“Lo que no es admisible es que hagan política socialista desde la Universidad y pretendan transformar a esta, no sólo en un foro propagandístico de su ideología, sino también en un instrumento dócil de la misma. Que se olviden las normas de autonomía e independencia tan ampulosamente proclamadas en la víspera, es la verdadera razón de nuestra crítica”.

“El principio de la autonomía universitaria y las normas de la Constitución y las Leyes, hacen que la opinión y la acción de los Gobernantes del País y de los Partidos Políticos Mayoritarios sean totalmente inoperantes”.

Salvando las mayúsculas, que ya no se usan, las citas podrían pertenecer a las páginas del editorial de El Observador del miércoles 6. Provienen, en cambio, del diario El Día de 1961 y de un informe de 1959 del Movimiento Estudiantil para la Defensa de la Libertad (MEDL), una organización de extrema derecha que actuaba entonces en medios universitarios. Esos textos aludían a la reciente implantación de la nueva ley orgánica para la Universidad de la República que, además de consagrar su autonomía política, técnica y económica, estableció su independencia del poder político central para la definición de sus lineamientos en materia educativa e institucional y la representación tripartita de los órdenes (docentes, estudiantes y egresados) en los cuerpos directivos. Esto significó ciertamente un cambio en la conducción universitaria. Por un lado, los estudiantes empezaron a tallar con más fuerza mientras sus voces adquirían los visos radicales de sus pares del mundo en los “largos 60”, ese recorte de la Guerra Fría que en esta zona del planeta abrió la Revolución cubana y cerraron los golpes de Estado. Por otro, las nuevas formas de gobierno habilitaron la consolidación de una alianza intergeneracional y bastante plural en términos políticos y académicos que trató de convertir a la institución en un centro de investigación científica atento a las demandas de la sociedad en su conjunto. Se trataba así de dejar atrás las viejas estructuras profesionalistas dirigidas casi exclusivamente a la formación de cuadros dirigentes. El diagnóstico de esos “reformistas” era palmario: la Universidad se había masificado sin democratizarse y se encontraba anquilosada en sus formas de producir y difundir el conocimiento.

Por esos mismos años, especialmente entre 1959 y 1966, durante los dos colegiados de mayoría blanca, desde bastante antes de que el llamado Plan Maggiolo diera forma a esas aspiraciones de cambio en 1967, los sectores conservadores habían decidido que la Universidad de la República era parte del mentado “enemigo interno” que debían combatir a sangre y fuego. Mientras el gobierno recortaba los recursos presupuestales, diversas fuerzas derechistas vinculadas a los dos partidos tradicionales (herrerismo, riverismo y el ruralismo liderado por Benito Nardone) se mancomunaron con nuevos movimientos sociales para tratar de “recuperar” la casa de estudios y reclamaron medidas más enérgicas para frenar el “comunismo” que allí prosperaba.

Diarios como El País, El Plata, El Debate y también La Mañana y El Día se erigieron en portavoces de esta campaña que solía señalar, como El Observador el miércoles, que el uso abusivo de la autonomía universitaria había creado “una República dentro de la República” y permitido que los estudiantes de izquierda desviaran a la institución de sus funciones “naturales”. Además de tratar de volver a controlar a la que era entonces la única universidad del país (reclamando incluso su intervención y con algunas incursiones violentas), esos sectores, ahora entroncados con el gobierno de Jorge Pacheco Areco, dieron rienda a sus propuestas de creación de otras instituciones privadas o públicas de educación superior que funcionaran como alternativas a la masificada, politizada y empobrecida Universidad de la República.

Los golpistas de 1973 tardaron unos meses en intervenir la Universidad de la República e iniciar no sólo la purga de sus docentes acusados de sedición, presos, destituidos y forzados al exilio, sino también el desmantelamiento de lo poco que se había logrado construir en materia de investigación científica en la etapa anterior.

Para ese entonces, “68 uruguayo” mediante y con tres estudiantes asesinados por la Policía en las calles de Montevideo, poco quedaba del “sistema de consenso básico entre el poder central y Universidad sobre la misión de esta, sobre sus deberes, sobre las metas y los valores sustanciales que han de presidir la vida del país en que la Universidad se inscribe”, en las palabras siempre lúcidas de Carlos Real de Azúa en un número de Marcha de noviembre de ese año. El lustro siguiente estuvo marcado por un nuevo ciclo de protestas sociales ante la aguzada crisis económica y la actitud cada vez más represiva y autoritaria del gobierno. En ese marco, las ambiciones de transformación estructural salieron del centro de las preocupaciones de los actores universitarios y las alianzas en pos del cambio se fueron deteriorando.

Los golpistas de 1973 tardaron unos meses en intervenir la Universidad de la República e iniciar no sólo la purga de sus docentes acusados de sedición, presos, destituidos y forzados al exilio, sino también el desmantelamiento de lo poco que se había logrado construir en materia de investigación científica en la etapa anterior. Entre los cuadros dirigentes de la Universidad intervenida había varios docentes y egresados que se habían enfrentado a la alianza reformista y volvieron a recuperar sus lugares de poder bajo el amparo autoritario.

En otras dictaduras de la región, como la brasileña, se desplegaron procesos contundentes (y por supuestos polémicos) de modernización académica. Acá hubo que esperar 12 años para que la Universidad empezara a reconstruir trabajosamente su lugar en la producción de conocimiento. Al momento de la transición de vuelta a la democracia, ya no era la única institución de educación superior, porque el régimen saliente había autorizado la creación de la primera universidad privada y confesional de la historia del país. Desde entonces, han aparecido otras instituciones privadas y alguna pública y la propia Udelar ha logrado finalmente extenderse sobre el territorio nacional y ampliar sus espacios de actuación. Desde hace unos años existe, además, un sistema integrado de ciencia y tecnología con organismos creados por el Poder Ejecutivo para aportar a todas esas instituciones recursos que en los últimos tres lustros han sido insuficientes pero más copiosos que nunca antes. Los cambios han sido muchos, demasiados como para esgrimir los mismos argumentos que en 1959 acerca de los problemas de la Universidad de la República.

Sin embargo, el editorial de El Observador se da el lujo volver a demonizar la “autonomía universitaria” y cuestionar el cogobierno. En andas de una campaña de denuncia de lamentables abusos de poder pervasivos en nuestra sociedad, señala que en “la mal llamada Universidad de la República”, según un estudiante, “todos son de izquierda” y se practica la “intolerancia” y la “persecución” hacia quienes no estén alineados con el “pensamiento dominante”. Para el editorialista, esto se debe a que la institución “no rinde cuentas”, confunde “autarquía con autonomía” y hace gala “de una tremenda carga ideológica”. El corolario es claro: es necesario tomar cartas en el asunto.

En un contexto de campaña electoral exacerbada por el crecimiento de las derechas, asusta la similitud de estos argumentos con los que proliferaron hace ya tantas décadas. Esperemos que de ellos no se deriven las mismas “soluciones”. Este país necesita más y mejor educación superior. Más y mejores encuentros entre los universitarios y el resto de la sociedad. Más y mejores autonomías. Claro que se puede mejorar. Siempre. Lo que no es admisible es comparar lo que no tiene comparación. Lo que no es admisible es agitar del pasado unas burdas ideas perimidas.