1. ¿Es imparable el envejecimiento demográfico?
La demografía permite prever pocas cosas, pero con una importante certidumbre. Entre ellas, que en poblaciones con una dinámica como la uruguaya (de alta esperanza de vida y baja fecundidad) el crecimiento poblacional será lento hasta volverse nulo y la estructura de edades seguirá un proceso de progresivo envejecimiento. Es decir que habrá una proporción creciente de mayores de 64 años, que hoy son 14% y serán 30% en 2100.
Quizá sea repetitivo recordarlo, pero el envejecimiento demográfico es producto de procesos virtuosos; el más obvio es la democratización de la longevidad. Si intentamos revertirlo a toda costa por la vía de la natalidad, puede ser peor el remedio que la enfermedad. Y las esperanzas puestas en los inmigrantes como forma de atemperarlo son un poco ingenuas, porque olvidan que Uruguay tiene emigración de jóvenes, aun en momento de bonanza. Así que a todos los efectos importantes, cabe asumir el envejecimiento demográfico como un dato.
2. ¿Qué tiene que ver con las jubilaciones?
Mucho. El temor intuitivo de que la creciente proporción de personas mayores no permita solventar buenas jubilaciones puede ilustrarse con un indicador sencillo: la razón de dependencia demográfica, que mide cuántas personas en edad dependiente (menores de 15 y mayores de 64 años) hay cada 100 personas en edad teóricamente activa (de 15 a 64). Ese indicador puede aliviarse temporalmente ante la caída de la fecundidad, que baja la proporción de menores de 15, pero inevitablemente comenzará a crecer con el tiempo, al influjo de la mayor longevidad. De allí surgen las estimaciones acerca de cuántos adultos se necesitan para sostener el retiro de cada mayor de 64, pues si asumimos ciertos escenarios de futuro (por ejemplo, que todo sigue igual salvo la estructura por edades), podemos medir el impacto del envejecimiento demográfico sobre los sistemas previsionales.
Pero la estructura de edades es sólo una parte del panorama. Y no es razonable pensar que todo seguirá igual, por lo que el número efectivo de jubilados y de trabajadores cotizantes del sistema, que es lo que importa a efectos de este tema, no se deriva linealmente del peso relativo de cada grupo de edad. Me explico. No todas las personas en edad de trabajar lo hacen, por lo que hay algo de espacio para mejorar la cantidad de trabajadores efectivos aun dentro de una proporción declinante de adultos; es decir, de trabajadores potenciales. Las mujeres participan menos en el mercado laboral, por ejemplo, y es razonable confiar en que seguiremos reduciendo esa brecha. Además, entre quienes trabajan, no todos lo hacen en blanco. Y entre quienes trabajan en blanco, no todos lo hacen en empleos de alta productividad, que generan una mejor remuneración y mayores aportes. Así, la precariedad laboral desafía el sistema, más allá del envejecimiento, y trabajar sobre esos factores es mejorar varias dimensiones de la vida social a la vez.
Estas variables del mercado laboral intermedian entre la demografía y cualquier sistema previsional, por lo que la precariedad, informalidad o inestabilidad en el empleo desafían el sistema, más allá del envejecimiento. Las mejores proyecciones con que contamos advierten que la única salida sostenible al aumento en la razón de dependencia es contar con una población adulta mejor formada, inserta en una estructura ocupacional de mayor productividad, enancada en el cambio tecnológico. Tal como ha pasado en países más envejecidos que el nuestro, que no han colapsado porque la población en edad de trabajar se ha reducido (en algunos casos en términos absolutos además de relativos) pero ha aumentado el valor total de lo que esta población produce.
3. ¿Entonces el envejecimiento determina el sistema previsional adecuado?
Los sistemas de cuentas de capitalización individual de administración privada (en los que los años de trabajo de una persona financian su propio retiro, a diferencia de los sistemas de reparto, en los que los cotizantes financian a los retirados) se han presentado en varios países como la derivación necesaria del envejecimiento poblacional. Pero no hay evidencia de que lo segundo deba conducir inexorablemente a lo primero, minimizando o eliminando la lógica de reparto. Asumir que sí remite a la manida consigna “la demografía es el destino”, frente a la que no está de más recordar al demógrafo Randall Kuhn, quien asume que ante ese lema “uno puede estar seguro de tres cosas: quien lo dice no sabe mucho sobre la sustancia de la demografía, no cree realmente que la demografía sea el destino y tiene una agenda oculta”.
Los sistemas previsionales (de reparto, de cuentas de capitalización individual, de ambos en forma paralela o mixta, como en Uruguay, u otras opciones, como el modelo de cuentas nocionales) se diferencian esencialmente por su forma de financiación, pero también difieren en otros aspectos, como quién las administra, y estas decisiones no pueden cargarse exclusivamente a la cuenta de la dinámica demográfica, salvo que se la quiera usar de excusa. Es cierto que el sistema de cuentas de capitalización individual reduce el gasto previsional y con él el gasto fiscal en un momento dado (en Uruguay el efecto de la reforma se agotaría en la década de 2040, cuando los gastos previsionales comenzarían a aumentar nuevamente como porcentaje del Producto Interno Bruto), pero, de hecho, el alargamiento de los años de vida posjubilación desafía cualquier sistema, aunque en algún caso la tensión financiera recae sobre la propia persona, que debe trabajar más (o tener una jubilación menor) enfrentado como está a un período de retiro más largo.
Con sólo pensar en el caso de la Caja Militar, pero también en el de la Caja Notarial o de Profesionales Universitarios, quedará claro que los parámetros del sistema (modo de cálculo de los beneficios,edad de retiro, tasa de aporte, etcétera) involucran factores que no remiten unívocamente a la estructura de edades. También recuerda la complejidad del tema, que no permite soluciones simplificadas. Subir la edad mínima de retiro, por ejemplo, es de lo primero que se nos viene a la cabeza, pero no sería de gran ayuda en el corto plazo, y no tendría sentido para muchos trabajos. Además sería regresivo, pues acortaría en mayor proporción los años de retiro de los más pobres, que tienden a vivir menos. Sin embargo, otras opciones, como la propia tendencia de las personas a posponer el retiro voluntario, o la mayor flexibilidad para retiros parciales, forma parte de los futuros probables (más allá de que puede reforzarse con incentivos) y probablemente solucione en mayor medida las presiones introducidas por el envejecimiento.
4. ¿Y la rigidez del gasto total en las personas mayores limitará las opciones políticas del futuro?
Es razonable que una población con proporción creciente de adultos mayores necesite de una proporción mayor de recursos para ese grupo etario. Al menos si se quiere mantener su nivel de bienestar, lo que se logra con transferencias públicas (como las jubilaciones), privadas (como las que se pueden dar en la familia) o activos generados en su vida laboral.
Las transferencias públicas son una parte muy importante de la explicación del bienestar de las personas mayores en Uruguay, así como las privadas lo son en el caso de la niñez, el otro grupo etario con más consumos que ingresos. En contexto de envejecimiento no sólo se tensan las transferencias sino también los gastos sectoriales: se “libera” algo del gasto en educación, por la reducción de las cohortes de niños y jóvenes, y se presiona más en salud y cuidados de personas mayores, por ejemplo.
En el caso del gasto en pensiones públicas tampoco puede decirse que la demografía lo determine todo. Esquemáticamente, hay dos factores: el político, que determina el beneficio promedio de pensiones por persona mayor, y el demográfico, que traerá consigo mayor gasto cuanto mayor sea la relación de dependencia. En suma, el envejecimiento poblacional impulsa a un mayor gasto en las personas mayores, pero el resto de las decisiones a tomar por los sistemas previsionales genera diferencias sustanciales, así como las decisiones de gasto público.
Y aquí asoma un dato que puede resultar algo incómodo. El sistema de protección social uruguayo coloca tres cuartas partes de su gasto en las personas mayores y sólo 5% en los menores de 18 años. El gasto per cápita impresiona más aun: es unas 30 veces superior para los adultos mayores que para los menores de edad. Es cierto que las personas mayores redistribuyen algo de estos ingresos en sus familias, o que sus jubilaciones pueden verse como retribuciones diferidas, dado que derivan de sus aportes anteriores, pero no deja de ser una decisión de Uruguay que merecería discutirse.
La preferencia por las transferencias en la vejez es un atributo de largo plazo de la política pública de nuestro país, pero hoy sabemos más que antes que los apoyos en la primera infancia modifican con mayor fuerza la calidad de vida de las personas en el largo plazo. Y que la interacción entre la política pública y la dinámica demográfica uruguaya, con nacimientos concentrados en los hogares más pobres, podría estar reforzando las privaciones de los que tienen menos voz en la disputa. Esto no implica sustituir el eje de la puja distributiva de los estratos o clases a las generaciones, sino más bien ampliar la discusión sobre la equidad a las transferencias intergeneracionales y recordar que en nuestro contexto ambas dimensiones tienden a coincidir. Además, si se piensa estratégicamente, los niños serán los (relativamente pocos) adultos que entrarán en el mercado laboral en un contexto de aumento de la proporción de personas mayores.
5. ¿Qué hay que hacer con los cincuentones?
El título prometía cinco preguntas, pero no cinco respuestas, así que me permitiré rifarme esta. En el mejor de los casos, los expertos en sistemas previsionales dirán sus cosas y la solución vendrá del debate público. Lo interesante de los cincuentones, además de haber logrado ser el actor político con peor nombre de la historia reciente, es que su dilema remite al mismo tiempo a un problema puntual y transitorio (generado por decisiones tomadas en la transición del sistema de reparto al mixto), y a uno general y permanente: el de las decisiones políticas que debe tomar el Estado en relación al bienestar intergeneracional, tensionado por el impacto fiscal del envejecimiento.
El conocimiento riguroso acerca de la estructura y las transformaciones de la población uruguaya es esencial, pero resolver el pacto intergeneracional es cuestión de la política. Estaremos enfrentados a este debate durante muchos años, mientras vamos envejeciendo, nosotros y Uruguay.