Profesor, investigador y editor, Hebert Benítez Pezzolano (Montevideo, 1960) recibió en 2016 el Premio Nacional de Literatura en Poesía por Sesquicentenario (Antítesis Editorial). Este miércoles a las 19.00 en la Sala 40 lo presentará junto a Álvaro Ojeda y Jorge Arbeleche. Por eso, hablamos un poco sobre su trabajo como poeta, que en cuanto a ediciones comienza en 1989 con Detrás del ojo del mundo.
Sesquicentenario poetiza la experiencia de la dictadura. ¿Cómo nació la idea de escribir esos versos?
Lo veo como conjunción de experiencias muy densas que vienen al espacio del poema en volutas de recuerdos. Estos pugnan por reencontrar los dramatismos de un paraíso perdido en tiempos de adolescencia, un pasado que oscila entre el tiempo recobrado –su belleza y su tragedia– y el sueño, sin ser completamente el uno ni el otro. La dictadura, el año terrible de 1975, que ellos llamaron “de la orientalidad” o “del sesquicentenario”, marcan a sangre y fuego los contornos y la carne de aquella edad y de aquel país. Este libro es esto y otra cosa que no puedo explicar bien. Botas y campanas del sesquicentenario. Y la sangre familiar. Y unos tiempos de belleza suspendidos, resistiendo. Una belleza que no conduce necesariamente al esteticismo, pero que no desea apagarse, ni borrar la denuncia. La melancolía por la juventud fugada también es dolor, es belleza y es denuncia de nuestro resistir ante la inexorable temporalidad. Este libro está lleno de fantasmas queridos, pero también de los otros.
Tal vez está cerca de Se hizo de noche, la novela de Roberto Appratto, en cuanto a la tensión entre el impulso vital de la juventud y el impulso de muerte del entorno.
Sí, podría haber un punto de comparación, aunque Sesquicentenario abreva en otra clase de energía de la recordación y de la imaginación poética. No es un libro testimonial, en el sentido más corriente, pero da testimonio de tiempos de vida y también de horror desde las tramas de la poesía. Ese es su tiempo, incluso un poco antes, pero el 75 es el año nuclear: desde allí veo hacia adelante y hacia atrás. En ese año escribí un primer poema contra la dictadura, bastante malo aunque encendido, lleno de sonoridades modernistas, casi un remedo de la “Sonatina” de Rubén Darío... Pasaron más de 40 años, y Sesquicentenario viene a mí con la imposibilidad de quemar la distancia y con el desafío de armar una memoria. En la poetización uno recuerda y se recuerda. Por fuera de las verdades de la ficción poética y por fuerza de la edad, comencé a militar contra la dictadura en 1980, otro momento, también decisivo, que de un modo u otro atraviesa la sensibilidad que me mantuvo en la poesía.
Se lee fluidamente; tiene algo narrativo fuerte. ¿Buscaste ese ritmo?
Hay una narratividad que sentí enseguida: me era imposible entrar en la fuerza del poema sin ella. Una historia que no es exactamente el relato de una historia, en la medida en que no termina nunca de contarse, sino que se resuelve entre sugestiones y silencios, aun en lo exultante o en la nostalgia mezclada con la conciencia de la oscuridad y con el paroxismo del recuerdo. En cierta forma, la narración y la poesía se incrustan la una sobre la otra. Es un poema lírico que se temporaliza así, o una historia cuya narración debe detenerse de continuo ante la composición del poema. Ese ritmo que reconocés es fundamental para mí. Sin él no habría esa respiración con que lo escribí. Ese aire es el portador inarticulado del sentido: una energía que desborda a todo silencio y a la palabra misma. Ya había escrito, a fines de los 90, un poema largo, narrativo, que publiqué en 2004. Me refiero a Matrero, que si bien es distinto de Sesquicentenario, guarda con él contactos y continuidades sutiles.