Si los discursos y promesas de un candidato en campaña son un indicativo de sus prioridades e intereses como presidente, las palabras pronunciadas por Donald Trump en los últimos meses auguran un futuro sombrío para millones de personas en América Latina.

De manera recurrente, Trump retrató a los latinoamericanos, y en especial a los migrantes venezolanos, como “asesinos”, “criminales”, “pandilleros”, “monstruos” que ocupaban apartamentos en Colorado o “acuchillaban” mujeres en Carolina del Norte. Decía que usaban armas largas, tipo AK-47, y equiparaba la violencia brutal del Tren de Aragua con la de la legendaria Mara Salvatrucha o con la del Congo africano.

Dijo que había que detener esa “invasión” de maleantes que no era espontánea, sino un plan de los otros países de la región que consistía en vaciar sus cárceles y sus asilos para “exportar” a los más peligrosos y enfermos –incluso en avión– hasta la frontera con México, convirtiendo a los estados limítrofes, como Arizona, en un “vertedero de criminales”. No fueron pocas las veces que mintió al afirmar que los índices de criminalidad en Venezuela y Colombia habían bajado gracias a esa estrategia.

En sus discursos Trump mencionó a Venezuela o a los venezolanos 348 veces, y cuando no los criminalizó, dijo que su petróleo era puro “alquitrán” y que si Kamala Harris ganaba, Estados Unidos sería “como Venezuela en esteroides”. A los demás países de América del Sur los nombró poco (Colombia seis veces, Perú tres, Chile dos y Ecuador una), y la mayoría de las veces los pintó como lugares que exportan criminales: “Kamala dejó entrar al líder de una banda peruana que había cometido 23 asesinatos”, dijo en uno de sus discursos.

Estos datos fueron parte de un análisis realizado por el medio La Silla Vacía (Colombia), con la ayuda de la inteligencia artificial a las transcripciones de todos los discursos en 148 eventos de campaña en diferentes estados, y que fueron compartidos con nuestro equipo para este reportaje.

Trump sólo se expresó de manera menos peyorativa o positiva acerca de Brasil (nombrado cuatro veces), como un país “fuerte” que cobra demasiados aranceles a Estados Unidos, y Argentina (cinco veces), un lugar donde un “tipo” (Javier Milei) utilizó la plataforma MAGA (siglas de Make Argentina Great Again) para ganar las elecciones y ahora, como presidente, “lo está haciendo muy bien”.

Esta misma retórica estigmatizante sobre los “bad hombres” que vivían al otro lado de la frontera lo llevó por primera vez a la Casa Blanca en 2017. No fue simplemente una estrategia para exacerbar los miedos de los electores en campaña, sino que Trump mantuvo su narrativa antiinmigrante durante los cuatro años de gobierno, en los que endureció sus medidas de control, expulsó a cientos de miles de personas que llegaban a la frontera sur a pedir asilo bajo una medida extraordinaria conocida como Título 42, y canceló varios acuerdos de TPS (Estatus de Protección Temporal).

Los demás asuntos con América Latina le importaron poco. Aunque renegoció el tratado de libre comercio con México, dejó de buscar nuevos acuerdos comerciales con otros países de la región. También redujo la cooperación y la financiación internacional, socavó el multilateralismo y otros espacios de trabajo conjunto en todo tipo de temas, y mantuvo una postura dura de sanciones y ausencia de diálogo hacia los países que considera enemigos (Venezuela, Cuba y Nicaragua), lo que no consiguió sino agravar la crisis política y económica en estos países.

De todos los presidentes estadounidenses de las últimas décadas, tal vez Trump ha sido el menos interesado en lo que sucede en América Latina, que otrora fue considerada el “patio trasero” de Estados Unidos por mandatarios injerencistas, tanto republicanos como demócratas. Esa doctrina, sin embargo, se ha transformado y perdido fuerza.

“América Latina ha sido un asunto secundario para Estados Unidos en las últimas décadas y sólo surge como preocupación cuando hay problemas, crisis políticas o factores que impactan a Estados Unidos de forma más directa”, dijo Michael McKinley, exembajador en Perú, Colombia y Brasil, al analizar las relaciones en un reciente podcast de la organización, Network 20-20, especializada en política exterior.

Teniendo en cuenta los antecedentes de su primera administración y el olvido creciente de la política exterior estadounidense hacia la región, es poco probable que Donald Trump le preste mayor atención a lo que suceda al sur de la frontera en los próximos años, a menos que pueda sacar provecho de ello. Lo paradójico es que aunque le dé la espalda –¿el patio como botadero?–, su presidencia terminará afectando política, económica y socialmente a la región.

Más allá del discurso demagógico: cambiar las reglas y el balance de poder

“Creo que a Trump sólo le importa la inmigración con América Latina, aunque no pueda pararla ni con deportaciones masivas”, dice a Ojo Público el economista James Robinson, profesor de la Universidad de Chicago y galardonado con el Nobel de Economía 2024 junto con Daren Acemoglu y Simon Johnson por sus investigaciones sobre la relación entre la calidad de las instituciones, el crecimiento económico y la democracia. Son las instituciones las que pueden hacerle un contrapeso a la idea de las deportaciones masivas, que, en principio, serían inviables, ya que no existen ni los recursos, ni la capacidad institucional, ni la legislación que permitan llevarlas a cabo.

Pero es posible que, sintiéndose envalentonado porque ahora tiene al Senado y a la Corte Suprema de su lado, Trump intente reformar la ley para violar el debido proceso que existe en el mecanismo del deportación actual. Varias veces ha mencionado que invocará el Alien Enemies Act de 1798, una medida de guerra que autoriza al presidente a deportar a extranjeros de ciertos países considerados enemigos. También ha dicho que va a cambiar las reglas para usar a la Guardia Nacional en labores que sólo le corresponden al ICE (Servicio de Control de Inmigración y Aduanas).

Y aunque no hay presupuesto para llevar a cabo este tipo de operaciones que son muy costosas, Trump le dijo a una periodista de NBC que “no es una cuestión de precio. No lo es... de verdad, no tenemos otra opción. Cuando la gente ha matado y asesinado, y cuando los capos de la droga han destruido países, tienen que volver a esos países porque aquí no se van a quedar”. ¿De dónde sacará los recursos?

“Creo que su política fiscal será muy imprudente y arbitraria. Así lo ha sido con sus empresas y negocios”, dice Robinson. Considera que una de las primeras batallas institucionales de Trump será con el Banco Central, una movida clásica de los mandatarios populistas que buscan socavar su independencia para imprimir papel moneda y así financiar sus proyectos políticos, aunque en el proceso lleven a sus países a la ruina económica, como sucedió en Venezuela.

El Migration Policy Institute estima que hay alrededor de 11,3 millones de indocumentados en Estados Unidos. El 65% son mexicanos y centroamericanos, pero también hay un 10% de sudamericanos, principalmente venezolanos, colombianos y brasileños, y un 4% de isleños del Caribe.

Para deportarlos en avión, el gobierno de Estados Unidos tendría que reanudar relaciones con países como Venezuela, Cuba y Nicaragua, o llegar a un acuerdo con terceros países para que los reciban, como lo hizo antes con México y los países del Triángulo Norte centroamericano, mientras estuvo vigente el Título 42. “Es un modelo que se está utilizando en todas partes. Los italianos están tratando de exportar personas a Albania, los ingleses a Ruanda. Así que es muy posible que [Trump] lo haga”, dice Robinson.

Los métodos transaccionales y punitivos de Trump

Teniendo en cuenta lo difícil y costoso que resultaría deportar a 11 millones de personas en avión, Trump podría llevar a cabo algunas operaciones muy mediáticas para mostrar que está cumpliendo su promesa. Su recién nombrado “zar de la frontera”, el exdirector del ICE Thomas Homan, dio a entender que se harán detenciones selectivas y operaciones en plantas de trabajadores. Si las hacen en los estados limítrofes, será más fácil expulsar a los indocumentados detenidos por la frontera con México.

Lo más probable es que la presidenta de este país, Claudia Sheinbaum, colabore con los nuevos planes, tal como lo hizo su antecesor, después de que Trump amenazara con subir los aranceles en un 25% a todos los productos mexicanos. Esa misma amenaza la está repitiendo ahora.

Pero hay una diferencia importante: Trump suele menospreciar a las mujeres, aunque sean jefas de Estado, y no tratará a Sheinbaum como trataba a Andrés Manuel López Obrador (AMLO). Además del tema migratorio, la presionará para que obtenga mayores resultados en la guerra contra los carteles que producen y comercializan el fentanilo, mucho más de lo que presionó a AMLO en su anterior administración.

El estilo de política exterior de Trump se basa en las relaciones personales bilaterales y se divide entre aliados y adversarios. No obstante, estas categorías pueden ser acomodaticias y pasan por otras consideraciones: qué tanta fuerza, autoridad, recursos y mano dura exhiben otros mandatarios, aunque sean de ideologías contrarias, como Vladimir Putin.

En ese sentido, es una interrogante cuál será su relación con Nicolás Maduro. “Trump utiliza a Venezuela como instrumento retórico para decir que es lo peor que hay en el planeta, pero hemos visto que ha hecho pactos con el diablo si le conviene”, dice Renata Segura, directora del programa para América Latina y el Caribe de Crisis Group.

Nicolás Maduro lo sabe. Horas después de que se conociera el resultado electoral, se apresuró a felicitar a Trump y a enviarle un mensaje conciliador para entablar una relación distinta a la que mantuvieron en el pasado, cuando Maduro lo llamaba “miserable” y “mafioso” y Trump lo tildaba de “títere de Cuba” y “tirano”. Fue un momento en que se impuso la línea dura desde Washington, máxima presión y sanciones colectivas, y el reconocimiento de Juan Guaidó como presidente interino en 2019.

Pero, según Geoff Ramsey, experto en las turbulentas relaciones entre ambos países y senior fellow del Adrienne Arsht Latin America Center del Atlantic Council, el momento ahora es distinto: “Trump sólo está viendo a Venezuela a través del lente de la migración; no ha dicho nada sobre la democracia ni sobre los derechos humanos, y no ha mencionado a María Corina Machado ni a Edmundo González”.

Es previsible que el tema migratorio sea utilizado tanto por la oposición venezolana como por el gobierno de Maduro para buscar algún tipo de transacción y apoyo de Trump. Uno de los mensajes en la red social X de María Corina Machado resaltaba que, sólo con el regreso de la oposición al poder, los venezolanos que se han ido regresarán a su país y existirán condiciones favorables para la inversión económica. Y es posible que Maduro le ofrezca un nuevo entendimiento, que incluya recibir vuelos de deportados en Caracas y un mayor control por parte de los militares en la frontera con Colombia, a cambio de nuevos negocios petroleros y cierta normalización de relaciones para llevar una coexistencia, si bien distante, al menos pacífica.

Es lo que más le conviene a Maduro, pero para Trump sería políticamente costoso legitimarlo tras el fraude electoral del 28 de julio, especialmente ante su base de votantes “magazuelans” [como se denomina a un grupo de venezolanos que apoyan a Donald Trump y su estrategia Make America Great Again] y cubanos residentes en Florida, que más bien esperan que se cumplan las amenazas y castigos. Una señal clave de hacia dónde orientaría su postura, al menos a corto plazo, ha sido el nombramiento de su secretario de Estado, Marco Rubio.

El republicano de origen cubano y de línea dura considera al régimen de Maduro una narcodictadura. Sin embargo, quien tendrá la última palabra en política exterior no será Rubio, sino el presidente. Y Rubio es consciente de ello, o al menos así lo expresó en un breve comunicado al aceptar el cargo: “Bajo el liderazgo del presidente Trump, lograremos la paz a través de la fuerza y siempre pondremos los intereses de los estadounidenses y de Estados Unidos por encima de todo lo demás”.

En cualquier caso, lo que suceda en Venezuela en las próximas semanas y en su relación con Trump tendrá un impacto directo en el resto de países de la región. La ruta que miles de venezolanos –pero también colombianos, ecuatorianos, peruanos y chilenos, entre otros– han utilizado para tratar de llegar a Estados Unidos ha sido la del paso por la selva del Darién, en la frontera entre Colombia y Panamá. Siguiendo la costumbre de externalizar los controles y aduanas, Trump presionaría a Colombia y Panamá para frenar el flujo de migrantes que atraviesan por allí.

En Ecuador, el presidente Daniel Noboa tratará de forjar una alianza con la nueva administración en Washington a toda costa. Noboa quiere ser reelegido y necesita mostrar resultados rápidos en su apuesta de “mano dura” contra el crimen organizado y la violencia del narcotráfico que ha azotado al país en los últimos años. Si la condición es que Ecuador se convierta en un destino de deportaciones, tanto de connacionales como de personas de otros países, lo más seguro es que lo acepte.

Si Estados Unidos, con la visión criminalizadora y punitiva de los migrantes de Trump, corta los recursos destinados a entidades clave como las agencias de las Naciones Unidas para los refugiados (Acnur), las migraciones (OIM) o la salud (OMS) o la plataforma de coordinación interagencial RV4 (que también incluye a organizaciones religiosas y ONG), la situación para los migrantes latinoamericanos puede ser dramática, pues siempre ha sido el principal financiador. “Los kits de atención primaria o la píldora del día después, que se reparten como medidas de atención humanitaria, dependen de esos fondos”, afirma una persona que trabaja en una organización de derechos humanos en la región.

Un daño irreversible

En paralelo a una agenda que avanza en detrimento de los derechos está una agenda económica que será proteccionista, pero también geopolítica. “Ya vimos en la primera administración de Trump un interés por priorizar la contención de la influencia china y rusa en el hemisferio, y creo que eso va a continuar”, dice Geoff Ramsey.

Según el Proyecto 2025, el objetivo de su apuesta económica no es sólo hacer grandes negocios, sino asegurar importantes recursos minerales en el continente y sacar a China de la carrera. El gigante asiático ha avanzado a grandes pasos en América del Sur en los últimos años, invirtiendo en proyectos importantes de infraestructura como el metro de Bogotá o el puerto de Chancay, en Perú, y ha prestado miles de millones a distintos países de la región. Se estima que la deuda con China asciende a 130 billones de dólares, de los cuales la mitad corresponde a Venezuela.

China también ha negociado toda clase de acuerdos comerciales con varios países, entre ellos Perú. “Esto tiene un impacto positivo y uno negativo. Lo positivo es que el país ya no depende de los cambios de la política estadounidense, porque lo que se avecina es bastante preocupante, con los aranceles y el tratado de libre comercio con Estados Unidos. Lo negativo es que China no necesariamente se preocupa por temas de derechos humanos, de respeto de las libertades políticas, etcétera, por parte de sus socios”, dice Paolo Sosa, politólogo e investigador del Instituto de Estudios Peruanos (IEP).

En esta competencia económica, se habla de la idea de nearshoring (trasladar procesos, servicios o funciones a países cercanos geográficamente) y, en ese sentido, para Estados Unidos será prioritario lo que pueda lograr con su país vecino, México, y con algunos países de América Central. Según James Robinson, no se trata de una idea descabellada, si se tiene en cuenta el contexto: nos estamos moviendo hacia una situación similar a la de la Guerra Fría, especialmente si China trata de anexarse a Taiwán.

El regreso de Trump también es el regreso a la explotación sin freno de combustibles fósiles dentro y fuera de su territorio. Queda la pregunta de si otros países de la región, como México y Brasil, van a seguir el mismo camino en el sector petrolero. También hay que ver qué pasa con la minería en el continente, ya que se calcula que el 60% de las reservas de litio, cobre y otros minerales clave se encuentran en países como Chile, Perú, Bolivia, Colombia y Venezuela.

La primacía de la explotación sin restricciones en el hemisferio, sin embargo, afectaría a varios de los planes y compromisos internacionales logrados en los últimos años para tratar de frenar los peores efectos del calentamiento global. La Agenda 47 de Trump plantea explícitamente la retirada de los Acuerdos de París. Queda la incógnita de cuál será la posición de algunos gobiernos de la región ante esta realidad.

Quizás el líder más vehemente contra el calentamiento global en América Latina ha sido Petro, pero no tiene el mismo peso que Lula. Y aunque su gobierno ha hecho esfuerzos por detener la deforestación en la Amazonia que avanzó con Jair Bolsonaro, es dudoso que Lula esté dispuesto a ser el líder de la región que se enfrente a Trump por la defensa del medioambiente.

Tampoco se vislumbra que una alianza fuerte como bloque de países –ni la Unasur, ni la Alianza del Pacífico, y mucho menos la Celac o la CAN– que pueda hacerle contrapeso a Trump. Al igual que en los otros temas, Trump sólo negociará de manera directa y bilateral cualquier acuerdo con cada país, si ve que le conviene, baipaseando cualquier esfuerzo diplomático conjunto.

Mientras tanto, avanzará en el desmonte de lo poco que ha logrado Estados Unidos en materia ambiental. Dentro del Proyecto 2025 está contemplada la revisión minuciosa y el posible congelamiento de cada uno de los acuerdos internacionales firmados en los últimos tiempos, así como el recorte de los fondos destinados a esta causa en otros países.

“La próxima administración conservadora debería rescindir todas las políticas climáticas de sus programas de ayuda exterior (en concreto, la Estrategia Climática 2022-2030 de Usaid); cerrar las oficinas, programas y directivas de la agencia diseñados para promover el Acuerdo Climático de París; y limitar estrictamente la financiación a los esfuerzos tradicionales de mitigación del cambio climático”, dice el documento de Proyecto 2025. También recomienda dejar de patrocinar y colaborar con organizaciones progresistas, fundaciones y ONG de activistas del “fanatismo climático”.

Para Donald Trump y varias de las personas que lo rodean, el calentamiento global es un “gran engaño”. No creen en la ciencia ni en la evidencia científica al respecto, dice Renata Segura, y añade: “De todas las cosas graves, lo más grave es lo del clima. La erosión democrática tiene reverso; el calentamiento global, no”.

Una versión más extensa de este artículo fue publicada originalmente en Ojo Público.