Hay una significativa semejanza entre la reforma laboral brasileña y el proyecto argentino presentado recientemente para su tratamiento parlamentario, pese a que en el primer caso se trata de un verdadero (y dramático) desmontaje de los mecanismos protectores del trabajo dependiente y en el segundo de un toqueteo canchero y flexibilizador tendiente, entre otros asuntos, a la condonación de deudas tributarias bajo el pretexto de la regularización del empleo no registrado en el sector privado.

El punto común de ambos cuerpos normativos radica en la promoción que se hace del cuentapropismo, excluyendo por esa vía a contingentes de trabajadores del ámbito de aplicación del derecho del trabajo y la seguridad social, para arrojarlos al albur de la oferta y la demanda, sin las restricciones a la “libertad contractual” que en materia de salario mínimo, horario y condiciones de salud y seguridad supone la reglamentación del trabajo dependiente.

La elección es antojadiza y no se sostiene en ninguna realidad ni estudio en particular de un tipo de prestación laboral que pudiera justificar la autonomía y el consiguiente abandono de la protección legal del trabajador. Lo que parece claro es que estamos ante una opción política de orientar las relaciones de trabajo hacia la libertad de mercado mediante una forzada igualación de quien ofrece su trabajo y quien lo retribuye, desconociendo la situación de radical disparidad económica existente entre esos sujetos, generadora de la subordinación laboral.

Algo parecido ocurría con aquel viejo modelo de la “empresa unipersonal” que proliferó en Uruguay merced a la Ley de Seguridad Social 16.713, que precarizó el empleo y comportó uno de los sesgos más perniciosos de una reforma que, un tanto tardíamente, ahora descubren como inequitativa los “cincuentones”.

En el caso de la reforma brasileña, el Artículo 442.B prescribe que la calidad de autónomo se adquiere con el mero cumplimiento de requisitos formales establecidos en la ley (inscripción, etcétera), y la existencia de exclusividad y continuidad en el vínculo no puede considerarse indicativa de una relación de dependencia. En el proyecto del gobierno argentino, se inventa la figura del “trabajador profesional autónomo económicamente dependiente”, zurciendo con la dificultad propia de un oxímoron las nociones de “autonomía” y “dependencia económica”, como en la confección de un Frankenstein mal ensamblado. La definición de ese engendro jurídico permite apreciar, además, que la nota de “profesionalidad” se reduce a la realización de tareas especializadas a título oneroso, de manera habitual, personal y directa de la que resulte hasta el 80% de los ingresos económicos anuales del trabajador.

Si uno fuera desconfiado, podría decir que se trata de un trabajador dependiente que complementa su ingreso con un segundo empleo de al menos 20% de sus ingresos, como hace cualquier hijo de vecino.

Pero el sentido común no es el que preside entre quienes construyen las normas en esta parte del mundo: en lugar de atender a la efectiva forma de prestar la tarea para determinar si estamos ante una relación de trabajo, la reforma laboral neoliberal se sirve de una rígida estructura reglamentaria para posibilitar el funcionamiento de un mercado de trabajo desregulado.

Los rumbos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en esta materia van por otro camino. La Recomendación 198 prescribe que para dilucidar si se está ante una relación de trabajo habrá que atender a la modalidad de cómo se presta el trabajo y no a las formas jurídicas o contractuales que se hubiere pactado entre las partes, y la Recomendación 204, sobre transición del empleo informal al empleo formal, incluye, con razón, a las personas que trabajan por cuenta propia como parte de las unidades de la economía informal, a quienes considera “insuficientemente cubiertas por sistemas formales o no lo están en absoluto”.

A juicio de la OIT, la promoción del trabajo por cuenta propia es la promoción de la informalidad.

No hay nada demasiado nuevo. El fomento del trabajo por cuenta propia mediante meras formas jurídicas desvinculadas de la realidad subyacente fue siempre un artilugio del poder económico para eludir la aplicación de las leyes laborales. El discurso aparece, siempre, travestido por una argumentación engañosa que hace de la autonomía un absoluto en contraposición a una normativa laboral que se presenta como sofocadora de la iniciativa personal, que queda presa de una espesa jungla de prescripciones legislativas.

La pretensión de desarticular la protección social es tan evidente que deja sus huellas en los textos comentados: así, para evitar cualquier desvío de un desprevenido juez laboral que no estuviera a tono con la modernización neoliberal, se le induce a concebir que habrá trabajo autónomo aun cuanto exista exclusividad, continuidad y dependencia económica del empleador. Como en el relato “Ante la ley”, de Franz Kafka, puertas y guardianes y más puertas y guardianes para dificultar el acceso a la justicia. Reglas para desreglamentar: “¡Paradoja!”, diría un publicista uruguayo de hace unos años.

Profesor titular de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social en la Universidad de la República