Todo indica que por estas horas el Parlamento israelí votará su propia disolución, adelantando, una vez más –la quinta en tres años–, las elecciones.

La amplísima y estrecha coalición de gobierno venía sufriendo crisis internas desde abril, especialmente agravadas por las escaladas de violencia del conflicto israelí-palestino. Amplísima, porque incluía tres partidos de derecha nacionalistas judíos, que, ideológicamente, desbordaban por derecha al Likud del expremier Benjamín Netanyahu, junto con partidos de centro, centroizquierda sionista y un partido árabe-islámico moderado. Estrecha, porque esta coalición sustentada en cerrarle el paso a Netanyahu apenas contaba con 61 votos en un parlamento de 120 al iniciar su camino hace un año. Las turbulencias de los últimos meses fueron generando diputados “rebeldes” en distintos partidos de la coalición, lo que dificultó la capacidad para votar leyes y proyectos gubernamentales.

La gota que desbordó el vaso y llevó a los dos líderes de la coalición, Naftali Bennet y Yair Lapid, a la decisión de adelantar las elecciones fue la imposibilidad de obtener mayoría parlamentaria para prorrogar los reglamentos que imponen el sistema jurídico para los colonos israelíes en los territorios militarmente ocupados de Judea y Samaria (zonas donde está establecida parcialmente la Autoridad Palestina). Se trata de una instancia regular de prórroga que permite a los colonos israelíes que están residiendo fuera de las fronteras legales de Israel estar bajo jurisdicción penal civil israelí, y no como lo están los palestinos en esos territorios, bajo jurisdicción militar. De este tipo de reglamentos jurídicos diferenciales se trata cuando se compara la ocupación israelí de los territorios palestinos a un régimen de apartheid.

Aparentemente, en una Knéset tan derechista no habría problema para prorrogar esos reglamentos, que, a lo largo de los años, fueron extendidos con el apoyo de casi todos los partidos políticos, a excepción de los sectores árabes y de Meretz (izquierda sionista). Ahora, con una oposición numerosa de derecha, derecha religiosa y un sector abiertamente racista, el Partido Sionista Religioso, con tres partidos de derecha neta en la coalición gubernamental y con, al menos, dos partidos centristas que apoyan la ocupación (los partidos de Lapid y el de Benny Gantz) esa prórroga podría haber sido votada sin aparentes dificultades. Pero Netanyahu y sus aliados opositores anunciaron que votarían en contra, apostando al caos jurídico en los territorios ocupados a partir del 30 de junio. Los líderes del gobierno no lograron obviamente convencer a su socio del partido árabe-islámico Raam para que vote favorablemente la prórroga de un sistema judicial que deja en inferioridad bajo un régimen militar a los árabes-palestinos en aquellos territorios. Y el impasse creado alimentó la voracidad y exigencias de los diversos diputados “rebeldes”, lo que estrechó el margen de maniobra del gobierno. Por lo tanto, se acordó la decisión de adelantar las elecciones, rotando Bennett con Lapid en el cargo de primer ministro.

Resulta más que paradójico que, con el exclusivo objetivo de derrocar al gobierno para volver a entronar a Netanyahu, el Likud y el Partido Sionista Religioso estaban dispuestos a poner en peligro la arquitectura legal que sostiene al régimen segregacionista en los territorios ocupados. Más allá de la enorme ambición de poder de Netanyahu, esto demuestra también la decreciente importancia que estos sectores de la ultraderecha y la derecha populista les dan a las apariencias legales del régimen. Claro está que, en un caso opuesto, con Netanyahu al frente del gobierno, como lo ha estado por casi 12 años consecutivos, cualquier partido sionista que se hubiera atrevido a votar en contra de esa misma prórroga hubiera sido tildado de “traidor a la patria”.

Gerardo Leibner, desde Tel Aviv.