Gustavo Petro comenzó el segundo tercio de su mandato en medio de una coyuntura difícil. Su confrontación con dos altos funcionarios del Estado, el saliente fiscal Francisco Barbosa y la procuradora Margarita Cabello, llegó a su cenit a inicios de febrero. La suspensión de tres meses del ministro de Relaciones Exteriores, Álvaro Leyva, por parte de la Procuraduría y el irregular allanamiento de la Fiscalía a la Federación Colombiana de Trabajadores de la Educación (Fecode) motivaron que el presidente denunciara internacionalmente el riesgo de una “ruptura institucional” que amenazaría la continuidad de su gobierno. A esto se suma la tensión entre el presidente y la Corte Suprema de Justicia, que ha motivado duras críticas contra Petro.
El exguerrillero, que asumió en agosto de 2022 como el primer presidente de izquierda de Colombia en más de un siglo y medio, enfrenta una triple tenaza. En primer lugar, el reloj avanza y le exige mostrar logros de política pública para satisfacer las altísimas expectativas de cambio generadas al momento de tomar posesión del cargo. En segundo lugar, la baja ejecución presupuestaria de 2023 revela problemas en la puesta en marcha de su proyecto político. Y finalmente, la inestabilidad, que el gobierno denuncia como una potencial “ruptura institucional” enrarece el ambiente político y amenaza con obstaculizar su gobernabilidad.
Doble estándar
La denuncia de Petro sobre una posible ruptura institucional fue motivada por tres hechos simultáneos: las investigaciones de la Fiscalía sobre el financiamiento de la campaña presidencial, las reiteradas sanciones de la procuradora contra altos funcionarios del gobierno y la tardanza de la Corte Suprema de Justicia en el proceso de elección de la nueva fiscal general de la Nación. A juicio del presidente, los tres eventos son síntomas de un clima de desestabilización que condiciona su mandato. Merece la pena, por tanto, rastrear el origen de esta tensión.
La presidencia de Iván Duque (2018-2022) fue atravesada por una paradoja. Su impopularidad y sus problemas de liderazgo se reflejaron, respectivamente, en un constante descontento popular expresado en dos estallidos sociales de alcance nacional y en una notoria incapacidad para cohesionar a su coalición de gobierno y las alianzas de clase que lo sostuvieron. La fortaleza de la oposición de izquierda tuvo como correlato la debilidad y la fragmentación de la derecha, tendencias que abrieron el camino hacia la elección de un gobierno alternativo. No obstante, esa debilidad en la relación de fuerzas no se reflejó en el interior del Estado, pues el entonces presidente Duque logró dominar los principales organismos de control e investigación judicial con políticos de su entera confianza.
Francisco Barbosa, quien fuera compañero de estudios de Duque y su consejero presidencial para los derechos humanos y asuntos internacionales, fue elegido como fiscal general el 30 de enero de 2020. Un año más tarde, Margarita Cabello fue electa como jefa de la Procuraduría. Abogada conservadora desconocida por la opinión pública hasta 2009, cuando el entonces presidente Álvaro Uribe la ubicó en la terna para la elección de fiscal general –puesto que finalmente no consiguió–, Cabello tuvo un rápido ascenso profesional que la llevó a ocupar una silla como magistrada de la Corte Suprema. Ese éxito profesional no sólo se debió a sus calidades como jurista; también se explica por su cercanía con el expresidente Uribe y con Alejandro Ordóñez, abogado ultraconservador y exprocurador general, que en su juventud organizó quemas de libros de Gabriel García Márquez, Karl Marx y Jean-Jacques Rousseau y fue una figura clave en la destitución del hoy mandatario Petro cuando fungía como alcalde de Bogotá.
He aquí la paradoja. Duque ha pasado a la historia como un presidente débil, con un liderazgo endeble, pero exitoso en controlar cargos estratégicos que inhibieron posibles contrapesos institucionales durante su mandato, y que quedaron instalados para controlar –y confrontar– al gobierno de Petro.
La importancia de Barbosa y Cabello no sólo se sustenta en sus vínculos políticos y en su relevancia institucional en uno de los países con mayor número de abogados por metro cuadrado. También es crucial el vacío estratégico que han llenado. Frente al gobierno de Petro, el fiscal Barbosa y la procuradora Cabello ocuparon el lugar que no ha tenido la oposición en el Congreso, que luce desorientada, sin vocerías claras y sin liderazgos con alta capacidad de convocatoria.
Esto permite comprender el marcado doble estándar que ha caracterizado sus actuaciones públicas. Cabello ha sido inclemente con funcionarios del gobierno nacional, aprovechando zonas grises de la interpretación jurídica, pero ha evitado ejercer acciones frente a graves escándalos protagonizados por sus círculos cercanos, como ha ocurrido con el entorno de la familia Char, la casa política más poderosa del Caribe colombiano. Barbosa, por su parte, procuró favorecer a Uribe en el proceso penal que enfrenta por manipulación de testigos, con argumentos que varios jueces han rechazado por infundados pero que le han permitido al expresidente ganar tiempo. Tales actuaciones en los procesos judiciales se complementaron con una excesiva aparición pública del ex fiscal general, que fue un franco opositor a la política de paz del gobierno y procuró situarse, con constantes enfrentamientos con el jefe de Estado, como la figura más relevante de la oposición.
Las acciones de la Procuraduría y la Fiscalía han sido una constante sombra para Petro, pero en las últimas semanas dos factores profundizaron la tensión. La suspensión del canciller por parte de la procuradora, por un caso vinculado a la licitación de los nuevos pasaportes, se sumó al allanamiento a la sede del sindicato de maestros –la organización social con mayor número de afiliados del país– por una supuesta financiación irregular de la campaña presidencial en el marco de las acusaciones contra Nicolás Petro, el detenido hijo del presidente.
Esa selectividad simultánea de los dos principales contrapesos del gobierno motivaron una respuesta tan polémica como poco estratégica del presidente: la denuncia de una ruptura institucional en marcha. El presidente asumió que se trata de un ataque concertado que ponía en riesgo la estabilidad de su gobierno y prendió las alarmas.
¿Una tormenta perfecta?
El sucesor del fiscal Barbosa debía ser nombrado por la Corte Suprema de Justicia a partir de una terna enviada por la Presidencia. Ante las tensiones con el fiscal, el gobierno se apuró a enviar la terna en agosto de 2023, postulando a tres juristas –Luz Adriana Camargo, Ángela María Buitrago y Amelia Pérez– de amplia y reconocida trayectoria. Tal gesto temprano buscaba que, al final del período de Barbosa [el 12 de febrero], la Corte Suprema ya tuviera su reemplazo, para evitar una larga etapa de interinidad que podía beneficiar a la oposición. [Sin embargo, recién seis meses después de enviada la terna, el martes, fue electa Luz Adriana Camargo como nueva fiscal general. Antes, ejerció como fiscal interina la número dos de la Fiscalía, Martha Mancera].
Mancera no sólo es conocida ante la opinión por ser la sombra de Barbosa. En los últimos meses pasó del anonimato al cuestionamiento por serias denuncias que la acusan de favorecer una estructura de narcotráfico en el interior de la Fiscalía. En su columna dominical, el abogado Ramiro Bejarano denunció un seguimiento por parte de la Fiscalía, lo que llevó al medio Cuestión Pública a confirmar que “desde el despacho de la entonces vicefiscal Martha Mancera, hoy [antes de la designación de Camargo] fiscal general encargada, se habría creado una unidad paralela que actuaba bajo sus indicaciones, pero sin notificaciones judiciales para investigar a personalidades o asuntos incómodos para la Fiscalía de Francisco Barbosa”.
Valga añadir que Bejarano es uno de los abogados defensores del senador de izquierda Iván Cepeda, quien fuera víctima de un frustrado montaje judicial en su contra, caso que motivó que hoy la Justicia indague sobre la responsabilidad penal de Álvaro Uribe en esos hechos.
Torpezas estratégicas
Ante semejante situación, sectores afines al gobierno salieron al ataque. Pasaron de denunciar el riesgo de ruptura institucional a convocar a una movilización que reforzara la posición de Petro y que, a su vez, llamara a la elección inmediata de la nueva fiscal general. No obstante, a veces un paso adelante implica varios pasos atrás, y la convocatoria fue una exhibición de torpeza en varios aspectos. Se convocó el 8 de febrero, en la misma fecha en que la Corte se reuniría para votar; además, no fue claro si la convocatoria provenía de los sectores sociales afines a Petro o si era impulsada por el propio gobierno. La combinación de esos dos factores bien podía interpretarse como una presión a la Corte y como una amenaza a la independencia judicial.
No fue claro tampoco si los manifestantes debían dirigirse a la Fiscalía para protestar contra Barbosa y Mancera, hacia la Corte Suprema para reclamar la decisión, o si debían acercarse al Palacio Presidencial para respaldar a Petro.
Cuando a mediodía de ese jueves se conoció que la Corte no había llegado a una decisión en firme, un pequeño grupo de manifestantes enardecidos se dirigió a la entrada del Palacio de Justicia e intentó entrar por la fuerza. Aunque no estuvo en riesgo la integridad de ningún magistrado, la imagen de una agresión contra la administración de justicia fue bien aprovechada por sectores de la oposición y por la prensa corporativa que tiene una línea editorial adversa al gobierno. La jornada terminó con una declaración de la Corte Suprema rechazando las agresiones en su contra e insistiendo en la autonomía de sus funciones.
¿Ruptura institucional?
“Esto es más complejo de lo que creemos, y hoy el desafío de nosotros es que Petro no se quede cuatro años, ni que acabe con la libertad, ni con lo que hemos construido”. Estas palabras fueron pronunciadas por la senadora de derecha radical María Fernanda Cabal, regente de la familia que dirige la asociación de los ganaderos, defensora de militares acusados de violar derechos humanos y confesa admiradora de Javier Milei, Jair Bolsonaro, Nayib Bukele y Donald Trump. La cercanía de Cabal con exmilitares opositores al gobierno, como el general Eduardo Zapateiro, sumada a las presiones que se recibían de la procuradora y el fiscal, son razones que favorecieron las teorías sobre planes de desestabilización o conspiraciones de largo alcance.
Sin embargo, ninguno de los hechos denunciados por Petro constituye una inminente amenaza a la estabilidad de su gobierno y tampoco existen evidencias sobre un plan golpista con posibilidades de concretarse. La economía colombiana se mantiene estable, no se conocen insubordinaciones significativas en las fuerzas militares, la oposición no tiene una capacidad de movilización significativa ni cuenta con una figura carismática capaz de concitar un apoyo masivo, no se registran tensiones con el gobierno de Estados Unidos y los acercamientos entre el gobierno y los grandes empresarios colombianos han logrado limar asperezas.
Además, a diferencia de otros países, la Constitución colombiana no incluye la figura del juicio político para el presidente ni normas de revocatoria del mandato. La única figura jurídica que podría habilitar un proceso de destitución es un proceso judicial que se derive de una acusación penal en el Congreso, un procedimiento dispendioso que sólo podría concretarse bajo dos condiciones: si hay serios indicios de la comisión de un delito por el jefe de Estado y si el Ejecutivo no logra asegurar mayorías en el Congreso para impedir su condena.
Más allá de las declaraciones de algunas figuras de la oposición que compensan sus problemas de liderazgo con una calculada virulencia retórica, el gobierno nacional no enfrenta una seria tentativa desestabilizadora, sino a una oposición que busca aprovechar una coyuntura difícil para el presidente. Además de los casos mencionados, las denuncias de gastos excesivos de la primera dama, Verónica Alcocer, los rumores sobre cambios de ministros, el recrudecimiento de la violencia y los asesinatos de líderes sociales, los problemas en el trámite de las reformas a la seguridad social en el Congreso y los bajos indicadores de ejecución son algunos factores que han afectado la imagen del gobierno.
En este contexto, la figura del “golpe blando”, que aparece en los discursos presidenciales desde el inicio de su mandato, puede ser contraproducente, pues pone al oficialismo en una actitud defensiva, invirtiendo más energías en la defensa ante rivales potenciales que en la ejecución de su programa de gobierno.
Tensiones y oportunidades
El gobierno de Petro entra en un segundo tercio en el que tiene la obligación de alcanzar mayores avances en sus políticas, de reivindicar la renovación de su alianza con los movimientos sociales que le dieron la victoria en 2022 y de asegurarse estabilidad ante los ataques de la oposición.
A pesar de sus dificultades y del paso del tiempo en un país sin reelección presidencial, el gobierno todavía cuenta con un importante margen de acción. Ante las dificultades en su relación con los sectores del Estado que no controla, puede profundizar la ejecución en las materias que dependen de sus propias competencias. Los avances en la política de reforma agraria, la implementación de la política de transición energética y el giro en la política social que podrá facilitar el nuevo Ministerio de la Igualdad –encabezado por la vicepresidenta Francia Márquez– son algunos procesos que el gobierno puede convertir en ejes exitosos de su proyecto de cambio.
Petro también tiene el desafío de propiciar una transición en los organismos de control que permita una fortaleza institucional democrática, con ternas para la Procuraduría y la Defensoría del Pueblo integradas por personas identificadas con valores democráticos y de cambio.
Asimismo, el gobierno tiene la oportunidad de recomponer sus relaciones con los movimientos sociales, procurando la generación de un diálogo horizontal, ligado a la efectividad en el cumplimiento de su programa. Sin la participación activa de la movilización social, algunas políticas serán imposibles; dos buenos ejemplos son la política de reforma agraria, que requiere un diálogo constante con el movimiento campesino, indígena y afrocolombiano, y las propuestas de transición energética que requieren fuerza comunitaria.
Por último, tal vez el reto más difícil de este gobierno es el de avanzar en la política de paz. La administración de Petro partió de una apuesta ambiciosa al promover simultáneamente procesos de negociación política con los rebeldes del Ejército de Liberación Nacional, acercamientos con las disidencias de las antiguas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y el sometimiento de grupos de narcotraficantes y paramilitares. Sin embargo, hasta ahora la política de “paz total” no ha traído resultados tangibles, mientras varios grupos armados han recrudecido sus acciones, lo que ha generado una nueva ola de violencia que afecta a múltiples comunidades y que pone en riesgo a buena parte de los liderazgos sociales.
2024 es, sin duda, el año decisivo del gobierno de Petro. Aunque enfrenta una coyuntura convulsa, aún tiene la posibilidad de avanzar políticamente y de recomponer un proyecto que sigue vigente y con posibilidades de generar cambios cruciales en la sociedad colombiana.
Alejandro Mantilla Quijano es licenciado y magíster en Filosofía por la Pontificia Universidad Javeriana, con estudios de Doctorado en Filosofía en la misma universidad. Ha sido profesor de cátedra del Departamento de Ciencia Política de la Universidad Nacional de Colombia. Una versión más extensa de este artículo fue publicada originalmente en Nueva Sociedad.