No hace tanto tiempo se contaban historias en verso; fue hace dos siglos, o un poco menos, cuando se impuso la práctica de narrar en prosa y dejar a la poesía libre para expresar lo otro. La costumbre de contar en estrofas persiste, sobre todo, en la payada –por estos lados nos lo recuerdan escritores como Martín Bentancor, Ignacio Fernández de Palleja y Gustavo Espinosa–, y en el cancionero popular, desde Jaime Roos a Garo Arakelian, hay centenas de compositores de temas que empiezan, desarrollan y rematan un relato.

Un libro de poesía narrativa, sin embargo, es poco común; no de prosa poética, sino de poesía fácilmente reconocible: sonetos endecasílabos (es decir, de 14 versos de 11 sílabas) parejamente rimados y acentuados. Pero eso exactamente es Los dorados diminutos, el libro de Horacio Cavallo y el ilustrador Matías Acosta que se presenta dos veces esta semana: el miércoles a las 18.00 en Giallo Cinecafé (Yaro 862) de Montevideo, y el viernes a las 20.00 en el Café París (Rafael Pérez del Puerto 730) de Maldonado.

Narrador y poeta (por mencionar sólo dos de sus obras: El revés asombrado de la ocarina fue premio anual de literatura en 2006 y El silencio de los pájaros obtuvo la misma distinción en la categoría Narrativa en 2005), Cavallo había editado en 2009 Sonetos a dos, una serie de poemas que coescribió junto a Francisco Tomsich. “A mí me gusta escribir. Disfruto de la misma manera la escritura de una novela que la de un cuento si al terminarlos siento que di todo lo que podía dar. El caso del soneto, y este en particular, que es una sucesión de sonetos narrativos, funciona de la misma manera. El punto de partida está en las ganas de contar una historia”, dice Cavallo. La historia es una especie de distopía próxima: en Argentina la cosa se pone muy brava y un hombre, Luis Washington Sorondo, alias Pepe Sardina, decide cruzar el río para ir a ayudar a su primo, que vive allá. “Me gustan las formas métricas en poesía, así que cuando Matías Acosta me preguntó si había visto El gran surubí salí a buscarlo”, dice Cavallo, en referencia al poema-cuento del argentino Pedro Mairal, que ilustró Jorge González: “Yo había leído con placer los Pornosonetos de Mairal, además de su obra en narrativa. Leí El gran surubí, vi las ilustraciones y le dije: deberíamos hacer lo mismo, una historia que se vincule. A él le gustó la idea y nos pusimos a trabajar”.

El asunto funcionó: el proyecto no sólo consiguió Fondos Concursables del Ministerio de Educación y Cultura, sino que además fue del agrado del mismo Mairal, que escribió un prólogo en el que celebra la conexión entre las obras: “Los dorados diminutos es primo de El gran surubí, así como Pepe Sardina es primo de Ramón Paz”. Paz, conviene aclararlo acá, fue un seudónimo de Mairal, que luego reutilizó para bautizar al protagonista de El gran surubí. Cavallo concuerda sobre el parentesco: “Los dorados diminutos es un homenaje que le hacemos con Matías a ese libro. Tomamos algunos de sus personajes, algunos planos de la historia, pero vistos desde otro ángulo y desde otro narrador. Las paletas de Matías y la de González tienen un parentesco, y el punto de vista también. Ramón Paz y Luis Sorondo son primos, y el tono de la voz narrativa es similar. Es como haber usado las mismas herramientas para hacer algo diferente, como tomar al otro para agregarle lo de uno, y entonces tener un trabajo final. De cualquier manera, la idea es que Los dorados diminutos funcione solo, pero si se conoce la historia de los argentinos, entonces el disfrute es mayor porque se cierra un círculo, una correspondencia. Son dos partes de un mismo mundo. Pedimos permiso para habitarlo y a ellos les gustó la idea”.

La sociedad Marial/González, entonces, fue replicada por Cavallo/Acosta. “Con Matías nos conocemos hace tiempo y hay una admiración mutua por el trabajo del otro. Siempre tuvimos ganas de trabajar juntos, pero hasta este momento no habíamos encontrado de qué manera. Digo ‘ese momento’ porque el libro sale ahora pero lo empezamos a pensar hace cerca de tres años. Cuando compartimos el disfrute que nos había generado El gran surubí nos dimos cuenta de que iba a venir por ese lado. A partir de ahí trabajamos en otros proyectos juntos, en el ámbito de la literatura para niños (que es algo que nos gusta mucho a los dos, también), pero por ahora están en el camino que va de la computadora al libro”. A pesar de esa pasión común, y de cierto tono naïf de las ilustraciones, no hay que confundir a Los dorados diminutos con una obra para niños: no lo es. “Por la temática, por el tono, por las referencias culturales, es un libro para adultos. Se alude a muchas cosas vinculadas al río, entre ellas las desapariciones forzadas. El problema de los libros con ilustraciones es ese: que la gente (porque me lo han preguntado ya) los vincula al público infantil. Tenemos eso metido de que si tiene dibujos es para niños, y es terrible (en este caso se suma lo de la rima consonante, propia del soneto, que lamentablemente mucha gente también vincula al mundo de los niños). Porque a los adultos también nos encantan las ilustraciones. En este caso son 60 de técnica mixta (lápiz, pasteles, témpera, acrílico, trabajo digital) que dan ganas de recortar y colgar en los diferentes lugares de tu casa”.

Dos o tres lugares comunes, entonces, confrontados por Los dorados diminutos: que narrativa y poesía se oponen, que la ilustración sólo se dirige a los más chicos y que la poesía con cuidado formal está lejos del lenguaje accesible, actual, abierto.