En dos entrevistas recientes, Facundo Ponce de León se refiere a la crisis del humor en la televisión. Esta estaría asociada, entre otras cosas, a una disposición o actitud de humor y liviandad generalizadas que habría colonizado todas las esferas de la vida y el arte, y que tendría por efecto paradójico la degradación y depreciación del humor.
Otra parte del problema sería las mortíferas consecuencias de los límites del humor, o como se quejan algunos: la mordaza y los constreñimientos de que es objeto el humor en tiempos de “lo políticamente correcto”.
Esto último se conecta, asimismo, con una serie de controversias y debates culturales que se han suscitado en los últimos tiempos: el episodio del tango bailado por dos amigas en la Plaza Cagancha y el acoso y la expulsión de que fueron víctimas a manos del organizador de esas veladas callejeras; las expresiones del presidente de DAECPU a propósito del intento de cambiar el reglamento del concurso de reinas del Carnaval; las idas y vueltas que generó la posibilidad de un espectáculo de música tropical en el Teatro Solís; las críticas a ciertas formas del humor carnavalesco o del stand up cuya comicidad se basa en burlas a ciertas personas en circunstancias especiales (por ejemplo, Mercedes Menafra a pocos días de la muerte de Batlle) o bien a grupos y subjetividades sociales vulnerables, que históricamente fueron —y siguen siendo— objeto de injusticia social, exclusión y maltrato. Ponce de León menciona las críticas a Cucuzú Brilka por su personaje Gayman.
A mediados de los 80, sin embargo, pocos se inquietaban con el “Cuplé del Patrullero Vidal”, de Saltimbanquis, en el que “una sirvienta chueca, bizca y medio sorda” había sido violada y en el curso de la investigación policial, enunciaba socarronamente el personaje, ella insistía en que se reconstruyera la escena. El sketch era muy festejado y tal género de bromas era la norma más que una rareza.
Ante el horizonte de la censura y el fantasma de la autocensura, los defensores del humor libre no han dudado en señalar el mal que al humor y a la libre expresión les hacen “la policía del lenguaje” y las denuncias y protestas de colectivos diversos, en opinión de aquellos: grupos en general resentidos, sin humor y que se ofenden por todo.
Su temor: ¿de qué y de quién nos vamos a reír, entonces?
La discusión reabierta por Ponce de León, entonces, tiene varios méritos. Se ocupa de algo tan necesario e importante como el humor, y se detiene y recupera para el presente una rica tradición de cultura social y de producción cultural —el humor televisivo—, que no sólo fue admirada fuera de fronteras sino que nos acompañó y sostuvo a lo largo de períodos muy difíciles. También entronca con una línea de reflexión cultural que precisamente ha reclamado y se ha tomado el humor —y otras manifestaciones de cultura popular— en serio y ofrece la ocasión de volver a pensar sobre la historicidad y los límites del humor y sobre la relación entre la comicidad, la ética y la política.
Transgresión y estabilidad
En su ensayo “Las fronteras de lo cómico en la Italia moderna” (2000) —época en la que el humor, la burla y la broma pesada estaban muy presentes y eran muy importantes— el historiador inglés Peter Burke se detiene justamente en el problema de los límites del humor, preguntándose por cuáles son las fronteras de lo que es posible hacer para hacer reír, qué hace que lo que nos hacía reír antes ya no lo haga (o viceversa) y, en definitiva, por el corrimiento de estas fronteras.
Burke descubre que lo que era autorizado, y aun promovido, por el poder —la Iglesia, la Corte, etcétera— en la Edad Media pasó luego a ser reprimido y prohibido por obra de la Civilización, la Modernidad, el Progreso. Recurriendo a Norbert Elías, Burke habla de una modificación del “umbral de la vergüenza”: “Bromas que habían sido aceptables en la iglesia y en los tribunales fueron luego prohibidas oficialmente en esos lugares”.
No fue sólo una cuestión de tiempo y de lugar sino también de protagonistas. Lo que en un tiempo fue aceptable que hicieran los sacerdotes o las mujeres, o ante las mujeres, luego dejó de serlo. Se pregunta “¿hasta dónde se podía llegar sin excederse, en qué dirección, con quién y sobre qué?” y responde: “Aunque la idea de la transgresión es fundamental para la comicidad, los límites transgredidos eran inestables y variaban según la situación, la región, el momento, la época, los grupos sociales”. Respecto de la Italia renacentista, Burke encuentra “llamativa y extraña la generosidad y permeabilidad de esos límites”. Aparte de las fronteras epocales, también importan las fronteras sociales, geográficas, políticas, estéticas. Burke advierte que la broma debía resultar bella, ingeniosa. Además de una dimensión estética o intelectual, la broma tenía usos, propósitos y efectos políticos: “Humillar, avergonzar e incluso destruir a rivales y enemigos”.
Pero la belleza o el ingenio, como ha señalado Umberto Eco, tiene su historia —y su geografía—, por lo que una broma podía no serlo o dejar de serlo. El recurso de la escatología, por ejemplo, no resultaba repugnante entonces, como sí lo fue más adelante, o en otros ámbitos. Refiriéndose a los ejemplos de Sabadino y de Bandello, Burke señala que “los lectores posiblemente encuentren la historia repugnante. Por eso la citamos aquí, al precio de transgredir los límites de lo aceptable de nuestra cultura, para que recordemos la ‘otredad’ de la Italia del siglo XVI” —la otredad y la lejanía del Renacimiento—.
Superioridad versus incongruencia
El Manual de Estética de Oxford (2005) incluye un capítulo del filósofo estadounidense Noël Carroll dedicado al tópico del humor en relación a la política y la ética. Carroll comienza afirmando el constante interés que el humor ha suscitado en la filosofía y repasa las apreciaciones de los filósofos de la Antigüedad griega y la Edad Moderna.
Según Platón, el humor contiene un grado de malicia y de crítica: nos reímos de los vicios humanos y de quienes no se conocen a sí mismos —como reclamaba Sócrates— y por esto incurren en ridiculeces, conductas inapropiadas, etcétera. No obstante, desconfía del humor y de la risa debido a la posibilidad de “descontrol”. Para Aristóteles, el humor sería una forma de abuso y lo cuestiona por retratar a la gente “peor de lo que es”, por mostrar el lado inferior y no necesariamente virtuoso de las personas y la sociedad. A su vez, utilizado con tacto y moderación tendría un lugar y una función en la promoción del actuar virtuoso. Como Platón, teme “el peligro de la bufonería”: hacer reír sin atención a la ocasión y sin frenos ni miramientos, por cualquier medio y a cualquier costo.
Algunos siglos más tarde, el problema del humor también interesó a Hobbes, para quien “nos reímos de los que están por debajo de nosotros”, o lo que es lo mismo, poniendo a los otros debajo nuestro —como en los chistes de judíos, canarios o gallegos—. El placer resulta de poner a los otros en situación de inferioridad, estupidez y anormalidad (“ellos”) y uno sentirse superior, más inteligente y normal (“nosotros”). La Teoría de la Superioridad de Hobbes admite, no obstante, la posibilidad de reírse de uno mismo o “tal como uno era antes”, y de mirarnos a nosotros mismos “desde arriba”, desde un estado de superación de aquel estadio inferior. La teoría del esperpento de Ramón del Valle Inclán también supone mirar al otro “por encima del hombro”, con la particularidad de que esos otros, en su caso, son los personajes heroicos (de la epopeya y la tragedia) reflejados en los espejos cóncavos del Callejón del Gato.
Según Carroll, la Teoría de la Superioridad no puede explicar, sin embargo, todos los casos del humor. Para Francis Hutcheson, la base del humor está en el juego con incongruencias. Según su Teoría de la Incongruencia, nos reímos de los dobles sentidos, las situaciones absurdas, los cambios y juegos de palabras, las palabras fuera de lugar, desviaciones de la norma, exageraciones y situaciones extremas, o que están al límite y en el punto de ruptura de la lógica. Numerosos filósofos adhirieron a alguna variante de esta teoría: Schopenhauer, Kierkegaard, Koestler, Morreall, Kant, Bergson, entre otros.
Para Alexander Bain, en cambio, la incongruencia es una condición necesaria pero no suficiente. Existiría, además, el requisito de no representar una amenaza o un peligro, punto en el cual ya no se activaría y sería imposible “la distancia cómica” y “la anestesia del corazón” de Bergson. Esta teoría también tiene como debilidad la determinación de qué es, o es percibido cómo, incongruente. La interposición de Bain restablece el nexo entre el humor y la política (la desigualdad, el poder).
Además de estas dos maneras de tratar de entender el humor, existiría una tercera, la Teoría del Alivio de los Sentimientos, también tratada por Aristóteles y asociada al concepto de “catarsis” o purga de ideas y sentimientos (desviados, equivocados, desaconsejados). La idea del alivio y la liberación —mediada, sublimada, controlada— de sentimientos, comportamientos y energías reprimidas también fue manejada por el Conde de Shaftesbury, Spencer, Freud, entre otros.
Sensibilidad más poder
Según Carroll, las teorías contemporáneas del humor serían variaciones y combinaciones de estas tres teorías principales.
Según la Teoría de la Superioridad, una de las fuentes de la comicidad reside en provocar la risa —una forma o síntoma de placer— a partir de colocar a otros en una posición de inferioridad, o construir al otro a partir de rasgos defectuosos. Esa risa y ese placer podrían igualmente explicarse a partir del espectáculo de lo que se percibe como apartado de lo normal o lo razonable, o la idea de liberar pensamientos y sentimientos reprimidos, para sublimarlos.
Al igual que Burke, Carroll también incursiona en la tensión entre el humor, la ética y la política en diálogo con los argumentos de Ronald de Souza y Berys Gaut.
Para De Souza, la representación del otro de un modo malicioso e inferiorizante, al igual que la liberación jocosa de un pensamiento o sentimiento sancionable y reprimido, funcionan humorísticamente sólo si uno comparte el ethos de quien ocupa la posición superior. El oyente debe poseer y aportar “algo” que llene los huecos, para que la historia “funcione”, cause gracia y uno se ría (esto condice con la idea de las profundas raíces culturales del humor y la dificultad que presenta el humor para atravesar culturas). Para De Souza, no se trataría de una mera identificación ideológica —en el plano de las creencias—, sino emocional, en el plano de la “estructura del sentir”, diría Raymond Williams.
Para usar el ejemplo al que recurren los autores: un chiste construido a partir de la supuesta estupidez de las rubias o las “bimbos” sólo sería cómico si el oyente comparte con el hablante que las rubias son tontas, y no solamente las rubias. De Souza propone que este tipo de humor está reñido con la moral, por cuanto expresa, se sostiene y reproduce un ethos negativo: misántropo, sexista, racista, clasista, xenófobo. (También reproduce sin cuestionar cánones de belleza, criterios de inteligencia, etcétera).
La proposición de De Souza es doblemente criticada por Carroll. Primero, por creer que hay una sola forma de leer e interpretar una broma. Segundo, por no aceptar que el chiste funcione como un espacio de ficción en relación al que aceptamos cosas que no aceptaríamos en la realidad. El chiste sería apenas un juego con convenciones propias de la ficción, de ahí que aun no participando de sus premisas éticas (negativas), todavía es posible que uno obtenga (cierto) placer y se ría debido al manejo ingenioso de las incongruencias, las exageraciones y los dobles sentidos —el dominio del arte de hacer reír—. Hasta una rubia podría reírse de un “chiste de rubias taradas”, o incluso contarlo, dice Carroll, sin por ello pensar que las rubias son taradas.
Carroll está dispuesto a conceder que, al final, sin embargo, todo dependería de la situación, de la realidad social (cosa casi de perogrullo). En efecto, el contexto —quién le cuenta qué a quién, dónde, cuándo, cómo, para qué— y las relaciones de poder (a lo largo de distintos ejes y asimetrías) que atraviesan cada situación específica serían lo que dirimiría el problema de la tensión y el conflicto entre el humor, la moral y la violencia simbólica (la victimización, la humillación, la estigmatización).
La transgresión, “decir lo que no se dice”, es parte del arte del humor, pero su funcionamiento ético dependerá de los espacios sociales, los marcos y las formas dentro de los que se inscriben. Esto explicaría, según Carroll, que uno se ría de las barbaridades que hacen y dicen Al y Peg Bundy (Casados con hijos) o Bart y Homero Simpson, ya porque nos reconocemos en un estado inferior (lo peor de nosotros), ya porque pese a la ambigüedad podemos entrever la sátira y la crítica que se hace de personajes y discursos recalcitrantes (“casi de Neanderthal”, dice Carroll).
Si esto fuese solamente así en ambos casos estaríamos ante formas sofisticadas de discursos en definitiva moralizantes o “políticamente correctos” (nos reímos de algo que está mal, pero superado). Pero acaso haya lugar para otras lecturas, creencias y sensibilidades, y sea factible, sobre todo en tiempos del regreso de “lo políticamente incorrecto”, que otros oyentes acepten el precio de la barbaridad —se identifiquen y celebren estos discursos— a cambio de distintas formas de confirmación, gratificación y placer. Carroll no da el debido peso a esta lectura ingenua (empática, cómplice) que hace a la naturaleza del argumento de De Souza y, paradójicamente, privilegia lecturas ética y políticamente correctas de chistes “incorrectos”: nos reímos sí de chistes racistas (o xenófobos, o clasistas), pero eso no significa que seamos racistas en la realidad y, además, en verdad, condenamos ese racismo, sin dejar de reírnos del chiste.
De todos modos, permanece la cuestión de los límites: ¿cuán racista, sexista o nacionalista puede ser el humor antes de volverse peligroso, amenazante, dañino (en suma, inaceptable)? ¿Cuánto, cómo, con quién, etcétera, se puede bromear sobre una situación o un defecto? ¿Quién y cómo se determina esto?
Según Berys Gaut, si se pasa “cierto límite” se quiebra un frágil equilibrio entre, por un lado, la transgresión, la obscenidad y la inmoralidad y, por el otro, la posibilidad de la comicidad. Gaut intenta resolver el problema del límite apelando a “la respuesta que ocasiona” —lo cual, como vimos, dependerá del contexto sociohistórico, la situación comunicacional, las relaciones de poder—, de modo que si nos reímos es humor. En ese caso, la inmoralidad —necesaria para el humor, “porque el humor es amoral”, según él— pasa a un segundo plano o queda en el plano de la ficción, irrelevante e inocua. Por el contrario, si se traspasa cierto límite (incierto, contextual y políticamente determinado) y se rompe el equilibrio en favor de la inmoralidad, el chiste pasa a ser una grosería, una forma (no muy velada) de violencia simbólica, una expresión de mal gusto. Sobre todo, ahí deja de ser cómico.
Entonces, quizás la actual crisis del humor o decadencia del humor se deba menos a la corrección política y más a que ha cambiado el contexto y hay bromas, actitudes y comportamientos que dejaron de ser graciosos en el sentido propuesto por Gaut, puesto que se ha corrido “el umbral de vergüenza” y del humor y se ha roto el necesario equilibrio para que nos podamos reír de ciertas cosas. O acaso se deba a la pérdida de disposición de alejamiento crítico respecto del orden social, o de uno mismo: “La distancia reflexiva, que hace que te puedas reír de ciertas cosas” (Ponce de León). O a que no nos animemos a hacer otros géneros de bromas: de esas que desafían el sentido común y se ríen del poder y el orden establecido —según Bajtín, característicos de la visión carnavalesca del mundo y de la vida—.
En suma, como plantea Burke, las sensibilidades son cambiantes, límites al humor siempre hubo y siempre habrá, lo que para una época, lugar y grupo es cómico en otras circunstancias deja de serlo, y el humor siempre estuvo y está relacionado con la moral y la política, esto es, con la libertad pero también con el poder —con un orden económico, social, político, ideológico— que el humor unas veces viene a cimentar y otras a desafiar, para el regocijo de unos y el malestar de otros.