“Las ideas y las opiniones no ‘nacen’ espontáneamente en el cerebro de cada individuo: han tenido un centro de formación, de irradiación, de difusión, de persuasión, un grupo de hombres o incluso una individualidad singular que las ha elaborado y las ha presentado en la forma política de la actualidad. La numeración de los ‘votos’ es la manifestación final de un largo proceso”. Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel (1929-1934)

Antonio Gramsci, uno de los máximos exponentes del partido comunista italiano, leía y estudiaba y tosía y escribía sus reflexiones desde la cárcel impuesta por el gobierno de Mussolini, quien se había propuesto como objetivo explícito (y por suerte infructuoso) “impedir que este cerebro trabaje durante 20 años”. Seguramente no imaginó que sus reflexiones serían atendidas, muchos años después, por personas con pensamientos bastante diferentes al suyo. Pueden encontrarse inspiraciones gramscianas tanto en personajes como Steve Bannon –el último director de campaña de Trump– como en los movimientos de derecha europeos.

En la órbita local, el diario El País publicó durante el año pasado por lo menos tres artículos sobre el intelectual italiano, poniendo énfasis en el concepto de hegemonía cultural. Otros medios de prensa y dirigentes políticos, más allá de los límites de la izquierda, también han referido al concepto, en general con la convicción y el lamento de que la hegemonía cultural –concebida como el cuerpo de ideas y valores que nutren el sentido común– es patrimonio de la izquierda uruguaya.

Pero... ¿es correcta esta apreciación? ¿Qué ha sucedido en los últimos tiempos con el sentido común uruguayo? En particular, ¿qué ha sucedido con la visión de los uruguayos sobre la distribución de la riqueza, la pobreza y el rol del Estado?

Movimientos en el sentido común

“El sentido común no es una concepción única, idéntica en el tiempo y en el espacio: es el ‘folclore’ de la filosofía y como el folclore se presenta de formas innumerables: su rasgo fundamental y más característico es el de ser una concepción (incluso en los cerebros individuales) disgregada, incoherente, inconsecuente, correspondiente a la posición social y cultural de las multitudes”.

El sentido común implica un conjunto amplio de conceptos. Olvidemos por un momento los referidos a las dimensiones que suelen inscribirse en el concepto de “agenda de derechos” (las nociones sobre la igualdad entre el hombre y la mujer, sobre la igualdad entre las razas, sobre el derecho a tener una pareja del mismo sexo, sobre las identidades sexuales y de género, sobre la decisión de interrumpir un embarazo, sobre los derechos humanos) para centrarnos en un aspecto particularmente importante para la economía: la noción de cuánto el Estado debe intervenir para distribuir el ingreso y disminuir la pobreza.

Foto del artículo 'La batalla por el sentido común'

En los gráficos se muestra cómo ha evolucionado un conjunto de opiniones sobre este tema. Las fuentes de información son la Encuesta Mundial de Valores (EMV), el Latinobarómetro (LAT) y el Estudio Longitudinal de Bienestar en Uruguay (ELBU).

¿Qué panorama nos brindan estos estudios? Desde la perspectiva impositiva, hay un avance de la opinión de que la gente paga muchos impuestos (ELBU), un aumento de la cantidad de personas que opinan que el IRPF es malo o muy malo (ELBU) y un aumento de la idea de que cobrar impuestos a los ricos y subsidiar a los pobres no es un elemento esencial de la democracia (EMV).

Con respecto a la pobreza, se percibe un aumento de la visión de que la solidaridad con las personas en situación de necesidad está garantizada (LAT), al tiempo que ha caído la percepción de la pobreza como el problema más importante (LAT).

Sobre las causas de la pobreza, aumenta la cantidad de personas que opinan que los pobres son pobres por flojos y falta de voluntad (EMV) y la idea de que las personas en situación de pobreza son responsables de su situación (ELBU).

Desde diferentes perspectivas, estas fuentes de información muestran una caída en Uruguay de lo que la literatura económica denomina “preferencias por la redistribución”.

Los datos sobre pobreza y desigualdad

“¿Puede la teoría moderna encontrarse en oposición con los sentimientos ‘espontáneos’ de las masas?”

Del inmenso conjunto de aspectos que podrían plantearse relacionados con el tema pobreza y desigualdad (que un experto podría ordenar y exponer de mejor manera), interesa en este artículo destacar cuatro elementos.

Primero, Uruguay ha vivido en estos años el proceso más importante de mejora de distribución del ingreso y disminución de la pobreza que se haya registrado, aunque con ciertas diferencias en sus dinámicas. La distribución del ingreso tuvo una importantísima mejora, sobre todo en el período 2007-2012, en el que Uruguay recorrió aproximadamente un tercio de la distancia que lo separaba de los países más igualitarios del mundo; luego de ese impulso, la desigualdad, si bien no aumentó, dejó de caer. La pobreza, por su parte, ha tenido un continuo descenso durante todo el período, encontrando su mínimo histórico en 2017.

Segundo, este panorama general dista de ser un estado ideal. Por más que parezca innecesario, vale aclarar que: (1) todavía existen miles de compatriotas que no alcanzan un ingreso mínimo para salir de la pobreza; (2) miles de uruguayos superan la línea de pobreza pero se encuentran en una situación de vulnerabilidad; (3) la distribución del ingreso sigue siendo menos equitativa que la de los países más desarrollados e igualitarios.

Tercero, el perfil generacional de la pobreza sigue estando fuertemente concentrado en las edades más bajas. Si bien ha bajado sustancialmente, la pobreza de niños menores de seis años (17%) duplica la pobreza general (8%), y es 13 veces mayor que la pobreza en mayores de 65 años (1,3%). Uruguay tiene una doble característica particular en Latinoamérica: tiene el nivel más bajo de pobreza y al mismo tiempo el perfil de pobreza por edad más acentuado en la infancia del continente.

Cuarto, según los relevamientos del Ministerio de Desarrollo Social, a contrapelo del descenso de la pobreza existe un fenómeno de aumento de personas en situación de calle en Montevideo (de 320 en 2006 a 556 en 2016), que da cuenta de un fenómeno cualitativamente diferente, y además da pistas para comprender la visión de ciertos sectores de la ciudadanía con respecto a la magnitud y tendencia reciente de la pobreza (“¿cómo va a haber menos pobres, si yo veo más gente durmiendo en la calle?”).

Espacio fiscal y espacio cultural

“Descuidar –y aun más, despreciar– los movimientos llamados ‘espontáneos’, o sea, renunciar a darles una dirección consciente, a elevarlos a un plano superior insertándolos en la política, puede a menudo tener consecuencias serias y graves”.

La caída en las preferencias por la redistribución se ha dado en un contexto en el que la izquierda gobierna el país. Este proceso, aparentemente paradójico, despierta la pregunta de cuál es la relación entre el movimiento del sentido común y la acción del partido de izquierda. Si bien excede el cometido del presente artículo, vale la pena mencionar brevemente tres hipótesis. La primera, que este movimiento se ha dado a pesar de las acciones del Frente Amplio, que no ha podido contrarrestar discursos más potentes provenientes de otros sectores. La segunda, que en rigor la sociedad no ha modificado su escala de valores, sino que lo que ha cambiado es la realidad: cuando había 40% era razonable pensar que la pobreza era producto de las circunstancias, pero con 8% es más razonable pensar que se debe a que esos pobres que quedan son los vagos, los que no quieren trabajar. La tercera, que en realidad el propio partido de gobierno ha contribuido con su retórica a este movimiento del sentido común.

Más allá de cuál sea el factor de mayor peso, lo que se visualiza es cierto movimiento “contrapuesto” entre las políticas desarrolladas (consolidación de las políticas sociales, ampliación de los programas de transferencias, realización de una reforma tributaria progresiva) y el sentido común (la pobreza es una responsabilidad individual, el IRPF es malo).

A nivel de la academia y de los equipos técnicos especializados pueden encontrarse interesantes elementos para conformar una segunda generación de reformas de políticas sociales. Sin embargo, una agenda de estas características debería contemplar trabajar paralelamente en dos restricciones que parecen endurecerse con el paso del tiempo: el espacio fiscal y el espacio cultural.

La primera restricción, que es la que impone el espacio fiscal, se ha estrechado producto de un menor crecimiento económico y la dinámica del gasto endógeno. Trabajar sobre esta restricción implica trabajar tanto sobre las condiciones de crecimiento como sobre la evolución de la dinámica fiscal, y en particular –aunque parezca paradójico– sobre la dinámica de los sistemas de seguridad social.

La segunda restricción es la que impone el espacio cultural, que también parece estrecharse, habida cuenta de la dinámica que ha tenido el sentido común en los últimos tiempos. Trabajar sobre esta restricción es quizás tan desafiante –pero también tan importante– como trabajar sobre la primera. Para el caso de la izquierda, subyace desde el punto de vista discursivo una tensión –inherente a cualquier partido que cumple 15 años de gobierno– entre la defensa de su gestión y el cuestionamiento de la realidad, el miedo sobre hasta dónde cuestionar lo realizado sin provocar su retroceso, el tercer porqué de Real de Azúa sobre el Batllismo: “La duda de si el esfuerzo correlativo por devolverle su vigencia no hará correr demasiados riesgos a lo que, de alguna manera, se conserva, de algún modo sobrevive.

Sobre esta segunda restricción, un elemento a tener en cuenta en una estrategia de incidencia sobre el sentido común podría ser dirigir la atención discursiva –y quizás también instrumental– de las políticas sociales hacia los niños. En primer lugar, porque efectivamente es en entre quienes se concentra mayoritariamente la pobreza (“si Uruguay no tuviese pobreza entre los niños, la pobreza no alcanzaría 1%”, plantea Gustavo de Armas). En segundo lugar, porque contribuye a golpear de lleno la visión que otorga responsabilidad individual a la pobreza. Resulta bastante difícil en este caso, por más visión meritocrática que alguien pueda tener, achacar la pobreza infantil a la ausencia de esfuerzo, asignar una responsabilidad individual a la situación, plantear que “los niños son pobres porque no quieren trabajar”.

Por supuesto que este elemento no es el único, ni pretende serlo. Brindar una solución integral al problema del “espacio cultural” de las políticas sociales y distributivas es un objetivo que excede las posibilidades de este pequeño artículo, que con haber alertado al lector sobre su estrechamiento e invitar a pensar cómo ampliarlo queda más que satisfecho.

Una versión de esta nota fue publicada en el blog Razones y personas