientes del gobierno departamental. O sea, los municipios están dotados de escasa autonomía presupuestal y sus objetivos políticos sólo pueden cumplirse si están alineados con los del intendente. De esta forma, el intendente no sólo ejerce un predominio horizontal sobre la Junta Departamental, sino que también lo extiende verticalmente sobre los municipios del departamento.
El segundo problema consiste en que las intendencias departamentales son organismos poderosos en términos presupuestales. Hace casi cuatro décadas, mis queridos colegas María Elena Laurnaga y Aldo Guerrini dieron cuenta de la transformación que venían operando las intendencias en materia de incremento presupuestal y extensión de funciones.3 Ese proceso tuvo un punto de inflexión en la reforma constitucional de 1997 con la creación del Congreso de Intendentes, que reforzó el poder político de los gobernantes departamentales y otorgó fondos extras para la descentralización. De este modo, en algunos departamentos, la intendencia se convirtió en un actor clave del funcionamiento socioeconómico. Es el principal empleador y actúa como un promotor económico cuyas decisiones afectan el funcionamiento de varias esferas de la economía local. Ese impacto es particularmente relevante en el funcionamiento de los medios de comunicación locales, que sobreviven gracias a la pauta publicitaria que compra la propia intendencia. Por lo tanto, el poder de los intendentes se amplió al obtener una voz conjunta institucionalizada frente al gobierno nacional y obtener fondos adicionales para sus administraciones. Los engordados presupuestos departamentales garantizan las frecuencias de licitaciones, contrataciones directas y compras en general, que en los hechos se transforman en herramientas eficaces para imponer condiciones, generar alianzas opacas con privados y hacer prevalecer las preferencias de los jerarcas en una infinidad de asuntos.
El tercer problema refiere al impacto de la descentralización de ciertas estructuras del gobierno nacional desarrollada durante las últimas dos décadas. Varios ministerios han creado oficinas territoriales a los efectos de mejorar la eficacia de las políticas públicas en el territorio y, para no superponer funciones, suelen realizar convenios con las intendencias departamentales. Esta coordinación puede ser virtuosa, a menos que haya un interés por construir un predominio partidario sobre el territorio. En esa asociación con la burocracia ministerial, el intendente lleva las de ganar porque puede guiar y adaptar las iniciativas nacionales a sus propios intereses, en virtud del conocimiento del territorio, el manejo de recursos y la legitimidad de origen que le brindan las urnas. De esta forma, ciertas políticas nacionales sustentadas en buenas intenciones desvían sus metas gracias a la participación activa de intendentes orientados a la búsqueda del rédito político y la construcción de lealtades electorales.
Nunca me despertó entusiasmo la idea de modificar la Constitución para resolver problemas sectoriales, particulares o parciales. Sin embargo, la situación actual de los gobiernos departamentales amerita un examen en profundidad y un rediseño de las reglas que ordenan su funcionamiento.
Parece claro que para solucionar este tipo de problemas no alcanza con aprobar algunas leyes que limiten la discreción de los intendentes en determinadas materias. Se necesita un cambio más profundo para desarmar un puzle muy bien construido a lo largo de 40 años. Por esa razón, no existe otra alternativa que reformar la Constitución con vistas a modificar los incentivos de los actores del nivel subnacional. La primera medida sería restablecer el balance entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo departamental, lo cual supone eliminar la mayoría automática y transformar a los ediles en políticos profesionales. Reconstruir los controles políticos y favorecer la rendición de cuentas horizontal mejoraría la calidad de la política al tiempo que establecería límites precisos a la discrecionalidad de los jerarcas. También se debería modificar el diseño de los municipios para dotarlos de autonomía y generar controles entre el alcalde y el concejo.
La segunda medida consistiría en modificar el proceso de contralor del gasto presupuestal. El Tribunal de Cuentas supervisa este proceso y observa las iniciativas de gasto que presentan irregularidades. Sin embargo, la Constitución establece que cuando una iniciativa es observada, el ordenador del gasto puede insistir, generándose una diferencia que debe ser zanjada por el Parlamento. Sin embargo, el Parlamento ha estado omiso en el cumplimiento de esa responsabilidad. No sólo no la cumple, sino que hace de cuenta que no existe ese deber (finge demencia, dirían en el barrio). Los datos del Tribunal de Cuentas muestran que los gobiernos departamentales son los organismos que más observaciones reciben, pero al insistir en la iniciativa –y ante la inoperancia del Parlamento– terminan imponiendo su criterio y ejecutando el gasto. Esto trae consigo innumerable cantidad de problemas. Como ejemplo pueden mencionarse los casos de los contratos realizados durante este período con la fundación A Ganar por parte de varios gobiernos departamentales del país. Por lo tanto, una mejora o rediseño del control del proceso de ejecución presupuestal reduciría el nivel de discreción de los intendentes y la política de los hechos consumados.
Finalmente, deberíamos establecer en la Constitución que los gobiernos departamentales deben ajustarse a las normas generales del país en materia de contratación de personal. Tal cual lo establecía la iniciativa legislativa del fallecido senador Adrián Peña, necesitamos que el patronazgo clientelar se reduzca a una mínima expresión en todos los gobiernos departamentales del país. Los funcionarios deben ingresar por concurso –o, en su defecto, por sorteo– cualquiera sea el nivel de gobierno.
Nunca me despertó entusiasmo la idea de modificar la Constitución para resolver problemas sectoriales, particulares o parciales. Sin embargo, la situación actual de los gobiernos departamentales amerita un examen en profundidad y un rediseño de las reglas que ordenan su funcionamiento. Si no hacemos eso, seguiremos presenciando el insólito carnaval de denuncias, formalización de jerarcas y desprestigio de la política. Hagámoslo antes de que la población se canse y opte por apoyar a propuestas demagógicas como en la actualidad ocurre en otras latitudes. Estamos a tiempo todavía.
Daniel Chasquetti es politólogo.
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Ver, por ejemplo, Daniel Buquet, Daniel Chasquetti y Rafael Piñeiro (2003). Estudio panorámico sobre el fenómeno de la corrupción en Uruguay. Montevideo: Junta Asesora Económica Financiera. Adolfo Garcé y Daniel Chasquetti (2011). “Futuros posibles para la democracia uruguaya” en Gerardo Caetano y Rodrigo Arocena (eds.), La aventura uruguaya. Tomo II. Montevideo: Debate. Antonio Cardarello y Ernesto Nieto (2023). “Los desafíos de la democracia subnacional en Uruguay en Adolfo Garcé y Fernanda Boidi (eds.), La democracia uruguaya ante el espejo. Montevideo: Planeta. ↩
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El sistema electoral de las elecciones departamentales establece que el partido ganador de la elección recibirá la mayoría de las bancas (16) a menos que su votación supere el 50%. En ese caso, las bancas se distribuyen en forma proporcional. Por esa razón, Óscar Bottinelli denominó a este sistema como mayoritario y subsidiariamente proporcional. Un buen estudio sobre el impacto de esta regla puede verse en Juan Andrés Moraes (1997). “Mayoría automática en el Uruguay. La experiencia de los gobiernos departamentales (1984-1994)”, Revista Uruguaya de Ciencia Política. Vol. 10-1, pp. 47-78. ↩
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María Elena Laurnaga y Aldo Guerrini (1994). “Del ‘buen vecino’ al ‘intendente emprendedor’: el rol de los intendentes departamentales en la reforma del Estado”, Revista Uruguaya de Ciencia Política [en línea] v. 7, pp. 83-93. ↩