Ecuador ha vuelto nuevamente a los titulares de la prensa internacional, otra vez de la peor manera. En agosto de 2023, el motivo fue el asesinato del candidato presidencial Fernando Villavicencio Valencia; ahora, una secuencia de actos criminales con tácticas terroristas, que incluyeron el asalto armado a un canal de televisión en la ciudad de Guayaquil. La jornada que puso en estado de shock al país cerró con la declaratoria de un “conflicto armado interno” por parte del presidente de la República, Daniel Noboa, y la identificación de 22 organizaciones criminales como “terroristas”. Pero ¿cómo llegó Ecuador a esta crítica situación y cuáles pueden ser sus derivas?
2023 fue el año más violento en la historia del país: 7.878 crímenes, de los cuales apenas 584 han sido resueltos por la Justicia. Con una tasa de homicidios que alcanzó la escalofriante cifra de 46 muertes por cada 100.000 habitantes, Ecuador se ubicó como el país más violento de América Latina. Ante una situación tan crítica, se esperaba que el gobierno entrante –que inició su mandato el 23 de noviembre de 2023– llegara con un plan bajo el brazo. Pero no fue así. Aunque Noboa prometió durante la campaña electoral implementar un “Plan Fénix” para garantizar la seguridad, desde su posesión no ha explicado ni cómo ni cuándo lo hará realidad.
Sobrepasado por las circunstancias, Noboa optó por una conducta evasiva. Tras el triunfo electoral, decidió ausentarse de la escena pública y hacer una gira por Europa con su familia, lo que permitió que todos los reflectores siguieran puestos sobre Guillermo Lasso y su campaña propagandística de salida.
Visto en perspectiva, Noboa, un joven de 36 años sin experiencia de gestión previa, necesitaba ganar tiempo para resolver tres urgencias: conseguir dinero para cubrir el déficit fiscal, armar su gabinete y afinar su política de seguridad. Pero en retrospectiva, nada de eso logró. Basta revisar su discurso de posesión, al que llegó sin propuestas, sin un gabinete completo y sin un horizonte en materia de seguridad. Siete minutos bastaron para constatar que un inexperto político –hijo de un empresario que intentó una y otra vez llegar a la Presidencia sin éxito– empezaba a gobernar un país que se volvió el más violento de la región.
Noboa designó a Mónica Palencia, su abogada personal, como ministra de Gobierno. Luego, nombró como ministro de Defensa a Giancarlo Loffredo, un ciudadano cuya única credencial es ser instructor de defensa personal y tiktokero. Para dirigir el Sistema Nacional de Atención Integral a Personas Adultas Privadas de Libertad y a Adolescentes Infractores (SNAI), el organismo encargado de administrar el sistema carcelario, optó por un general del Ejército retirado, y en 11 gobernaciones designó a policías y militares en servicio pasivo.
Para dos cargos de alta sensibilidad en materia de seguridad, optó por dos amigos empresarios: a Arturo Félix Wong, que ya era secretario de la Administración, le encargó la Secretaría Nacional de Seguridad Pública y del Estado, y a Miguel Sensi Contugi lo nombró director del Centro de Inteligencia Estratégica del Estado (CIES). Pero lo hizo recién el 2 de enero; es decir, 41 días después de asumir el mando.
En definitiva, el joven magnate llegó a la Presidencia de la República sin plan de seguridad ni cuadros para implementarlo, pero con una ambición entre ceja y ceja: ganar la reelección en 2025 a toda costa (su mandato es corto, ya que asumió para completar el mandato del presidente saliente tras la “muerte cruzada” decretada por Lasso a fin de evitar un juicio político).
El papel del líder de Los Choneros
A pesar de estos tropiezos en la integración de su frente de seguridad, Noboa pareció capear el temporal, básicamente por dos razones: en primer lugar, antes de posesionarse armó una coalición legislativa con el Partido Social Cristiano y Revolución Ciudadana (el movimiento del expresidente Rafael Correa). A cambio de cederles a esos partidos el control de la Asamblea Nacional, incluidas las principales comisiones legislativas, el mandatario logró que su primer proyecto de ley económica urgente fuera aprobado a la velocidad del rayo. En segundo lugar, en la madrugada del 14 de diciembre, la fiscal general del Estado, Diana Salazar, encabezó un operativo denominado Metástasis para detener a más de 30 personas acusadas de integrar una red de crimen organizado y narcotráfico. Entre los detenidos estaban un juez que ejercía la presidencia del Consejo de la Judicatura y un general de la Policía Nacional que fue director de la SNAI (o sea, encargado de las cárceles del país) y luego jefe antinarcóticos (es decir, responsable de los operativos antidrogas y principal enlace con la Embajada de Estados Unidos). Este “narcogeneral”, como lo denominó la fiscal Salazar, ocupó ambos cargos durante el gobierno de Lasso.
En ese contexto se produce la sonada fuga de José Adolfo Macías, alias Fito, el líder de Los Choneros y probablemente el delincuente vivo más famoso del país. Detenido desde 2009 por asesinar a la directora de la Penitenciaría del Litoral (la cárcel más conflictiva de Ecuador), se fugó en 2013, cuando era trasladado a La Roca, una prisión de máxima seguridad inaugurada por el expresidente Correa, y fue recapturado meses más tarde.
Su nombre adquiere relevancia tras la muerte de Jorge Luis Zambrano, alias JL o Rasquiña, en diciembre de 2020. Fito se convierte en el líder de Los Choneros, pero esta organización se fragmenta y empiezan las masacres carcelarias. Desde la primera, en febrero de 2021, hasta la última, en julio de 2023, Fito y Los Choneros aparecen como protagonistas de la ola de violencia que comenzó a envolver al país.
El 12 de agosto de 2023, para desviar la atención del asesinato del candidato presidencial Fernando Villavicencio producido tres días antes, el gobierno de Lasso decidió trasladarlo nuevamente a La Roca. Pero no tardó ni diez días en volver a la Cárcel Regional de Guayaquil gracias a una orden judicial. Entonces difundió un videoclip con un narcocorrido compuesto en su homenaje. Una vez más, Fito enrostraba al país su poder desde la cárcel. Por eso, cuando se hizo pública la noticia de su fuga –el 6 de enero–, el gobierno quedó desnudo frente a un país estupefacto. Ninguna autoridad se atrevió a reconocer la evasión del avezado criminal, mientras más de 3.500 militares ingresaban en las cárceles en Guayaquil para escenificar ante las cámaras de televisión que el Estado “retomaba el control” de los presidios.
El ciclo de violencia criminal, incompetencia estatal y militarización se reactivó. A comienzos de 2024 se iniciaron nuevamente amotinamientos en distintas cárceles del país. La exigencia era que sus líderes no fueran trasladados a otras cárceles. En redes sociales se difundió un video amenazando con una guerra si no se aceptaban sus demandas.
Estado de excepción y guerra interna
Envalentonado, el lunes por la tarde el presidente decretó el estado de excepción en todo el territorio nacional y por la noche se desató la vorágine: coches incendiados en la vía pública, secuestro de guías penitenciarios, incendios provocados dentro y fuera de las cárceles. Con la luz del día, el espectáculo criminal adquirió más visibilidad y, al mismo tiempo, quedó en evidencia la incompetencia estatal: Fabricio Colón Pico, uno de los cabecillas de Los Lobos, también se había fugado, junto con otras decenas de personas, de la cárcel de Riobamba. Colón Pico había sido capturado 48 horas antes de su fuga, luego de que la fiscal general del Estado lo señalara como ejecutor del asesinato de Villavicencio y organizador de un atentado en su contra. Todo esto ocurrió bajo el estado de excepción.
El martes, durante el noticiero del mediodía, TC Televisión sufrió un asalto criminal que se transmitió en vivo y en directo, con su equipo periodístico sometido y vejado por delincuentes armados ante la conmoción generalizada. Como ocurrió con el asesinato de Villavicencio, las imágenes de este hecho dieron la vuelta al mundo. Por la tarde, el gobierno emitió otro decreto ejecutivo declarando el “conflicto armado interno” y convirtiendo a 22 grupos criminales en “objetivo militar”. Así, Noboa empezó a sentir el calor abrasador del infierno homicida en que se ha convertido este país andino.
Camino a la violencia
Para tratar de comprender lo que está ocurriendo, propongo diferenciar analíticamente tres variables dependientes: la violencia letal (su frecuencia y visibilización), las economías ilícitas (entre las que se destaca el narcotráfico) y los grupos de crimen organizado (pandillas carcelarias, callejeras y estructuras mafiosas incrustadas en el Estado que operan también en la economía formal). Para explicar su interacción, usaré como evidencia piezas hemerográficas y judiciales. Hace años, Richard Snyder y Angélica Durán Martínez se preguntaron por la relación entre mercados ilícitos y violencia. Argumentaron que cuando se configuran redes de protección extorsiva patrocinadas por el Estado, los niveles de violencia letal en los mercados ilícitos son bajos. En cambio, cuando estas redes se rompen, la violencia letal se dispara.
¿Ocurrió algo así en Ecuador? La evidencia hallada induce a pensar que sí. Demos algunos datos: el 6 de junio de 2016, en Washington DC, la Agencia para el Control de Drogas de Estados Unidos (DEA, por sus siglas en inglés) condecoró al ministro del Interior del entonces presidente Correa, José Serrano, por los “extraordinarios resultados” obtenidos por la política antinarcóticos de Ecuador. El comunicado oficial mencionaba 332 toneladas métricas de droga capturadas desde 2010 y 305 bandas de narcotraficantes desarticuladas. La propaganda gubernamental no escatimó esfuerzos para celebrar el evento.
Diez meses después, en abril de 2017, la Policía colombiana capturó a Washington Prado Álava, alias Gerald, conocido en el país vecino como el “Pablo Escobar ecuatoriano”. Entonces se hizo pública su historia. Gerald se había iniciado como lanchero al servicio de la banda Los Rastrojos, en 2004. Para 2010, la mayoría de los cabecillas habían sido capturados y Gerald tomó control de las rutas marítimas desde Manabí y Esmeraldas. Se alió con Los Choneros y logró traficar más de 250 toneladas métricas de droga desde el litoral ecuatoriano hacia Estados Unidos entre 2013 y 2017, a través de un sofisticado sistema de trasborde marítimo.
En otras palabras, en el mismo período en que el gobierno de Correa y el vicepresidente, Jorge Glas Espinel, lograban los “mejores resultados” en su lucha antinarcóticos –según la DEA–, la organización criminal de Los Choneros también lograba expandirse y consolidarse hasta convertirse en la mayor organización narcotraficante ecuatoriana. El gobierno y el crimen organizado salieron ganando.
Uno de los mejores investigadores del problema carcelario en Ecuador, el antropólogo Jorge Núñez, argumenta en el mismo sentido. Según sus investigaciones, Los Choneros se fortalecen dentro de las cárceles gracias a que la inteligencia policial transaba información a cambio de prebendas con miembros de las pandillas. La Unidad de Inteligencia Penitenciaria, creada en 2014, se volvió pieza clave de la inteligencia antinarcóticos para la Policía Nacional. Reclutaron a los cabecillas de las organizaciones criminales como informantes y Fito fue uno de ellos.
Esto no desvirtúa que durante el gobierno de Correa también se implementaron políticas de seguridad ciudadana que combinaron estrategias punitivas con medidas de prevención social para reducir la violencia. Pero el aumento o disminución en la frecuencia o visibilización de la violencia letal no es lo mismo que la expansión o la contracción de economías ilícitas tan rentables como el narcotráfico.
La evolución de la tasa de homicidios en Ecuador muestra una disminución excepcional entre 2009 y 2016, pasando de 18,7 a 5,8 muertes por cada 100.000 habitantes, respectivamente. Pero desde 2019 la tendencia se invierte. Por tanto, entre 2017 y 2018 hay un punto de quiebre que demanda una explicación. ¿Qué ocurrió en ese período? Siguiendo la tesis de Snyder y Durán Martínez, la red de protección extorsiva patrocinada por el Estado se rompió y la violencia criminal se desató.
Zonas grises
Revolución Ciudadana vuelve a triunfar con el binomio integrado por Lenín Moreno y Jorge Glas Espinel. En enero de 2017 arranca su mandato. A mediados de año, Moreno rompe con el correísmo y en noviembre se inicia el enjuiciamiento penal del exvicepresidente Glas, acusado de asociación ilícita en el caso Odebrecht. En diciembre del mismo año fue sentenciado a seis años de cárcel (más tarde tendrá otras dos sentencias por delitos más graves, pero en 2022 recuperó su libertad gracias a una operación judicial financiada por el narcotraficante Leandro Norero). En enero de 2018, con Glas en la cárcel, estalla una violencia criminal inédita hasta entonces en el país.
Walter Arizala, alias Guacho, líder del Frente Oliver Sinisterra, un grupo residual de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) que operaba en la frontera norte de Ecuador, puso un coche bomba en el cuartel policial de San Lorenzo, provincia de Esmeraldas, el 27 de enero de 2018. Dos meses más tarde, fuentes oficiales colombianas informaron a Ecuador que el mismo grupo criminal había secuestrado a un equipo periodístico del diario El Comercio. En medio de la opacidad absoluta del gobierno ecuatoriano, los tres periodistas fueron asesinados.
Hasta entonces, estos hechos eran incomprensibles para la sociedad, que los miraba con estupor. Sin embargo, en octubre de 2018, Policía y Fiscalía ejecutan el operativo Camaleón, en cuyo marco realizaron siete allanamientos en cuatro provincias, incluidas las oficinas de la Comandancia del Ejército ecuatoriano. Así, desarticularon una red de militares en servicio activo y civiles que traficaban armas, municiones y explosivos hacia los grupos criminales de la frontera norte: uno de ellos, el Frente Oliver Sinisterra.
Con estos actos de terror, la organización del Guacho exigía a sus contrapartes estatales que cumplieran sus compromisos, algo que ya no podían hacer con impunidad desde que Glas y varios de sus secuaces perdieron poder político. Ahora se sabe, por ejemplo, que Rasquiña (el líder histórico de Los Choneros) y Glas compartían el mismo abogado: Harrison Salcedo, asesinado en abril de 2021 por un sicario.
El nexo crimen-Estado en el contexto latinoamericano ha sido bien estudiado por Alejandro Trejo y Sandra Ley. Estos politólogos reconceptualizan esta relación bajo el concepto de “zona gris de criminalidad”: un área que surge en la intersección de dos conjuntos, el de los criminales y el de los agentes estatales. Argumentan que, conforme un régimen político se vuelve autoritario, esta zona gris de criminalidad crece y se consolida precisamente para garantizar la estabilidad del régimen.
Durante el gobierno de Correa-Glas (2013-2017) esta “zona gris de criminalidad” se expande. El libro de Juan Carlos Calderón, Después olvidarán nuestros nombres, muestra hasta qué punto se instrumentalizaron los aparatos de seguridad para fines criminales. Y durante los gobiernos de Moreno y Lasso no se hace nada por mitigar esta situación. Cambian los nombres de los funcionarios y los criminales implicados, pero no las reglas informales de estos pactos mafiosos que se lubrican con dinero sucio proveniente del narcotráfico.
Una muestra concreta de aquello es la industria criminal del “narcobanano”. La revista digital Plan V documentó el caso de narcobanano más emblemático, en diciembre de 2019. Este se vincula con Arbër Çekaj, un albanés dedicado a la exportación de banano desde Ecuador y Colombia hacia Europa. A pesar de que en 2015 fue acusado de contaminar cajas de banano con cocaína, siguió exportando la fruta hasta 2018 por la misma ruta desde Ecuador. El artículo citado sostiene que “Çekaj registró la empresa Arbri Garden en mayo de 2012 y rápidamente comenzó a mandar bananos de Ecuador a Albania. Según los registros de exportaciones de Arbri Garden, el albanés llevó banano a su país a través de 18 empresas ecuatorianas exportadoras de esta fruta”. Y añade que el albanés “fue un hombre de bajo perfil hasta el 28 de febrero de 2018. Ese día la Policía albanesa emitió una orden de arresto contra Çekaj, después de que se hallaran 613 kilos de cocaína en uno de sus cargamentos”.
El 31 de marzo de 2022, el portal digital La Posta hizo público un video en el que se negociaba el cargo de viceministro de Agricultura por 2.800.000 dólares. El 21 de julio de 2022, la Policía hizo allanamientos en cuatro provincias para detener a ocho personas integrantes de una red criminal dedicada a vender cargos en entidades públicas como el Servicio Nacional de Aduanas del Ecuador (Senae). Una de las viviendas allanadas fue la del político Juan José Pons, quien fungía de consejero ad honorem de Lasso en la Presidencia de la República. El comunicado de la Fiscalía señaló que ofrecieron cerca de tres millones de dólares por la Subdirección de Operaciones de Aduanas. Ese monto iba a ser financiado por los exportadores a cambio de que pudieran cobrar favores en el futuro, concluyó la Fiscalía. La principal industria de exportación ecuatoriana era así avasallada por los tentáculos del crimen organizado.
Este es otro factor que alimenta la espiral homicida, y ningún gobierno atina a enfrentarlo con eficacia. Menos aún el de Noboa, cuya familia es dueña de la mayor exportadora de banano ecuatoriano.
Repensar el modelo
Recientemente, Andreas Feldmann y Juan Pablo Luna han dado en el clavo al sugerir la importancia de repensar la relación entre las instituciones y el modelo de desarrollo de los países latinoamericanos, ya que los períodos de crecimiento económico pueden encubrir una “trampa del desarrollo de la economía ilícita”, tal como ha ocurrido en el caso ecuatoriano. Como se observa, ni el desmontaje institucional en el sector de la seguridad ni las políticas de ajuste fiscal explican completamente la ola de violencia homicida que consume al país. La violencia letal y la grave criminalidad que abrasa al Ecuador son un fenómeno social complejo, dinámico y entrópico, que exige más investigación empírica y desapasionamiento ideológico.
La declaratoria de “conflicto armado interno” por parte del presidente Noboa encaja como anillo al dedo con la estrategia que ha preparado el Pentágono desde que Lasso propusiera a la Casa Blanca la necesidad de un “Plan Ecuador” el 8 de junio de 2022. En diciembre del mismo año, el Congreso de Estados Unidos aprobó la Ley de Asociación Ecuador-Estados Unidos para que en el plazo de 180 días el Departamento de Estado diseñara una estrategia de intervención para el país sudamericano. En ese marco, a mediados de 2023 se instaló un Grupo de Trabajo Bilateral de Defensa entre ambos países, que resultó en un acuerdo para invertir más de 3.100 millones de dólares en el fortalecimiento de las Fuerzas Armadas ecuatorianas. El acuerdo se implementará en un plazo de siete años, hasta 2030. Finalmente, en octubre de 2023, el canciller ecuatoriano y el embajador de Estados Unidos firmaron el Acuerdo relativo al Estatuto de las Fuerzas, que establece los privilegios, subsidios y condiciones que tendrá el personal del Departamento de Defensa y sus contratistas extranjeros en territorio ecuatoriano.
Así, el último ciclo de violencia criminal abrió una ventana de oportunidad para que el alto mando de las Fuerzas Armadas y la Embajada de Estados Unidos modifiquen el escenario estratégico en su favor. Con la declaratoria de “conflicto armado interno”, las Fuerzas Armadas asumen la dirección del Estado, subordinan a la Policía Nacional y cierran el paso a los cuestionamientos sobre sus miembros por la infiltración del crimen organizado. El 11 de enero, la Corte Constitucional aprobó el dictamen favorable para el acuerdo, mientras el Departamento de Estado anunció la llegada a Quito de una delegación del más alto nivel para coordinar su implementación.
En estas circunstancias, la declaración de “conflicto armado interno” está generando el efecto deseado por las élites económicas y la derecha neoliberal para anclar la gobernabilidad en una total liberalización de la economía, en el marco de una progresiva militarización de la sociedad.
Si estos planes surten efecto, Noboa puede convertirse en una suerte de “Bukele sudamericano” y prologar su mandato como tanto desea. Por ahora, ha ofrecido dos cárceles al estilo salvadoreño y pretende imponerse a sangre y fuego con el aplauso de una sociedad atemorizada por la “amenaza terrorista”. Pero con las fuerzas de seguridad contaminadas por el crimen organizado, sólo queda una certeza: a la violencia criminal le seguirá la violencia política. Y Ecuador no saldrá de la espiral de violencia que lo azota.
Luis Córdova-Alarcón es doctor en Ciencia Política por la Universidad de Salamanca, y director del programa de investigación Orden, conflicto y violencia, en la Universidad Central del Ecuador. Este artículo fue publicado originalmente por Nueva Sociedad.