El éxito de la izquierda española en los próximos meses va a depender tanto de cómo se ordenen y encajen las piezas como de que estas formen parte del mismo puzle. Tras el ciclo abierto por el movimiento de los “indignados” del 15-M de 2011, que pareció abrir nuevas posibilidades para la izquierda y cuestionó la salida neoliberal a la crisis de 2008, el progresismo vive un momento de “bajón”. Con muchas de las energías volcadas a la complicada gestión del Estado, Podemos ha vivido un fuerte retroceso político mientras la socialdemocracia, como en el resto de Europa, enfrenta un debilitamiento de su identidad y de su capacidad para entusiasmar a sus seguidores.
La fragmentación actual del espectro político progresista abre interrogantes sobre si estamos ante la gestación de un frente amplio o si, por el contrario, es el preludio, recuperando la sátira de La vida de Brian, de Monty Python, de una nueva batalla entre el Frente Popular de Judea y el Frente Judaico Popular.
Motivos hay para pensar tanto en una dirección como en otra. Por un lado, está el embrollo vivido en las recientes elecciones en Andalucía –donde arrasó la derecha en un contexto de fragmentación y crisis de la izquierda–, las discrepancias en la política exterior española y, más en general, las pullas dentro del gobierno de coalición entre el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y Podemos. Por el otro, se vislumbra el rechazo unánime del campo progresista a la extrema derecha, pervive el consenso en torno a la necesidad de aprobar políticas sociales y se destaca la capacidad de supervivencia que ha demostrado la coalición gubernamental. Todo ello conduce a que, a menos de año y medio de la previsible convocatoria a elecciones generales, sea difícil precisar cuál es hoy el estado de ánimo del espacio, que a ratos podría definirse de casi feliz como, en otros, de un fuerte pesimismo frente a un posible retorno al poder del conservador Partido Popular (PP), esta vez aliado a Vox, el partido de extrema derecha nacido en 2013.
Para saber hacia dónde se inclinará la balanza es necesario prestar atención tanto a factores exógenos como endógenos. Entre los primeros, si la inflación se dispara (ya superó el 10%), el euro se desploma y los recursos naturales escasean, el escenario será sombrío y el margen para las alegrías, mínimo. En este marco, será clave el grado de (in)estabilidad en otros países de la Unión Europea (Alemania, Francia e Italia, en ese orden), la cronificación o no de la guerra en Ucrania o el retorno de la temida Troika, que podría ser la puntilla no sólo para el gobierno de izquierdas, sino para la viabilidad del Estado social.
Se sabe además que las crisis suelen penalizar a quien está en el gobierno cuando estallan, como ya observara Ludolfo Paramio en su libro La socialdemocracia maniatada, en el que aborda la crisis financiera de 2008-2012, cuando los electores castigaron a los gobiernos socialdemócratas o laboristas por no haber ofrecido una rápida salida a la crisis. No es que estos factores sean, en verdad, totalmente ajenos a la acción política de la izquierda (en ocasiones, de hecho, son consecuencias de malas decisiones o de una lectura geopolítica errónea), pero cargarle con el peso de la responsabilidad del resultado sería tan desproporcionado como injusto, a la luz de los múltiples actores, países y espacios implicados en procesos que son globales. Las mismas razones invitan a pensar en que el margen de vulnerabilidad es holgado.
Es por estos motivos que preguntarse por el futuro de la izquierda española obliga, sin duda, a tener en cuenta estos elementos externos, pero sobre todo, a mirar hacia dentro y calibrar en qué condiciones llegará a la coyuntura electoral del próximo año, cuando todo apunta a que los eventuales escenarios no serán demasiado alentadores.
La primera gran incógnita obliga a dirigir la vista hacia quien ejerce de primus inter pares, es decir, el presidente del gobierno, Pedro Sánchez. A pesar de que en el último “Debate sobre el estado de la nación” dejó clara su apuesta por la coalición y un programa progresistas, los recelos del sector más conservador del PSOE suscitan dudas sobre si Sánchez seguirá mirando a la izquierda o tendrá todavía sus devaneos con la derecha. Aunque lo segundo parezca hoy una posibilidad remota, no hay que olvidar cómo resonaron antes del debate congresal algunos cantos de sirena desde el sector mayoritario del gobierno, que deslizaban su preferencia por terminar el último tramo de legislatura sin sus aliados de Podemos.
El otro enigma que rodea a Sánchez es su capacidad para sortear el síndrome Dorian Gray que, en ocasiones, parece aquejarlo. Su autopercepción como líder europeo joven y moderno puede llevarlo a olvidar que, en los cuadros de Moncloa, como en el retrato de Gray en la novela de Oscar Wilde, los presidentes envejecen de manera apresurada. Las repercusiones negativas de decisiones como el giro diplomático en relación a Marruecos, que conllevó el abandono del compromiso histórico con el Sahara Occidental y su autodeterminación, demuestran que la “buena percha” del presidente no alcanza para justificar decisiones alejadas de las tradiciones de la izquierda española. Por otro lado, el excesivo entusiasmo mostrado por el PSOE frente la Cumbre de Madrid de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) insiste en la “proyección global” de España mientras la derecha comienza a aventar cuestiones más cercanas a la gente como la caída del poder adquisitivo. Para tratar de revertir esto, Sánchez lanzó, en su discurso al Congreso, una serie de medidas progresistas –como impuestos a la banca y a las eléctricas, junto con abonos gratuitos en los trenes de cercanías y becas estudiantiles– que lograron descentrar parcialmente el discurso del nuevo líder del PP, el gallego Alberto Núñez Feijóo.
El segundo gran interrogante pasa por cómo se rearticule finalmente el espacio a la izquierda del PSOE y si la pluralidad de fuerzas que lo habitan tendrá la capacidad de aprender de los errores del pasado. La inteligencia con la que se muevan las piezas será fundamental para que la izquierda no quede encerrada en sus propios patios interiores.
Aquí todas las miradas se dirigen hacia la vicepresidenta y ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz, una de las figuras más populares del gobierno y favorita a encabezar un espacio a la izquierda del PSOE, con la duda de hasta dónde llegará su habilidad para hilar fino. El reciente lanzamiento de la plataforma Sumar introduce una nueva variable en el escenario. Aunque ella asegura que se trata más de un movimiento ciudadano que de un nuevo partido, todo apunta a que será la construcción del espacio político diferenciado de Podemos, que le permitirá paliar su falta de aparato. Yolanda Díaz reemplazó al líder de Podemos Pablo Iglesias cuando este renunció a la vicepresidencia segunda del gobierno –y teóricamente se “retiró” de la política– tras los pobres resultados de su candidatura en la Comunidad de Madrid en 2021. Y en este tiempo la vicepresidenta se ha distanciado de Podemos, tanto organizativa como políticamente. Desde el ministerio, Díaz impulsó una reforma laboral que revierte algunas de las medidas flexibilizadoras de la época del PP. Aunque la reforma surgió de una amplia negociación entre sindicatos y patronales, fue aprobada con lo justo en el Congreso, debido al voto en contra del partido nacionalista de izquierda vasco Bildu y Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), dos socios del gobierno.
La altura de vuelo que adquiera Sumar dependerá de su determinación para romper con algunas de las inercias tradicionales en la izquierda española. En ese sentido, un excesivo protagonismo organizativo, aunque sea en la sombra, del Partido Comunista (PCE) podría resultar letal, como ya sucedió primero con Izquierda Unida y, después, con Podemos. La capacidad del PCE para reproducir estructuras (y vicios) ha demostrado ser portentosa, lo que ha provocado que tenga todavía pendiente su propio proceso de transición. No hay que obviar tampoco que Díaz procede del PCE, del que no se ha desvinculado formalmente, por lo que cuál sea el margen que tenga para neutralizar a sus compañeros marcará probablemente el carácter del proyecto.
Otro desafío es terminar con el fuego cruzado que, en demasiadas ocasiones, se abre entre las distintas corrientes progresistas. A ese respecto, es sintomática la frecuencia con la que Twitter se ha convertido en un campo minado para la izquierda debido tanto a la incontinencia tuitera de algunos líderes políticos y de opinión como a la sucesión de discusiones infértiles que se repiten entre posiciones “woke” y “rojipardas” por casi cualquier cosa.
Relacionado con ello, está también la importancia de apagar el fuego amigo. En esto será clave el rol que adquiera Pablo Iglesias desde sus trincheras mediáticas –incluido su nuevo podcast La base–, ya que, a pesar de estar “retirado” de la política institucional desde hace más de un año, su figura sigue muy presente en la vida pública. Qué tanto module su protagonismo y qué posición decida ocupar, si en primera línea del frente o en la retaguardia, influirá en la renovación del espacio. En algunos momentos, para sumar es necesario primero restar.
Si el proyecto de Yolanda Díaz logra sortear de forma medianamente airosa las piedras en el camino, cabe entonces empezar a imaginar la posibilidad de un movimiento amplio, con límites difusos y cierta autonomía organizativa. Estos rasgos, aunque no por sí solos suficientes, sí operarían como condición de posibilidad para la creación de un espacio dinámico que pudiese tener cierto atractivo para sectores desencantados y favorecer, al mismo tiempo, el diálogo entre formaciones como Podemos, Más País (el partido de Íñigo Errejón), los Comunes (liderados por la alcaldesa de Barcelona Ada Colau), Compromís o Izquierda Unida.
Mención aparte merecen otras fuerzas, como Bildu y ERC, que seguirán teniendo muy probablemente un papel imprescindible para que la izquierda conserve y reedite la mayoría parlamentaria actual. Qué criterio pese más en su estrategia, si el componente progresista o el factor independentista, marcará el grado de complicidad que tengan con este proceso de reorganización. Todo hace pensar que Bildu continuará con una posición de cierta lealtad, anteponiendo progresismo a independentismo, como ya ha demostrado en el Congreso de los Diputados. Más difícil es, en cambio, descifrar la postura de ERC, que hoy gobierna Cataluña, con un comportamiento mucho más variable, cuando no errático. Su relación con Yolanda Díaz tampoco pasa por el mejor momento, como quedó patente en el “Debate sobre el estado de la nación”, cuando pudo sentirse el escozor que todavía provoca el voto en contra de la formación republicana a la reforma laboral.
No obstante, la conformación de un frente amplio que abarque todo el espectro de izquierda, desde el PSOE hasta Sumar, no alcanzaría tampoco por sí mismo para vaticinar hacia qué lado puede caer la balanza electoral, lo que nos conduce al tercer y último gran interrogante: la capacidad que tenga la izquierda de construir una narrativa propia.
Se trata además de una tarea urgente si se tiene en cuenta el desgaste que está provocando la inflación y al que puede llevar las restricciones de energía. Un clima propicio que abriría las puertas a nuevas explicaciones simplistas por parte de Vox o importantes sectores del PP que, llegado el momento, no dudarán en alimentar las bajas pasiones con temas identitarios. A ello se añade el robusto andamiaje de poder mediático, judicial y económico que atraviesa y rodea a la derecha española, como revelan recientes filtraciones de audios sobre la guerra sucia contra Podemos en los años del PP, y que sin duda intensificará su actividad a medida que se acerquen las elecciones, con el propósito de evitar a toda costa que se reedite un pacto de izquierdas en España.
Para disputar el terreno discursivo a la derecha, la retórica del antifascismo o la apelación al miedo a que la extrema derecha ingrese en las instituciones no será suficiente para atraer a sectores desmovilizados, y puede terminar incluso favoreciendo electoralmente a la derecha tradicional, como ya se vivió en Madrid o Andalucía, donde los que “frenaron” a la extrema derecha fueron los conservadores del PP. El factor clave habrá que situarlo entonces en si la izquierda será capaz de tomar la iniciativa y establecer una serie de marcos interpretativos de la realidad que conecten con las necesidades sociales de un sector amplio de ciudadanía.
Este ejercicio exigirá ir más allá de medidas coyunturales, encarar debates de fondo y plantear una propuesta actualizada del bienestar, que se adecue mejor a los tiempos y que responda a las situaciones de precariedad, incertidumbre y anemia social crecientes. Incluir el futuro en el análisis y comprender bien los cambios del sistema permitirá anticiparse a problemas venideros y proporcionar un horizonte alternativo, que rebaje la angustia social y responda a los problemas cotidianos de esa “clase media trabajadora” a la que apelaba Sánchez en el “Debate sobre el estado de la nación”.
Para que esto se concrete será fundamental que el PSOE consolide su “giro a la izquierda” –que para muchos no es demasiado creíble– y que quienes están a su izquierda sean capaces de comprender las particularidades del momento y superar el estado de nostalgia, cuando no de depresión, que dejaron los años posteriores al 15-M. Temas como la renta básica universal, la reducción de la jornada laboral o una reforma profunda de los sistemas fiscal y productivo son, entre otros, asuntos en los que la izquierda podría tomar cuanto antes la iniciativa y batallar para tratar de establecer en torno a ellos un renovado sentido común.
Jorge Resina es doctor en Ciencia Política por la Universidad Complutense de Madrid, donde es profesor y vicedecano de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología. Este artículo fue publicado originalmente por Nueva Sociedad.