Muerto en 2004, Mario Levrero no ha parado de acrecentarse como figura de referencia en la narrativa uruguaya, tanto en el país como en el exterior, al tiempo que la forma en que abordó la escritura en su última etapa, centrada fuertemente en la experiencia íntima, ha venido conquistando seguidores tanto entre autores jóvenes como en plumas experimentadas. A todo esto, se multiplican las tesis –académicas o de chat– sobre los secretos de su obra.

Un nuevo trabajo sobre Levrero llega gracias a la investigadora Helena Corbellini, profesora y autora de novelas como La vida brava: los amores de Horacio Quiroga (2007) y El sublevado: Garibaldi en el Río de la Plata (2009). Corbellini acaba de publicar El pacto espiritual de Mario Levrero (editorial Paréntesis), y sobre eso conversamos.

El centro de tu estudio son las obras más autobiográficas de Levrero, como El discurso vacío [1996] y La novela luminosa [2005]. Vos afirmás que él tiene que acometer ese registro para poder pasar a describir sus experiencias “extraordinarias” o “luminosas”, como las llama él. ¿Por qué?

Tus preguntas conducen a los problemas centrales que presenta la lectura de los diarios de Levrero. En mi estudio, decidí discernir los diarios de otras escrituras que pueden entenderse como de índole autobiográfica, como las propias experiencias luminosas del posfacio de La novela luminosa, o “Apuntes bonaerenses”; también Irrupciones desde alguna perspectiva, e incluso el más autobiográfico de estos casos, el póstumo relato “Burdeos, 1972”. ¿Por qué los separé? Porque es en la acometida (no encuentro una palabra más acertada para la ejecución de su escritura en esos momentos en que da comienzo a un diario), en esa ejecución del registro cuasidiario de lo que le sucede o rememora, que Levrero se confiesa. La confesión es el corazón de la acción autobiográfica, sacar verbalmente hacia afuera algo que lo amarga, que lo destruye, que le impide ser quien es. Jorge Varlotta se sabe Levrero escritor. Y abandonar este sí mismo, lo que él como persona considera su mismidad, lo destruye. Si Varlotta no escribe, Levrero no existe. La no escritura es la muerte de Levrero. Los tres diarios, en orden cronológico, son Diario de un canalla [1991], El discurso vacío [1996] y Diario de la beca [2005]. Cada uno da cuenta de una situación de crisis existencial del escritor: en Buenos Aires se encuentra bien, normal, digamos, pero él se percibe como un canalla porque no escribe. Inicia el diario para recuperar la escritura y salir de esa suerte vil. En el segundo narra las peripecias, incomodidades y amarguras que le produce tratar de conformar una familia; siente que pierde su individualidad, el espacio para sí, y comprende que sus obsesiones y manías son respuestas inadecuadas para integrarse en armonía a su nueva vida junto con Alicia, Juan Ignacio, el perro Pongo y los mundos que ellos representan. En el último diario sabe que enfrenta el tramo final: las alusiones a la muerte son recurrentes, así como el gran tema es el amor por Chica Lista, que lo ha renovado, y el sufrimiento porque la relación se acaba. Todo esto se convierte en preocupación por el avance y conclusión de la novela. Sólo concibe la vida en cuanto vida escrita.

Me llama la atención que utilices la idea de “autobiografía” en lugar de la de “autoficción”, que se ha preferido en los últimos años para hablar de escrituras del yo muy mediadas por elementos ficticios. ¿Por qué la elección?

Tras todas mis lecturas, entiendo que solamente en Uruguay la crítica confunde autobiografía con autoficción. Hablamos de autobiografía (y no lo digo yo, sino todos los teóricos) cuando el escritor forja un pacto de lectura de decir la verdad y el lector oye una voz sincera y le cree. Esto exige una promesa que va acompañada de una forma textual determinada, de una retórica de la sinceridad y una poética que es el resultado de la exigencia del compromiso y el estilo, digamos, del autor.

En la autoficción el escritor no hace ese compromiso. Justamente, el término acuñado por Doubrovsky en 1977 para su novela Fils (que no ha sido traducida al español) es una jugarreta teórica para instalarse en un campo lúdico, que supuestamente refiere a la imposibilidad de decir la verdad. Muy bien, abunda una filosofía más que rigurosa al respecto. Pero el hombre que se narra y que exclama “esto no es una novela, carajo” o “me estoy jugando la vida”, como hace Levrero, ¿qué está haciendo? Tiene la pretensión de decir la verdad sobre sí mismo. No es la verdad referencial exterior, esa poco importa para el objetivo; la importancia está en la revelación de su ser íntimo, en el estallido de su subjetividad.

Foto del artículo '“Mi pacto con Levrero”'

Vos conociste de cerca a Levrero. Compartieron un taller literario, ¿no? ¿Cuánto de eso hay en tu estudio?

Fuimos amigos. Como lectora a Levrero lo conocí en 1983, cuando en una entrega de Lectores de Banda Oriental me llegó La ciudad. Me voló la cabeza y me pregunté quién era Mario Levrero. Yo era una reciente profesora de literatura egresada de lo que luego volvió a llamarse IPA [Instituto de Profesores Artigas], y que por suerte ya ni recuerdo qué nombre le habían puesto. Nos comunicábamos en secreto y hablábamos en susurros en los pasillos y en los baños. Cuando, en 1990, llegué a la ciudad de Colonia enviada por el MEC [Ministerio de Educación y Cultura] a orientar un taller literario me dijeron que allí vivía Levrero. Fui hasta su dirección y golpeé la puerta. Él me abrió. Allí se inició un ritual semanal de encuentros que forjó nuestra amistad. En cuanto a los talleres literarios de Plaza Zabala y del penthouse [de la casa de una amiga, en el piso 12 de la Galería del Litoral), sucedieron cuando logró volver a vivir en Montevideo. Su esposa le exigía que tuviera un trabajo, cosa que él no quería porque le quitaba tiempo para sí. Le propuse compartir un taller en mi casa; yo vivía con mis hijos en un apartamento frente a la Plaza Zabala. Y así empezamos la sociedad. Allí estuvimos el primer año. Luego él me planteó que no aguantaba 20 minutos en ómnibus para llegar, que podía soportar hasta diez, y eso era en 18 de Julio y Ejido. Mi amiga del penthouse me dijo que no tenía inconvenientes en que hiciera un segundo taller en su casa con Jorge. Estuvimos juntos otro año. Luego le dije de separarnos porque era evidente que no me necesitaba para ese trabajo, tenía un público muy grande. Y los talleristas manifestaban su disconformidad con ese taller “esquizofrénico”. Hay mil anécdotas muy divertidas, pero no quiero ser abrumadora. Nos divertimos mucho. En los últimos años no nos vimos. Yo me había mudado a Colonia. Sin embargo, en marzo de 2004 caminaba una noche por 18 de Julio con Henry Trujillo y nos cruzamos con Jorge y Alicia. Estábamos alegres. Jorge me dijo: “¿Sabías que me voy a morir?”. Yo quedé un segundo paralizada y la miré a Alicia, que puso cara como de “¿qué dice?”. Entonces me reí. Él insistió: “¿Me voy a morir y te reís?”. Cinco meses después tuvo el ictus que lo mató. Tiempo después soñé que en su velatorio (al que no fui) él volvía y yo le decía: “No podés estar acá. Ya estás muerto”. Él respondió: “Vuelvo porque me queda un libro por escribir”. He tenido una enorme deuda intelectual con Levrero. Siempre me dediqué a difundir su obra, a contribuir a su edición, a estudiarlo. Siempre valoré que era el escritor uruguayo contemporáneo más importante, alguien que realmente cambia la representación del mundo. Por eso cuando cursé la maestría de literatura latinoamericana me propuse hacer mi tesis sobre su obra. En medio se cruzó lo que considero una mala lectura (llamarlo autoficción) y surgieron supuestos seguidores (que no entienden que no hizo autoficción). Entonces me decidí por los diarios. En ese punto, haberlo conocido tanto me perjudicaba. Yo debía demostrar teóricamente, y no por experiencias vividas, que su escritura es autobiográfica. Fue una empresa ardua. La hice. Ese fue, desde mi sitio, mi pacto espiritual.

El pacto espiritual de Mario Levrero. De Helena Corbellini. Editorial Paréntesis, 2018.