Hay que decirlo de manera simple, clara y concisa: los afrodescendientes han contribuido positivamente a crear el país que somos. Uruguay es mejor porque aquí vive una comunidad afrodescendiente.
Sin ellos seríamos más pobres cultural y económicamente. Sin su historia la música local no habría logrado la originalidad que la caracteriza, no habría tango, ni milonga, ni candombe; sin su trabajo nuestra economía sería menor, sin su sangre derramada la lucha por la independencia habría sido más difícil, y sin su talento no hubiésemos obtenido las distinciones futbolísticas que nos destacaron mundialmente. Repitámoslo de otra manera: los descendientes de los negros arrancados de África y vendidos como esclavos en la Banda Oriental forman hoy parte del esfuerzo colectivo que terminó cristalizando en el país que somos.
Uruguay debe dar mayor reconocimiento a este grupo humano que también lo forjó. Sin idealizaciones ni romanticismos equívocos que busquen esconder las críticas o los aspectos problemáticos que existen dentro de la comunidad afro, como los hay en todo grupo humano, el país tiene una deuda que saldar con los afrouruguayos. Naturalmente que los primeros en demandar ese reconocimiento son los propios afrouruguayos, que, organizándose en diferentes instituciones y movimientos sociales representativos, levantan al menos tres banderas: combatir la invisibilización, eliminar la discriminación racial y disminuir la inequidad económica. Tienen razón en los tres casos.
La invisibilización significa que lisa y llanamente la identidad nacional fue construida negando la existencia de negros en el país: Uruguay, un país sin negros y sin indios, formado por inmigrantes europeos, fue la letanía que se repitió durante el siglo XX para describir a la nación. Como consecuencia de esta negación no se enseñó en la currícula la participación en la historia de los afrodescendientes, no existe estatuaria pública que la simbolice, ni conciencia acerca de la influencia negra en el lenguaje, la comida y la religiosidad. Tuvimos que esperar al siglo XXI para saber, con el Censo de 2011, que casi uno de cada diez uruguayos se autodefine como afrodescendiente.
No sólo hemos negado la existencia de afrouruguayos y su contribución histórica, también decidimos dar vuelta la cara ante el racismo. Una y otra vez se desestimó esta actitud, una y otra vez se ha sido condescendiente ante hechos notorios de discriminación racial: que son casos puntuales, que en el fondo somos tolerantes, que yo tengo amigos negros. No obstante, todas las investigaciones cualitativas que se han hecho sobre este tema confirman con contundencia que tenemos un problema de racismo. También fue recién en este siglo que se creó una ley que penaliza la discriminación, junto a una comisión que está atenta a recibir denuncias y detectar situaciones de esta índole.
Así como las investigaciones académicas cualitativas basadas en entrevistas, en grupos motivacionales y en análisis de discursos confirman que la amplísima mayoría de la población afro sufrió el racismo en varios momentos de su vida, los estudios cuantitativos demuestran la inequidad estructural. Una vez que el país comenzó a recabar datos estadísticos oficiales sobre la variable raza/etnia, todas las conclusiones apuntaron en el mismo sentido: los afrodescendientes tienen peores empleos, ganan menos dinero, tienen menos educación formal, viven en condiciones más precarias y son más pobres. Buena parte de las causas detrás de esta desigualdad es su condición étnico racial.
La Ley 19.122 es la primera que se propone atacar esta desigualdad estructural por medio de lo que se llama una política afirmativa o de discriminación positiva, y establece que 8% de los concursos a empleos públicos debe ser reservado para personas afrodescendientes. Tenemos que ser muy firmes también en este punto: no se logra disminuir la inequidad histórica de la población afro solamente con políticas universales, se requieren además, como bien lo entendió el Parlamento nacional, políticas focalizadas específicas para este grupo poblacional.
Este texto fue escrito como prólogo al libro de Mónica Olaza: Afrodescendientes en Uruguay, que acaba de ganar el Premio Nacional de Literatura 2019, del Ministerio de Educación y Cultura, en la categoría Obras en Ciencias Sociales.