El expresidente brasileño se propone construir un frente democrático contra Jair Bolsonaro. Para ello, busca conquistar los votos moderados y reducir la resistencia hacia su figura. Las encuestas lo favorecen, pero la reducción de la distancia con Bolsonaro obliga a Lula da Silva a no cometer errores en su campaña.

A pocos meses de la elección presidencial, la distancia que separa a Luiz Inácio Lula da Silva del presidente Jair Bolsonaro en las encuestas es menor de lo que se esperaba. Según los últimos datos divulgados por Exame/Idea el 19 de mayo, Bolsonaro cuenta con 39% de intención de voto, mientras que Lula ostenta 46%. Es la menor distancia en lo que va del año. Si el escenario continúa estable se producirá una segunda vuelta electoral. Para la izquierda, esta situación es problemática. Las segundas vueltas son, en Brasil y no sólo en Brasil, “otras elecciones”, y la previsión de resultados a partir de los de la primera vuelta no es tan fácil como parece. Al menos hasta ahora, el único dato claro es que estas elecciones serán definidas por el electorado “de centro”.

En los últimos días, algunos de los candidatos que apostaban por la llamada “tercera vía” –en alusión a un espacio electoral distinto al de Lula da Silva y al de Bolsonaro– desistieron de su proyecto. El exmagistrado y exministro Sergio Moro retiró su candidatura, lo que probablemente tendrá como consecuencia la migración de sus votos hacia el actual presidente Bolsonaro. El 23 de mayo hubo otra baja importante en ese espacio: João Doria, el gobernador de San Pablo, abandonó la carrera presidencial acusando públicamente a la cúpula de su partido de no apoyarlo. Se trató de un verdadero circo mediático de un hombre acostumbrado a jugar políticamente en ese terreno. Mientras la ciudadanía observa perpleja la lucha de poder impúdica y el espectáculo bochornoso de esos dirigentes, la tercera vía se hunde. El duelo entre Lula da Silva y Bolsonaro parece más que garantizado. Pero la polarización no implica que ese “centro” no sea importante. Es más, indica todo lo contrario.

El electorado considerado “de centro” se muestra desencantado y frustrado con el gobierno bolsonarista, al que percibe como agresivo y violento. Sin embargo, también se había decepcionado con los gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT), por los que apostó en su momento. En muchos casos, los electores a los que Lula debe seducir ya lo votaron e incluso se beneficiaron de sus políticas de inclusión social, pero se sintieron traicionados por los escándalos de corrupción que apuntaban a la cúpula petista. Son electores que, en ese clima de desencanto, votaron en 2018 por Bolsonaro con el mismo entusiasmo con el que antes habían votado al PT. Y, aunque buscaban novedad, cambio y esperanza, recibieron una nueva decepción. Tienen, por ende, la sensación de haber sido traicionados dos veces. Reconectar con ellos no es fácil, pero al expresidente no le queda más remedio que intentarlo.

Evangélicos y empresarios

En esa apuesta por capturar electorados perdidos u hostiles, Lula da Silva está intentando reconectar con el público evangélico. Este electorado fue decisivo en la derrota de Fernando Haddad en 2018, pero no siempre le dio la espalda al PT: el expresidente consiguió un considerable apoyo evangélico en elecciones previas, particularmente las de 2002 y 2006. Algunas proyecciones muestran, de hecho, un empate técnico entre ambos candidatos en ese electorado. La última encuesta de Datafolha afirma que 37% de quienes se definen como evangélicos votarían por Bolsonaro, pero 34% lo haría por Lula da Silva. Si entre los varones evangélicos el voto por Bolsonaro es bastante superior al que recibiría el líder del PT, entre las mujeres es al revés: Lula da Silva recibiría 39% de votos de mujeres de fe evangélica, mientras que Bolsonaro llegaría a 30%. El propio PT ha difundido estos datos.

El exsindicalista metalúrgico está intentando, al mismo tiempo, atraer al empresariado y al mundo financiero. Se trata de actores que ganaron durante su presidencia, salieron en desbandada con Dilma Rousseff y luego apoyaron y sostuvieron a Bolsonaro. Hoy, sin embargo, se muestran insatisfechos con la mediocre política económica de Paulo Guedes. Lula da Silva tampoco parece tener más remedio que congraciarse con la prensa masiva, a pesar de que en la izquierda se reconoce su poder –que llega incluso a incidir en la colocación y la destitución de presidentes– y se recuerda su papel central durante el impeachment contra Dilma Rousseff.

En esta elección, la ciudadanía identificada como de “centro” deberá definir si su antipetismo es mayor o menor que su antibolsonarismo. Atento a esto, Lula ha apostado por ubicar como candidato a la vicepresidencia a uno de los hombres que mejor dialoga con esa población oscilante y cambiante. Se trata de Geraldo Alckmin, exgobernador de San Pablo y excandidato a la presidencia de Brasil por el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB). Enemigo histórico de Lula, Alckmin se desafilió de su partido –pese a su nombre, ubicado históricamente en la centroderecha– y se afilió al Partido Socialista de Brasil (PSB), de tendencia progresista y de centroizquierda.

Opción electoral

La de Alckmin es, sin duda, una apuesta polémica. De hecho, ha generado disgusto en amplios sectores del PT, que consideran que Alckmin puede dialogar con los electores de centro pero que, a lo largo de su trayectoria, ha demostrado que él no es un centrista, sino un derechista. Miembro de la élite paulista y católico conservador, representa lo opuesto a lo que la mayoría del PT desearía ver en la vicepresidencia. Pero esto no es muy novedoso en la historia del PT. Todos recuerdan que el vicepresidente Michel Temer, de un perfil muy parecido al de Alckmin, no dudó en traicionar a Dilma Rousseff en cuanto tuvo la oportunidad de hacerse con la presidencia.

Evidentemente, muchos adherentes del PT desearían, a tono con los tiempos, una vicepresidenta mujer, feminista y antirracista, que coloque la lucha contra la pobreza y la desigualdad en el centro de la apuesta política de este nuevo ciclo. Pero es Alckmin, un político conocido sólo por pisar las calles en épocas de elecciones –y por haber desarrollado una política de prisiones que encarceló en masa a los jóvenes negros de las periferias de San Pablo– quien detentará esa posición. Huelga decir que pese a que parecía que la apuesta por Alckmin, realizada unilateralmente por Lula, levantaría más resistencia entre las bases petistas, el malestar se ha engullido sin levantar mucho la voz. No son pocos quienes, con muecas de escozor, afirman que nunca más se deberá aceptar una apuesta de este tipo. Pero lo hacen en instancias internas y en privado, lo comentan en los pasillos y no a viva voz. El realismo político es el que manda. Hay que derrotar a Bolsonaro.

Si Lula da Silva no consigue un canal de comunicación con los empresarios, le será más fácil a Alckmin lograrlo. Acostumbrado a hablar con naturalidad sobre la meritocracia y el espíritu empresarial, Alckmin cimentó su carrera política en San Pablo en una estrecha relación con ese sector. Si Lula “se equivoca” en su estrategia hablando en público sobre descriminalizar el aborto, como sucedió semanas atrás causando espanto en las bases religiosas y más espanto aún entre sus publicistas, Alckmin puede apagar el fuego porque él representa el crucifijo y la misa de domingo. Alckmin es, en definitiva, quien puede ir allí donde Lula no consigue llegar y quien puede hablar con aquellos que no quieren escuchar demasiado al expresidente. Lula abre unas puertas, Alckmin abre otras.

La opinión pública parece estar respaldando esta estrategia. Algunos sondeos afirman que la percepción ciudadana, y particularmente la de los electores de centro, es la de dos hombres con diferencias ideológicas profundas que se unen “por el bien de Brasil”. En tal sentido, no son pocos los que ven en esta alianza un gesto de magnanimidad y generosidad. En un contexto de crisis económica, política y social, la unidad de oponentes históricos por un bien mayor constituye un gesto que buena parte de la sociedad aprecia. La imagen de unidad resulta, asimismo, positiva para el expresidente encarcelado durante casi dos años. Es él quien pretende convencer a la sociedad de que no es sólo el candidato del PT y de la izquierda, sino el de toda la ciudadanía: el único que puede sanar y reconciliar un país malherido y roto.

Impensable sin su líder histórico, con capacidad de adaptación a los diferentes contextos, el lulismo se ha evidenciado como un proyecto muy particular fundamentado en la conciliación de clases, en el acuerdo entre capital y trabajo, en el reformismo moderado y el diálogo. Esas son, desde hace 20 años, sus señas de identidad. Son esos elementos y no otros los que han constituido la base de esa particular forma de sostener la gobernabilidad por parte del expresidente Lula. El lulismo ya era así cuando, en 2002, Lula trazó una alianza con el exitoso empresario textil José Alencar. A partir de ese vínculo, el dirigente pernambucano dejó ser percibido como el sindicalista barbudo y radical que atemorizaba a las élites con un discurso socialista, para pasar a ser el hombre de un progresismo razonable que prometía llevar a cabo reformas potentes, pero sin dinamitar las viejas estructuras clasistas del país. En 2006, esa combinación exitosa lograría la reelección, consolidando la imagen del Lula conciliador al que la ciudadanía había dejado de percibir como “peligroso” y “comunista”. Esta trayectoria, sumada a la propia idiosincrasia política de Lula, permite entender más cabalmente su opción por Geraldo Alckmin como candidato a vicepresidente.

Esta estrategia pude considerarse, de hecho, como una reedición del dueto con José Alencar en un contexto en el que Lula ha vuelto a ser percibido, curiosamente, como más radical, y la alianza con Alckmin le permite al líder del PT volver a moderar su imagen. Evidentemente, en un contexto dominado por la derecha radical de Bolsonaro, había quienes esperaban una contrarrespuesta desde una izquierda más radical. Especulaban, además, con un Lula que, tras pasar 580 días en prisión, volvería con sed de venganza y un espíritu de combate frontal. Nada más equivocado que esa percepción.

Alianzas y símbolos

El lanzamiento del binomio Lula-Alckmin, el 7 de mayo, tuvo un fuerte contenido simbólico. Rodeado de militantes y simpatizantes del PT y de buena parte de la prensa nacional, Lula da Silva dejó ver claramente el discurso moderado. Lejos de agitar a la militancia y a sus bases con un discurso de izquierda, buscó el espacio del centro. Fue una de las pocas veces que leyó su discurso. Era, claro, algo extraño para alguien acostumbrado a improvisar sobre la marcha y hacer alarde de una potente capacidad de oratoria que consigue emocionar al público. La lectura, sin embargo, tenía su sentido, teniendo en cuenta que, en los últimos tiempos y con discursos improvisados, Lula se había dejado llevar por una serie de guiños retóricos a sus bases, criticando en demasía y gratuitamente a las clases medias, a la vez que se deslizaba por terrenos espinosos. Este discurso fue una reconducción hacia el centro. La lectura tenía un único objetivo: no cometer errores y no dejarse llevar por las pasiones del momento. La imagen de Lula da Silva leyendo un discurso a su militancia delante de una bandera de Brasil es, de hecho, una de las postales de esta elección. Una performance bien pensada para agradar al centro, a los empresarios y a los indecisos. Un Lula que tiende a no desencantar a los suyos y que muestra una imagen para no espantar a los otros.

El escenario de la presentación de la fórmula era el más propicio para hacer del expresidente el protagonista de la jornada. Sin embargo, el protagonista fue otro. Alckmin, que no pudo estar en el evento por estar diagnosticado con covid-19 y debió grabar un video, se llevó todas las miradas. El exgobernador consiguió calibrar un discurso que podría ser el que lleve a esta fórmula al triunfo: habló a la vez sobre justicia social y sobre la necesidad de emprender negocios, expresó al mismo tiempo una preocupación por el medioambiente y otra por los productores rurales, involucró en una misma alocución los derechos laborales y la necesidad de un empresariado fuerte, se explayó sobre los derechos de las mujeres y también sobre los de las personas religiosas con ideas conservadoras, habló sobre los más empobrecidos pero también sobre las clases medias. Se trató de un cálculo discursivo milimétrico que, en un momento de grandes susceptibilidades sociales y políticas, demuestra una gran habilidad. En una escena memorable y que nadie podría haber predicho, Alckmin fue aplaudido con entusiasmo por la militancia petista. Brasil es un país que siempre depara sorpresas.

La elección presidencial se definirá por esa capacidad de calibrar palabras, hechos y sujetos. Y la ganará quien consiga atraer al votante de centro. Tanto el bolsonarismo como el lulismo constituyen algo más que campos políticos: son fuerzas libidinales, son vínculos político-afectivos y espacios movilizadores de masas. En las redes y en las calles habrá pasión de ambos lados. Pero esa pasión no determinará el triunfo o la derrota. La fórmula mágica la tendrá quien logre convencer a los indecisos sin desestimular a sus propias bases militantes, quien sea capaz de insuflar de energía a los propios sin generar temores de radicalidad en quienes aún no han decidido su voto. Para lograr ese cometido, Alckmin es, para Lula da Silva, un complemento perfecto. Y lo es más en un contexto en el que Bolsonaro no parece barajar nombres moderados.

Actualmente, se especula con una posible candidatura a vicepresidente del general Walter Souza Braga Netto, exministro de la Casa Civil y de Defensa con Bolsonaro, la cual definitivamente no aportaría moderación ni abriría puentes de diálogo. El centrão –como se denomina a un conjunto de partidos cuya ideología es mantener siempre cuotas de poder– quiere a uno de los suyos, a alguien que los represente en el caso de que Bolsonaro triunfe. Pero mientras la fórmula bolsonarista no se defina, Lula da Silva parte con ventaja.

Política y pudor son dos conceptos que raramente combinan y, en esta ocasión, parecen ser más antitéticos aún. En estas elecciones Brasil se juega demasiadas cosas y los progresistas no están para ingresar en el terreno del pudor y de la soberbia ideológica. Al menos no si el objetivo es vencer al presidente que ha hecho retroceder años luz en calidad democrática e institucional. El objetivo del expresidente es ganar en primera vuelta. Para conseguirlo necesita ganar al centro. Una opción contraria podría conducir a algo mucho peor que una alianza de este tipo: la permanencia de Bolsonaro en el poder. Ya sabemos lo que eso significa.

Esther Solano Gallego es doctora en Ciencias Sociales por la Universidad Complutense de Madrid y profesora de la Universidad Federal de San Pablo. Este artículo fue publicado originalmente por Nueva Sociedad.