El miércoles 21 de febrero de 2007, Daniel Cantú Iris, de 23 años, salió de su casa en Saltillo, Coahuila, un estado del norte de México, para ir a la marmolería en la que trabajaba luego de graduarse como ingeniero industrial. Vivía con su madre, Diana, y con su padre, Mario. Avisó que regresaría el viernes, quizá el sábado. No volvieron a verlo.

Daniel era un joven deportista con sentido del humor. Desde niño practicaba ciclismo e incluso había sido campeón nacional. Le gustaba bailar. Dos semanas antes, la familia, que incluía a su hermano mayor, Alejandro, y a la menor, Mariana, había celebrado los 50 años de su madre. Hubo baile, abrazos, regalos. Alegría. Fue uno de los últimos recuerdos felices de Diana. “Nunca nos imaginamos que muy pronto íbamos a vivir una enorme pesadilla”, dice esta ingeniera química más de 18 años después.

Cuando Daniel desapareció junto con su jefe, Francisco León García, y el chofer José Ángel Esparza León, hacía sólo tres meses que Felipe Calderón había asumido como presidente y declarado la “guerra contra el narcotráfico”, que marcó el inicio de una de las tragedias humanitarias más graves de América Latina y que hoy, según las cifras oficiales, se traduce en más de 133.000 personas desaparecidas.

En un principio, la familia pensó que se trataba de un secuestro y esperó el pedido de un rescate que nunca llegó. Diana, que se dedicaba a las tareas del hogar, interpuso denuncias policiales, habló con el procurador estatal, deambuló por hospitales. Con el miedo y la incertidumbre a cuestas, pensó que las autoridades la ayudarían a encontrar a su hijo. Se equivocó. En marzo de 2010, una amiga le contó que familiares de personas desaparecidas se iban a reunir en la Diócesis de Saltillo que encabezaba Raúl Vera, un obispo querido entre la comunidad por su compromiso con los derechos humanos.

“La sorpresa fue muy grande al ver que había otros familiares que estaban en la misma situación que yo; entonces me organicé para formar parte del colectivo Fuerzas Unidas por los Desaparecidos en Coahuila, que tenía poquito de haberse creado, en 2009. Fue uno de los primeros”, narra Diana.

Desde entonces, ella es una de las miles de madres buscadoras mexicanas que, ante un Estado que no deja de maltratarlas, se convierten en activistas de derechos humanos a fuerza de dolor; que exigen respuestas por sus hijas o hijos desaparecidos; que estudian legislación nacional e internacional y descubren que las desapariciones forzadas son delitos de lesa humanidad y, por lo tanto, imprescriptibles; que denuncian y se enfrentan a criminales y a políticos que, muchas veces, son lo mismo. Algunas se especializan en técnicas forenses y remueven con sus propias manos las miles de fosas clandestinas que hay en el país con la esperanza de encontrar restos de sus seres queridos. Se trata de mujeres que crean organizaciones, exigen justicia y construyen memoria; que tejen lazos, se acompañan, marchan, protestan, se rebelan y transforman su dolor individual en una lucha colectiva. Y no son las primeras.

Una pionera

En la década de 1970, el gobierno mexicano recibió a miles de exiliados perseguidos por las dictaduras latinoamericanas. Al mismo tiempo, llevó a cabo una “guerra sucia” interna para perseguir y hacer desaparecer a sus propios opositores. Uno de ellos era Jesús Piedra Ibarra, un joven de 21 años acusado de pertenecer al grupo guerrillero Liga Comunista 23 de Setiembre. Un grupo de policías lo detuvo el 19 de abril de 1975 y nunca se volvió a saber nada de él. Su madre, Rosario Ibarra de Piedra, salió a exigir por todos los medios su aparición con vida. Se transformó en una de las pioneras más visibles de las madres buscadoras.

Tres años más tarde, Ibarra de Piedra creó el Comité Pro Defensa de Presos Perseguidos, Desaparecidos y Exiliados Políticos de México, más conocido como Comité ¡Eureka!, que logró que fueran encontrados cientos de desaparecidos. Su aguerrido activismo de izquierda se fortaleció en un país que no tenía una dictadura formal, pero que tampoco era una democracia. La búsqueda de su hijo fue un camino de ida en la construcción de una sólida carrera política. En 1982, Ibarra de Piedra fue la primera mujer candidata a la Presidencia de México. Lo volvió a intentar en 1988. En las décadas siguientes asumió como diputada y senadora, y fue nominada al Nobel de la Paz. Murió en 2022, a los 95 años.

En la época en que Ibarra de Piedra perdió a su hijo, poco y nada se sabía de los desaparecidos mexicanos. El primer caso de desaparición forzada registrado fue el de Epifanio Avilés Rojas, un profesor que en 1969 fue secuestrado por un grupo de soldados en el estado de Guerrero y de quien hasta hoy se desconoce su paradero. Durante la presidencia de Luis Echeverría (1970-1976), responsable de la “guerra sucia”, las desapariciones recrudecieron. Con altibajos, este delito se mantuvo constante en los gobiernos siguientes, sin llegar a ser un problema visible, mucho menos prioritario, hasta que en 2006 llegó Calderón y declaró una guerra contra el narcotráfico que no resolvió nada y sólo exacerbó la violencia.

Hasta entonces, ya sin “guerra sucia” de por medio, las desapariciones cometidas por agentes estatales o no estatales se contaban por cientos durante cada sexenio de gobierno, pero, con Calderón y con su sucesor, Enrique Peña Nieto, ya eran decenas de miles. En la gestión de Andrés Manuel López Obrador se sumaron alrededor de 50.000 y superaron las 100.000. Y con Claudia Sheinbaum siguen imparables: hay un promedio de 40 diarias.

Cada desaparecido tiene una familia que lo espera. Al igual que Madres y Abuelas de Plaza de Mayo en Argentina o Madres de Srebrenica en Bosnia-Herzegovina, las madres mexicanas son quienes protagonizan las búsquedas. A ellas se suman madres centroamericanas porque, entre los desaparecidos, hay migrantes que atravesaban el país con la esperanza de llegar a Estados Unidos.

“¿Por qué es un fenómeno liderado por mujeres? Pues es una incógnita. De repente no sabemos por qué. La única respuesta es que las madres tenemos una relación muy grande con los hijos, una conexión que no se da nada más por casualidad. La reacción de los hombres, pues no sé, a lo mejor se sienten frustrados por lo que pasó, por pensar que ellos eran los cuidadores de la casa, los guardianes. Pero, la verdad, no encuentro una respuesta. Algunos sí vienen, son muy pocos”, reflexiona Diana.

La primera decepción

Calderón despreció a las víctimas de su guerra narco y las llamó “daños colaterales”. Peña Nieto, quien enfrentó la crisis política de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, fabuló una versión oficial para tratar de cerrar el caso. Ninguno dio respuestas a las familias. La esperanza de las madres buscadoras llegó en 2018 con López Obrador, el primer presidente de izquierda de la historia de México.

“La verdad esperábamos un cambio porque era una alternancia política muy fuerte. Nos reunimos con él, todavía no asumía, y nos prometió que no habría techo ni piso económico que limitara la búsqueda de las personas desaparecidas. Creímos en él, pero los avances fueron muy escasos. Al terminar su gobierno no le gustó que el número de desapariciones se hubiera incrementado horrorosamente y quiso obligar a maquillar los registros porque no le convenían. Tuvo la ocurrencia de mandar a checar [chequear] con brigadas del gobierno a ver si los desaparecidos habían regresado a sus casas. Les fueron a tocar la puerta a las familias, cosa que les molestó tremendamente. Fue algo muy cruel y muy perverso, una revictimización”, recuerda Diana.

López Obrador nunca quiso recibir a las madres buscadoras, a pesar de que algunas de ellas hicieron plantones que duraron semanas frente al Palacio Nacional, sede del Poder Ejecutivo. Sólo se reunió en varias ocasiones con los padres y madres de los 43 de Ayotzinapa –43 normalistas desaparecidos en Iguala, Guerrero, entre el 26 y el 27 de setiembre de 2014– y les prometió que les daría respuestas sobre sus hijos. No cumplió. Las investigaciones avanzaron, pero bastó que llegaran hasta el Ejército y su presunta responsabilidad en la desaparición de los jóvenes para que todo se paralizara.

Al final, cuando era evidente que dejaba un saldo récord de más de 100.000 personas desaparecidas, el presidente se peleó con los familiares (los acusó de dejarse manipular) y con las organizaciones de derechos humanos nacionales e internacionales (les dijo que tenían “otros intereses”). Jamás quiso reconocer que seguían las masacres, las desapariciones forzadas y masivas, los delitos de lesa humanidad, ni que el Estado era responsable. Durante su sexenio, además, se agravó la crisis forense, que se traduce en más de 70.000 cuerpos que están amontonados en morgues, sin identidad, maltratados, porque no hay personal suficiente para llevar a cabo el proceso. A veces, en el caos burocrático, los funcionarios vuelven a perder los cuerpos. Ahí están muchos de los hijos de las madres buscadoras que, sin una tumba en la que llorar, no pueden cerrar sus duelos.

En otra faceta del espanto, el portal Quinto Elemento reveló a fines de 2023 que en los últimos años se habían hallado más de 5.600 fosas clandestinas. En muchos casos son descubiertas por madres buscadoras que decidieron tomar ellas mismas picos y palas para escarbar la tierra con la esperanza de encontrar restos humanos. Es decir, para cumplir el trabajo que el Estado no hace. El 25 de noviembre de 2020, Día Internacional para Erradicar la Violencia contra las Mujeres, Sara Valle Dessens, alcaldesa de Guaymas, Sonora, provocó un escándalo al regalarles palas, cubetas, guantes de látex y cubrebocas a las integrantes de Guerreras Buscadoras para que removieran fosas, dando por hecho que les correspondía esa tarea.

Fue sólo una más de las constantes vejaciones políticas contra las madres buscadoras que, según un estudio de Amnistía Internacional, enfrentan secuelas psicológicas (insomnio y estrés crónico, depresión, ansiedad, ataques de pánico, tristeza, apatía, sentimientos de culpa, pensamientos suicidas), físicas (colitis, gastritis, diabetes, presión alta o baja, hipotiroidismo, tumores, cáncer, dolencias cardíacas, enfermedades degenerativas, resequedad, infecciones, bruxismo, problemas de huesos y parálisis facial) y económicas (invierten su patrimonio en la búsqueda, se empobrecen, pierden trabajos).

Además, suelen sufrir discriminación por motivos de género, así como por su situación económica y su identidad étnico-racial (mujeres, pobres, indígenas). La estigmatización hacia ellas, y hacia sus hijos desaparecidos, es clara: se los culpa de su propia tragedia a partir del prejuicio de que “en algo andaban”. A todo ello se suman casos de amenazas, extorsiones, ataques, desplazamientos forzados, secuestros, torturas, violencia sexual y asesinatos. Porque buscar justicia y a un familiar desaparecido en México puede costar la vida.

Las víctimas se acumulan

En agosto de 2008, Rubí Marisol Frayre, de 16 años, desapareció en Ciudad Juárez, Chihuahua. Hacía poco había sido madre y vivía con su pareja, Sergio Rafael Barraza, quien escapó con la bebé. La madre de la adolescente, Marisela Escobedo, comenzó a buscarla en soledad, ante la constante indolencia de fiscales, jueces y policías.

Meses después, gracias a su propia investigación, Marisela encontró a Barraza en otra ciudad, llamó a la Policía y lograron detenerlo. El hombre, de 26 años, confesó que había matado a Rubí. La había quemado y tirado los restos en un descampado de desperdicios porcinos. Pese a la evidencia y a la confesión, el 3 de mayo de 2010 un tribunal absolvió al homicida y lo dejó libre. Marisela se repuso de la indignación, denunció a los jueces, protestó, marchó y consiguió que un tribunal superior revocara la sentencia y lo condenara por el homicidio. Pero Barraza estaba prófugo y se había unido al cártel de Los Zetas. Ya era un hombre más peligroso, con más poder criminal. La madre intensificó su activismo y recorrió el país para buscar al asesino de su hija. Otra vez, fue ella quien volvió a encontrarlo. Luego de un operativo fallido, no pudo convencer a los policías de que lo detuvieran. Estaban coludidos con Los Zetas.

Marisela no se resignó. Se plantó durante semanas frente al Palacio de Gobierno de Chihuahua con sus mantas y carteles que exigían justicia por el asesinato de Rubí. La noche del 16 de diciembre de 2010, un sicario llegó hasta allí y la mató de un disparo. Fue la primera madre buscadora asesinada, pero no la última. En los últimos 15 años, por lo menos 30 personas (18 mujeres y 12 varones) que buscaban a hijos, hijas, hermanos, hermanas, esposos o padres han sido ejecutadas. La mayoría, a tiros. Al igual que sucede con las desapariciones, casi todos estos crímenes permanecen impunes.

El caso más reciente es el de Aida Karina Juárez Jacobo. Buscaba a su hija Goretty Guadalupe, de 26 años, desaparecida en junio en Zacatecas. El 26 de agosto de 2025 esta madre fue a buscar fosas como parte del colectivo Siguiendo tu Rastro con Amor. Al terminar su labor, la secuestraron y la mataron a balazos. Su cuerpo apareció tres días después. En abril del mismo año mataron a Teresa González Murillo, integrante de Luz de Esperanza Desaparecidos Jalisco. Buscaba a su hermano Jaime, desaparecido en setiembre del año pasado. Los sicarios entraron a su casa, trataron de secuestrarla, se resistió y la balearon en el rostro. Sobrevivió seis días. Ese mismo mes mataron a María del Carmen Morales, de Guerreros Buscadores de Jalisco. Buscaba a su hijo Ernesto Julián, desaparecido en 2024. La balearon junto con otro de sus hijos, Jaime Daniel, que también murió. En marzo asesinaron a Magdaleno Pérez, padre de Diana Paloma Pérez Vargas, desaparecida en 2019, en Veracruz. En febrero, en Zacatecas, ejecutaron a Sofía Raygoza Ceballos, madre de Frida Sofía Murillo, desaparecida en 2023 y encontrada con vida meses después de la muerte de su madre.

Son seis las personas buscadoras asesinadas durante el primer año del gobierno de Sheinbaum, la presidenta que una y otra vez asegura que, junto con ella, llegaron al poder todas las mujeres mexicanas. Todas, menos las madres buscadoras.

Una nueva decepción

La magnitud de la catástrofe humanitaria de México se traduce en la creación de cientos de colectivos que recorren el país y que se han bautizado con nombres como Las Rastreadoras por la Paz, Madres Buscadoras de Sonora, Madres Unidas y Fuertes de Baja California, Buscadoras de Nuevo León, Red de Madres Buscando a sus Hijos, Agrupación de Mujeres Organizadas por los Ejecutados, Secuestrados y Desaparecidos de Nuevo León; Colectivo Madres Unidas, Sabuesos Guerreras, Unidas por el Dolor, Guerreras en Búsqueda de Nuestros Tesoros, Unidas por Amor a Nuestros Desaparecidos, Unidas Siempre Buscando, Juntas y Unidas Seremos Más Fuertes...

En 2011, con el país ya sumido en el baño de sangre provocado por Calderón, las madres buscadoras realizaron la primera Marcha de la Dignidad Nacional. Eligieron el 10 de mayo, Día de la Madre, la fiesta familiar más importante de México, para recordarles a la sociedad y a las autoridades que ellas no tenían nada que celebrar. No saben dónde y cómo están sus hijos o hijas. No saben quiénes se los llevaron ni a dónde ni por qué. Cada año vuelven a manifestarse.

El registro audiovisual de la Marcha de la Dignidad Nacional 2025, que se realizó desde el Monumento a la Madre hasta el Ángel de la Independencia, en Ciudad de México, muestra a la mayoría de las mujeres vestidas de blanco. Algunas se protegen del sol con gorras. Una carga una pesada figura de la virgen de Guadalupe, máximo símbolo materno de este país católico. Otras visten camisetas con los rostros de sus desaparecidos y la fecha del último día que fueron vistos con vida. Los lemas se suceden: “Las madres llegarán a la verdad”, “Las madres no se rinden”, “¿Quién te buscará cuando yo ya no esté?”, “El Estado es responsable”, “México es una fosa”, “Te buscaré hasta encontrarte”.

Cada tanto se abrazan. Lloran. Gritan. Reclaman una justicia que no llega. El comunicado de la movilización está dirigido a una presidenta que, mientras fue jefa de gobierno en la capital del país, se resistió a que los colectivos instalaran la Glorieta de los Desaparecidos y ahora, al igual que López Obrador, no recibe a las madres buscadoras ni las menciona en sus discursos. “Tenga respeto por nuestra lucha y nuestro dolor”, le piden a Sheinbaum. Le proponen que actúe con “humildad y responsabilidad”, que asuma sus “debilidades y limitaciones” y acuerde con el secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) un mecanismo independiente de investigación y de impulso a la verdad y la justicia para presentarlo en la Asamblea General de la ONU. Es inútil.

Este año, el Comité contra la Desaparición Forzada de la ONU activó para México el artículo 34 de la Convención Internacional para la Protección de Todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas. La conclusión fue que este es un delito generalizado y sistemático en el país. Las cifras avalan el diagnóstico: durante el primer año de Sheinbaum en la Presidencia desaparecieron 14.765 personas, 16% más que en el último año de López Obrador. El procedimiento de la ONU implica una presión, pero, una y otra vez, la presidenta rechaza el informe e insiste en que las desapariciones las comete el crimen organizado, no el Estado. Los colectivos de familiares no piensan lo mismo, porque el Estado no asume su responsabilidad en la búsqueda de las personas y en la procuración de justicia. Así lo expuso Diana en setiembre ante el Comité contra la Desaparición Forzada, en Ginebra, donde describió la crisis humanitaria mexicana y solicitó la solidaridad internacional con la tragedia mexicana.

–¿Por qué cree que Sheinbaum no habla de ustedes, con ustedes? ¿Por qué no quiere que la ONU intervenga y ayude a buscar a los desaparecidos? –le pregunto.

–Su gobierno recibió la noticia de muy mal grado, de una manera muy grosera, diciendo que México es un país que siempre cumple con las instancias internacionales, que siempre da la bienvenida a Naciones Unidas y apoya con sus aportes. Y bueno, México es un país que cuida mucho su imagen en el exterior, ¿no? No le gustó nada que el Comité activara este artículo para decir que necesitaba trabajar en las desapariciones. Lo que no acepta México, lo que no entiende, es que no es un juicio en contra del gobierno, sino que es una oportunidad que Naciones Unidas le está dando para apoyarlo con algún mecanismo de esclarecimiento histórico, con estrategias para bajar los índices de la crisis que seguimos viviendo.

La respuesta abre otra tensión y vuelvo sobre el punto, porque cuesta entender que Sheinbaum insista, como lo hizo López Obrador, con que su gobierno es “humanista”, pero no abrace esta causa.

Diana contesta: “No sé qué pasó, la verdad. Había una esperanza, particularmente con ella, de que sí recibiera a las madres, a las organizaciones, que se refiriera al tema. Ella dice que con su triunfo llegaron todas las mujeres, pero no llegaron las madres buscadoras. No, nosotras no llegamos. No entendemos por qué. Una hipótesis, a lo mejor muy personal, es que el Estado mexicano no tiene interés en buscar a las personas desaparecidas. Para ellos es más fácil invertir en subsidios a las familias que buscar a las personas desaparecidas, porque considera que andaban metidas en algo. El prejuicio prevalece, por eso no invierten en una investigación eficaz y que tiene que ser extraordinaria, porque lo que vivimos sale de lo ordinario. Estamos pasando un período un poco difícil porque, imagínese, en mi caso ya son 18 años más que tengo de edad desde que desapareció mi hijo. 18 años que han pesado mucho. Hay muchos compañeros y compañeras que se nos han ido y eso es muy desesperanzador. Casi creemos que el Estado mexicano también le apuesta a eso, a que nos vayamos muriendo y de esa manera los casos se cierren solos”.

–¿Y ustedes qué van a hacer con esta nueva decepción política?

–Vamos a seguir luchando, porque tenemos que hacer honor a la memoria de los que no están. Sabemos que tenían un proyecto de vida y nosotros, sus padres, sus esposas, también con ellos. No podemos olvidar, porque todo esto es parte de nuestra historia, ¿y sabe también por qué? Porque no queremos que se repita, porque quisiéramos que esto parara ya, que ya no haya más familias que pasen por esto. La desaparición forzada es la peor forma de perder a un hijo.

Este artículo fue publicado originalmente en Nueva Sociedad.