Trump continúa desafiando la verdad, mostrando su afinidad con la desinformación. Desde el inicio de su segundo mandato, el presidente ha emprendido una batalla ideológica contra las libertades científicas y académicas, pilares esenciales de las sociedades democráticas, y las consecuencias ya se hacen sentir.

La Casa Blanca ha anunciado el cierre del centro de investigación de la NOAA (Administración Nacional Oceánica y Atmosférica), reconocido internacionalmente por sus avances en climatología, meteorología y estudios marinos. Al mismo tiempo, la NASA se ha visto obligada a cerrar tres departamentos estratégicos dedicados a la investigación científica. A estas medidas se suma la intención del presidente de retirar a Estados Unidos del IPCC (Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático), el principal organismo internacional en la lucha contra el cambio climático. Esta retirada supondría un cambio profundo en la política medioambiental estadounidense y podría debilitar gravemente la cooperación internacional en materia climática.

Otra resolución crítica de la administración Trump afecta directamente a la financiación universitaria. Los Institutos Nacionales de Salud (NIH), referencia mundial en investigación biomédica, con un presupuesto anual de 48.000 millones de dólares, verán reducidas sus subvenciones para gastos generales del 26% al 15%. Esta decisión compromete la operatividad de numerosos centros de investigación universitarios.

Elon Musk, actual supervisor de iniciativas de eficiencia gubernamental, respaldó públicamente esta política en X: “¿Puedes creer que universidades con decenas de miles de millones en dotaciones estaban desviando el 60% del dinero de los premios de investigación para 'gastos generales'? ¡Qué estafa!”.

Sin embargo, personalidades del mundo científico como Raphaël Rouquier, destacado matemático franco-estadounidense de la Universidad de California, en Los Ángeles, advierten sobre una situación alarmante: “Aquí, las ofertas de tesis están congeladas y una docena de personas han perdido sus visados por razones incomprensibles”.

En este ambiente hostil resuenan las declaraciones previas del actual vicepresidente J D Vance, quien en 2021 afirmó que “la universidad es el enemigo, el profesor es el enemigo”. El impacto de estas políticas recae especialmente sobre los jóvenes investigadores, quienes representan el futuro del desarrollo científico y la innovación en el país.

Más allá de los recortes presupuestarios, la administración Trump ha impuesto restricciones al uso de ciertos términos en documentos oficiales. Palabras como “desigualdad”, “género” o incluso “mujer” son, en muchos casos, censuradas, dificultando la realización de estudios comparativos entre hombres y mujeres, así como investigaciones centradas en poblaciones minoritarias.

Estas restricciones afectan también los mecanismos de financiación, influyendo directamente en la asignación de fondos según la temática de los proyectos. Dichas acciones concretan las promesas formuladas durante la campaña electoral de Trump, quien ya entonces manifestaba su intención de combatir lo que denominaba “adoctrinamiento izquierdista en la esfera académica”.

No obstante, las medidas actuales van más allá de una simple reacción contra el “wokismo” en las ciencias sociales: constituyen una amenaza real para la libertad científica y académica en su conjunto.

Frente a un panorama cada vez más inquietante, los científicos estadounidenses han comenzado a movilizarse. El 7 de marzo, el colectivo Stand Up For Science convocó manifestaciones en numerosas ciudades del país, poniendo de relieve la creciente preocupación por el deterioro de la libertad científica. Esta ola de protesta no tardó en cruzar las fronteras, dando lugar a movilizaciones simultáneas en diversas ciudades del mundo, como muestra de solidaridad internacional.

Las preocupaciones de la comunidad científica quedaron aún más evidentes el 27 de marzo, cuando la revista Nature publicó una encuesta reveladora: el 75% de los 1.600 investigadores estadounidenses consultados afirmaron que están considerando emigrar debido a las políticas científicas vigentes. Pocos días después, el 31 de marzo, cerca de 1.900 científicos de renombre firmaron una carta abierta, lanzando una señal de alarma y advirtiendo que “el aparato científico de la nación está en proceso de ser diezmado”.

En este contexto, Europa parece dispuesta a posicionarse como un refugio para los científicos afectados. En un discurso pronunciado en Estrasburgo el mismo 31 de marzo, la Comisaria Europea de Start-ups, Investigación e Innovación, Ekaterina Zaharieva, subrayó: “Como cuna de la Ilustración y la Revolución Científica, Europa tiene una responsabilidad histórica: la de proteger y promover la libertad académica”.

Esta situación resulta particularmente paradójica si se tiene en cuenta que Estados Unidos ha sido, históricamente, el epicentro mundial de la investigación científica, atrayendo a los mejores talentos internacionales gracias a sus recursos, su infraestructura y su capacidad de innovación. La comunidad científica global se enfrenta así a la posible pérdida de uno de sus pilares fundamentales, lo que tendría repercusiones directas en proyectos colaborativos internacionales, en la producción de publicaciones científicas de alto impacto y en los avances en áreas clave como la medicina, la tecnología o el cambio climático.

Las políticas actuales no sólo ponen en riesgo el futuro de la ciencia en Estados Unidos, sino que también amenazan la investigación a escala global, al debilitar una disciplina que se basa en la cooperación internacional. Este cuestionamiento del saber científico se inscribe en un marco más amplio de transformaciones políticas que afectan al conjunto de las instituciones, en el que la investigación y el desarrollo han sido históricamente considerados pilares esenciales del progreso económico y social.