A menos de 30 días de la elección nacional, las encuestas de intención de voto muestran una competencia electoral estable y con pocos cambios respecto de lo observado en los últimos dos años. Aún resta conocer la publicidad abierta en los medios de comunicación tradicionales, los actos partidarios a cielo abierto y la distribución de hojas de votación, entre tantas otras cosas que los cierres de campaña suelen mostrar. Sin embargo, la débil discusión programática entre los competidores, la escasa novedad en materia propositiva y la ausencia de candidatos que ofrezcan giros imprevistos o sorprendentes, nos permiten aventurar desde ya tres conclusiones muy claras y una incógnita a despejar.

En primer lugar, parece claro que habrá una segunda vuelta presidencial en noviembre entre Yamandú Orsi y Álvaro Delgado. Si bien es cierto que el Frente Amplio no está lejos de la mayoría en primera vuelta, su ritmo de crecimiento en las encuestas se ha ralentizado, tal vez por el impacto que el plebiscito de la seguridad social genera en su interna y sobre sus potenciales votantes. A eso se suman otros dos factores relevantes que sin duda lo alejan de la consecución de ese objetivo: la estrategia conservadora de su comando de campaña (administración de la ventaja y evitar que sus candidatos no cometan errores) y el llamativo retraso en la activación de sus recursos partidarios (movilización capilar de sus bases). Aun así, todo indica que en una segunda vuelta Yamandú Orsi se alzaría con el triunfo, pues no existe ni una sola encuesta de simulación de balotaje en la que no derrote a Delgado por una diferencia considerable. Algunos analistas han especulado sobre la posibilidad de que el candidato colorado, Andrés Ojeda, desplace a Delgado del segundo lugar, pero esa alternativa carece de sustento empírico, dado que la tasa de crecimiento que hoy muestra el Partido Colorado no es suficientemente grande como para imaginar una reversión de las tendencias en tan sólo cuatro semanas. Por tanto, la segunda vuelta será entre Orsi y Delgado, y el primero es sin dudas el favorito.

En segundo lugar, parece muy claro que el bloque de centroderecha se ha encogido respecto de la elección de 2019. Según las encuestas, esa pérdida representa más de diez puntos del electorado, al pasar de 56% a 40%, a 42%. Este aspecto es decisivo para avizorar el resultado y explica muy bien por qué el Frente Amplio cuenta con una chance real de triunfo en la segunda vuelta. El Partido Nacional continúa siendo el principal partido del bloque, pero desde junio viene perdiendo apoyos. La pobrísima votación en las internas fue un indicio claro de que las cosas no estaban bien para el oficialismo, ya que en esa competencia el partido activa al máximo sus recursos partidarios (al abrir competencias en todos los niveles) y, aun así, consiguió un resultado preocupante.

La pérdida electoral de este partido puede explicarse por una combinación de factores, como el modesto desempeño de su candidato, la conformación de una fórmula muy corrida al centro y, sobre todo, la pérdida de confianza en ese partido de una parte del electorado, dado los escándalos ocurridos durante los últimos dos años de gobierno.

Parece claro que el FA debería disminuir la intensidad de la discusión en torno al plebiscito de la seguridad social, dotar de mayor proactividad discursiva y contundencia a sus candidatos y, sobre todo, activar la base de militantes, que tantas veces ha hecho una diferencia.

La sangría de votos nacionalistas benefició claramente a un PC fortalecido por la presencia de un candidato joven y moderno como Ojeda, pero fundamentalmente por el retorno a la política de Pedro Bordaberry y su capacidad de captar votos de votantes de derecha desconfiados de una fórmula nacionalista que incluye a una ex dirigente sindical. Las debilidades del partido del presidente podrían haber favorecido también a Cabildo Abierto, pero este partido comienza a pagar un costo electoral por su comportamiento volátil dentro de la coalición (socio incómodo, bloqueo de iniciativas, amenazas de abandono del gobierno, etcétera), las prácticas clientelistas al frente de los ministerios que el partido gestionó y las divisiones internas que motivaron la salida de diputados importantes como Elsa Capillera o Eduardo Lust. Por tanto, el declive electoral del bloque de centroderecha se explica principalmente por la pérdida de casi dos tercios de los votantes del partido de Manini Ríos.

En tercer lugar, parece claro que el FA está en condiciones de alcanzar en octubre una mayoría parlamentaria. A diferencia de la elección presidencial, en la que se toman en cuenta todos los votos para trazar la línea del 50%, en la parlamentaria se toman en cuenta únicamente los votos que expresan una preferencia. Es decir, se descartan los votos en blanco y los anulados, que en general rondan el 3%, y se asignan las bancas tomando como referencia los votos válidos. Con ese universo reducido, la obtención de 47% o 48% en octubre puede otorgar al FA una mayoría absoluta en ambas cámaras, lo que sería un argumento incontestable para asegurar el triunfo de su candidato en segunda vuelta. Si las encuestas muestran que la intención de voto de este partido ronda el 44%, deberíamos suponer que el FA está a sólo tres o cuatro puntos porcentuales de ese objetivo, habiendo diez u 11 puntos de votantes indecisos. Por tanto, la búsqueda de los votantes que garanticen la mayoría parlamentaria (equivalente a unos 100.000 votos) es el desafío más importante que este partido enfrenta en la competencia hacia octubre. Para alcanzar esa meta, parece claro que el FA debería disminuir la intensidad de la discusión en torno al plebiscito de la seguridad social, dotar de mayor proactividad discursiva y contundencia a sus candidatos y, sobre todo, activar la base de militantes, que tantas veces ha hecho una diferencia.

Finalmente, la incógnita a despejar es el comportamiento de los votantes indecisos. Si el FA consigue tres o cuatro de cada diez, asegurará la mayoría, pero si fracasa, su situación en el balotaje podría complicarse. Si ocho o nueve puntos porcentuales de los actuales indecisos se inclinara por los partidos de la coalición o por partidos pequeños que superen el 1% y alcanzaran una banca, la competencia de noviembre podría ser muy distinta a la que imaginamos. Podría haber una segunda vuelta en la que Delgado ofreciera una mayoría parlamentaria de coalición como lo hiciera Lacalle Pou en 2019 (la regla del 47,5% vale para ambos bloques). Pero también podrían existir escenarios más complejos en los que ninguno de los candidatos la tuviera o incluso uno muy raro, con un Parlamento dividido, donde el FA domine el Senado y la coalición y aliados, la cámara baja.

Esto indica que el peso relativo de los bloques en octubre es la variable decisiva para comprender el resultado del balotaje de noviembre y, sobre todo, la ecuación de gobernabilidad del próximo gobierno. La lupa entonces debe estar puesta en el segmento de electores que aún no han definido su voto, porque allí se define el pleito por el próximo gobierno. Todo lo demás es superfluo.

Daniel Chasquetti es politólogo.