El “riverismo” fue la corriente conservadora del Partido Colorado que se organizó en torno a Pedro Manini Ríos entre 1913 y 1917. Surgió para expresar a una derecha dura formada por estancieros reacios a las innovaciones técnicas y sectores urbanos católicos conservadores, espantados por la secularización batllista y su legislación social y productiva avanzada.

En los años 20 del siglo pasado el historiador sueco Göran Lindhal escribía sobre el Partido Riverista o Partido Colorado Conservador y lo contraponía con el izquierdista Partido Batllista. En el plebiscito constitucional de 1916 riveristas y nacionalistas se unieron bajo la misma bandera conservadora.

Un siglo después, la campaña electoral de 2019 muestra la aparición inédita de una alternativa radical de mercado. Si bien es bipartidista, tiene una misma ideología y visión del mundo frente al modelo de desarrollo que implantó el Frente Amplio (FA) y se mantuvo durante los últimos 15 años.

No se trata de malos ni buenos, sino de visiones distintas del mundo y del país. Es cierto que la alternativa conservadora aún disimula, y sobre todo esconde bajo enunciados genéricos, su paquete concreto de medidas de ajuste fiscal y estructural. En cambio, ya no oculta su concepción global diagnóstica de problemas ni su modelo de desarrollo basado exclusivamente en la dotación natural de recursos.

Esto refleja el cambio ideológico, de composición social y profesional de élites dirigentes de ambos partidos de oposición, blanco y colorado, que pierden su condición de partidos catch all por una “nueva política”, redes sociales, organización menos territorial y conexión directa con parte del mundo empresarial emergente de los años frenteamplistas. También se conectan con el fondo ideal y cultural de un proyecto de sociedad recostado sobre el viejo mundo de la clase alta rural, reacia a la innovación técnica y el riesgo.

Ni mercado libre ni burguesía emprendedora

Entre los indicadores de alto desarrollo humano y ambiental del mundo, los estudios históricos comparados de la segunda mitad del siglo XX y los del siglo XI muestran algunos factores comunes del éxito. Entre esos factores aparecen: empresarios (privados o públicos) con vocación de riesgo, innovación y sentido emprendedor, Estado estratégico con capacidad técnica y de emisión de señales e incentivos a la inversión privada y pública. A esto se suma el arraigo social del modelo de desarrollo en la vida cotidiana de la gente, las comunidades locales y coaliciones sociales o de participación ciudadana activas y con capacidad de producir voz.

El primer batllismo, de inicios del siglo XX, creó las bases de un modelo de desarrollo que combinó apertura externa relativa, recepción de inversión externa directa productiva, creación de empresas públicas estratégicas, promoción de pequeñas empresas y bases precoces de un Estado de bienestar social.

La base económica era la ganadería exportadora y una precaria industria liviana protegida. El batllismo buscó aumentar la productividad y modernizar la base tecnológica del agro mediante la fundación de las facultades de Veterinaria y Agronomía, y el diseño de una amplia red de institutos de investigación agrícola y mejora de pastos –como hizo en la misma época Nueva Zelanda–. Pero la crisis de la Primera Guerra Mundial provocó un shock económico y hundió, antes de nacer, el primer proyecto serio de ciencia y tecnología de la historia del Uruguay.

Por otra parte, se aceleró el proceso de concentración de la tierra para la ganadería. Hacia 1931 las tierras fiscales sólo sumaban 5% del total de la tierra productiva en Uruguay. En el mismo año en Nueva Zelanda la corona era propietaria de 40% de la tierra productiva. El Estado arrendaba las tierras a pequeños colonos y ovejeros, y vendía las tierras con créditos muy blandos a pagar a largo plazo con bajas tasas de interés, creando una poderosa clase media de productores agropecuarios, apoyada en una política de innovación, ciencia y tecnología.

Durante el siglo XX Nueva Zelanda se convirtió en un caso exitoso de desarrollo de un país productor de alimentos –a diferencia del declive uruguayo posterior a 1954–. Sin embargo, nunca pasó al nivel de los países más desarrollados de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, como los países nórdicos o Alemania y Estados Unidos, con modelos muy diferentes entre sí.

El sociólogo histórico norteamericano Barrington Moore, en Los orígenes sociales de la dictadura y la democracia: señor y campesino en la formación del mundo moderno (1966), construyó tres grandes tipos ideales de vías de modernización, con abundante evidencia empírica y comparatismo histórico. Una es la vía revolucionaria campesina seguida por China y Rusia. Otra es la vía conservadora y “prusiana” (Barrington Moore debió distinguir entre vías conservadoras que crearon burguesías emprendedoras y vías conservadoras de modernizaciones a medio camino con el atraso burgués y preburgués). La tercera es la vía revolucionaria democrática burguesa seguida por Francia, Inglaterra, Holanda, Estados Unidos, Nueva Zelanda.

Un rasgo que comparten todas las rutas de modernización capitalista es la evidencia histórica mundial de que nunca surgió una burguesía emprendedora desde el útero de una clase alta rural tradicional o una aristocracia rural, cuyos beneficios derivaban de ventajas naturales comparativas o de la explotación de grandes masas de campesinos en el caso de los latifundios intensivos.

Esto no supone, obviamente, que la dotación natural de un país o la base agropecuaria sean incompatibles con aumentos de productividad o con la innovación. Sí supone que no hay desarrollo sin la expansión de cadenas productivas o conglomerados horizontales que van agregando valor, empleos de calidad, ciencia y tecnología a los procesos de producción originales, sin por ello perder los beneficios de la dotación natural.

La evidencia histórica muestra que la relación entre una clase alta rural y una burguesía emprendedora líder del desarrollo sólo pudo concretarse durante un largo proceso histórico cuando el cambio ocurrió por intervención de la monarquía o el Estado. Esta intervención consistió en crear mercados o tuvo lugar cuando sobrevino una verdadera revolución de clase media rural aliada a la burguesía comercial urbana. Un ejemplo es la revolución de la mediana aristocracia rural y el campesinado medio encabezada por Oliver Cromwell contra la aristocracia.

Karl Polanyi –en La gran transformación, 1943–, por ejemplo, mostró con abundante literatura antropológica, económica, histórica que en Inglaterra la corona, creando mercados contra la aristocracia rural y protegiendo campesinos pobres, y la revolución fueron determinantes para el surgimiento de la moderna agricultura comercial basada en mercados competitivos genuinos y autorregulados. También lo fueron para que surgiera una nueva “burguesía logística” y comercial en los puertos, y para el transporte, primero local, regional, nacional y luego mundial, hasta el invento de la máquina de vapor.

Más cerca

Los años de gobiernos frenteamplistas, con aciertos y errores, promovieron fuertes mejoras de las capas sociales sumergidas y la formación de nuevas clases medias. Las transformaciones culturales y materiales fueron insuficientes para crear un salto radical de productividad con responsabilidad fiscal ciudadana y empresarial, pero crearon nuevas demandas sociales de mercado fuerte.

Por primera vez en su historia, sin embargo, Uruguay diversificó su matriz productiva con la expansión dinámica de una agricultura comercial, un conglomerado maderero forestal celulósico, energías renovables y un desarrollo logístico considerable junto con ciertos sectores avanzados en ciencia y tecnología. En algunos sectores productivos hubo costos ambientales nuevos que hay que combatir. En otros, hubo ganancias para preservar y renovar el medioambiente.

En todo caso la nueva etapa que exige Uruguay para avanzar hacia el nivel de los países desarrollados ya no puede tratarse sólo de crecimiento con distribución o desarrollo humano, sino de desarrollo ambiental sostenible y renovación ecológica de la economía.

Es cierto que la economía primaria ganadera tampoco es una garantía ecológica, por ejemplo en emisiones de carbono de los gases de las vacas. Pero es evidente que llegó a su fin la identificación de industrias con chimeneas y con una economía lineal que convierte insumos en productos, y productos en desechos que se acumulan en la tierra, el aire o los mares. La nueva industria produce bienes de capital, es decir, genera empleos versátiles y creativos para inventar máquinas inteligentes que resuelven problemas o fabrican lo necesario para vivir.

El desafío crucial del modelo de desarrollo uruguayo es agregar valor en los conglomerados con más productividad, innovación y empleo versátil de calidad, apto para orientar la revolución tecnológica acelerada en curso en la producción y servicios. Nada de esto puede hacerse sin empresarios en serio, sin Estado estratégico con capacidad de planeamiento prospectivo aplicado y sociedad civil de base comprometida con el desarrollo humano.

Por eso no se trata de buenos ni malos, sino de teorías diferentes sobre el presente y el futuro del país. En 2019, Uruguay se ha situado en una cruz de caminos, porque la disputa se concentra en la orientación y el sentido del modelo de desarrollo.

La renovación conservadora

O retrocedemos hacia el pacto con el atraso y achicamos la sociedad y la economía o avanzamos en la ruptura con el viejo atraso burgués fisiocrático y contaminante y tomamos el curso de un salto de productividad, empleo inteligente y valor agregado en todos los conglomerados productivos. Este salto implica también desarrollo humano y ambiental de calidad para hacer sostenible el sistema de bienestar social y los derechos sociales y multiculturales (la nueva agenda de derechos) de la ciudadanía.

A diferencia de lo que sucedió hace 100 años en muchos países del mundo o hace 400 en Inglaterra y Holanda, en Uruguay y otros países latinoamericanos “el mercado” y las “ventajas naturales” como “ventajas comparativas” (lectura abusiva y falsificadora de Adam Smith a cargo de economistas marginalistas posteriores) son concebidos como la máquina mística que asegura el progreso.

No es el liberalismo económico de Smith y David Ricardo, ni la lectura particular de Carl Marx sobre ambos. Es la fisiocracia, la escuela francesa fundada por François Quesnay que sostenía que la riqueza provenía exclusivamente de la explotación de los recursos naturales propios de cada país y del libre cambio de los productos de los diversos países entre sí. También sostenía la existencia de un orden natural de las sociedades humanas, y por consiguiente el deber del Estado de no inmiscuirse en la vida económica.

El valor económico estaba en la tierra y no en el trabajo, diferencia fundamental con Smith. Otra diferencia está en el postulado de Smith sobre la imprescindible intervención estatal, por ejemplo en la educación. El pacto político-económico con el atraso preburgués y el viejo latifundio de la aristocracia rural fue roto en Francia por la gran revolución democrático-burguesa de 1789.

La esencia de las propuestas de las dos nuevas derechas, que son una sola –Lacalle-Talvi y Talvi-Lacalle–, es reducir sociedad, política, cultura y economía a una sola dimensión: el “mercado” fisiocrático. Ese mercado fisiocrático, al que sólo por comodidad se le llama “liberalismo ortodoxo”, se apoya exclusivamente, como vimos, en ventajas naturales. Exige un Estado mínimo especializado en el patrullaje de los contratos al servicio de una acumulación de capital que se concentra en el primer eslabón de todas las cadenas productivas. Es el ideal del mercado “natural”, contra la realidad de la ausencia de una burguesía emprendedora.

Como no existe burguesía emprendedora para liderar el crecimiento y quieren un Estado mínimo que la volverá imposible, entonces habrá que achicar el país hasta alcanzar las dimensiones de la mirada de su vieja clase alta rural, arrinconada en el primer eslabón de las cadenas productivas, extensivista e inversora en Paraguay (porque es un país sin jubilados, ni impuestos, ni protección social de los trabajadores y en el que simplemente se puede dejar a los cebúes pastando sin gente que los cuide). Achicar el país hasta la dimensión del “mercado” de los primeros eslabones de las cadenas productivas es lo que proponen los programas de Lacalle y Talvi, la renovación conservadora del viejo pacto de la política con el atraso.

El “shock de austeridad” que Lacalle proclamó en la elección interna y ahora borró del programa del Partido Nacional es un recorte anual de 900 millones de dólares. Sólo recortando jubilaciones y pensiones, sobre todo las medianas y bajas –porque piensan derogar el Impuesto de Asistencia a la Seguridad Social, que se impone sobre las jubilaciones altas–, los salarios públicos, y abatiendo el “costo laboral” de los salarios privados puede alcanzar sus metas.

El efecto cascada del austericidio destruirá las microempresas y afectará otras de servicios por falta de consumidores. No hay luz al final de ese túnel. No hay agenda procrecimiento (aunque muy tarde el asesor económico de Lacalle, Ignacio Munyo, se acordó de mencionarla). La austeridad es un austericidio y el país se achica hasta el nivel de la estancia cimarrona con las caravanitas de la trazabilidad que implantó el FA y la economía refugiada en el primer eslabón de la cadena de alimentos. Justo ahora, cuando por fin abrimos el mercado de la Unión Europea y los mercados se diversificaron y están asegurados.

¿La propuesta de Talvi es Talvi escondido de Talvi? Porque tal vez Uruguay podría ser convencido de su visión liberal fisiocrática. Él, que parece tan urbano y lejano de la naturaleza, cerró su intervención en el programa Séptimo día evocando la imagen de “hundir las manos y los brazos adentro de la tierra para recuperar desde adentro este país”.

Pero los granjeros, agricultores o tamberos evocados por Talvi o Lacalle suelen ser los primeros perjudicados por la concentración del capital que provoca la retirada del Estado del mundo agropecuario.

Al fin, fuera de comprensibles cambios de la propaganda estratégica, ¿quién es Talvi hoy? Talvi es el asesor económico del ministro Alberto Bensión que llevó al desastre de 2002 abrazado a la paridad cambiaria. El alumno ortodoxo egresado de Chicago cuando Chicago era el centro de los Chicago Boys, alumno de Alejandro Végh Villegas (familia de estirpe riverista colorada y antibatllista), más heterodoxo y pragmático que los profesores de Talvi, y del doctor Ramón Díaz, que, si bien era ortodoxo, fundó el Centro de Estudios de la Realidad Económica y Social, que luego dirigió Ernesto Talvi.

Es el mismo Ernesto Talvi que encabezó las delegaciones del gobierno de Luis Alberto Lacalle que entre 1990 y 1993 firmaron dos cartas de intención con el Fondo Monetario Internacional (FMI), no para usar el dinero de los préstamos sino para usar el acuerdo como muro ante el descontento social y político con el ajuste estructural. El mismo Ernesto Talvi que en el Banco Central del Uruguay, que entonces presidía su maestro, Ramón Díaz, impulsó las privatizaciones (de finales escandalosos) del Banco Pan de Azúcar, de la Caja Obrera y del Banco de Crédito. Es también quien pidió firmar nuevas cartas de intención con el FMI en 2004 y 2008.

Es el mismo Ernesto Talvi que recientemente, en diciembre de 2015, recomendó con seguridad inapelable, en el portal global Project Syndicate, la firma de una carta de intención de Brasil con el FMI, pese a las “reacciones sociales” y políticas que provocaría: el paquete abatía un déficit fiscal de 10% para lograr un supuesto 3% de superávit fiscal. Ni Bolsonaro se animó a tanto. Es el mismo Talvi que en agosto de 2018 se reunió con el presidente argentino, Mauricio Macri, y calificó de “equipo económico formidable” a los creadores del riesgo país más alto del planeta y de una profunda recesión con inflación y aumento fuerte de pobreza, así como elogió, para variar, el acuerdo con el FMI. Las culturas políticas argentina y uruguaya son muy diferentes, y el peronismo es irrepetible, ¿qué lealtad profunda con sus ideas llevó a Talvi al elogio de la economía de Macri y a saludar la concepción y el equipo económico de la derecha macrista?

Ana Zerbino, la asesora de Talvi, explica que “Macri tuvo que recurrir al Fondo, que lo está ayudando a ordenar las cuentas y dándole el aire que necesita para lograr las transformaciones”. Regresa con el dogma de los 90, la regla fiscal, un piso-tope de gasto público constitucional o legal con los recortes necesarios sobre los bolsillos de quienes sea. Periodista: “La regla fiscal también la plantea el Partido Nacional en su programa”. Respuesta: “Sí, pero creo que nosotros la planteamos primero”.

De los derechos sociales a la filantropía

El herrerismo es incurable. Para sus viejas variantes, Wilson Ferreira y su visión desarrollista, su ideal de igualdad social y visión de sociedad fueron un accidente digestivo. Para la nueva generación de liberales económicos, Wilson Ferreira es un extraterrestre. La política social lacallista es filantropía, caridad, nunca conquista ni derechos de los de abajo.

Manini, por su parte, expresa la otra alma del legado riverista de su abuelo: conservadora cultural, fervorosamente católica, opuesta al cristianismo social, antilaica, nacionalista y emparentada con el nacionalismo populista peronista y latinoamericanista –pero argentinocéntrico– de Alberto Methol Ferré, Vivian Trías y el revisionismo histórico argentino derechista y antiliberal.

En el mundo contemporáneo, desde avanzado el siglo XX, hay dos concepciones básicas del Estado de bienestar y las políticas sociales. Por un lado, la concepción conservadora que sostiene que sólo deben aplicarse como ayuda para las personas que no pueden valerse por sí mismas en el mercado. Esas son las políticas sociales llamadas residuales. Deslumbrada con el ideal de mercado autorregulado, fue Margaret Thatcher quien explicó su visión del mundo con toda claridad: “No existe la sociedad, existen el mercado y la economía de mercado”. Las políticas sociales sólo podían aplicarse a las personas que no podían valerse por sí mismas en el mercado laboral, ese era el único Estado de bienestar.

Ni siquiera la seguridad social era un derecho y sólo debía reservarse, como la educación y la salud, para los más pobres, mientras los pagos por despidos y la protección laboral debían eliminarse. “La gente debe aprender a valerse por sí misma en el mercado sin ayudas del Estado”. Caridad cristiana e individuo, decía Thatcher: retorno al capitalismo victoriano, buenas familias patriarcales, iglesia y mercado.

Es la misma visión conservadora de Ana Zerbino, economista asesora del economista Talvi, quien sostiene que “el mercado es el mejor asignador de los recursos [...] Talvi también es liberal y cree mucho en la iniciativa privada, pero obviamente que hay espacio para el Estado de bienestar, que es atender la protección social de las personas más desfavorecidas”. Para Zerbino, “a aquellos que no han logrado la autosuperación personal, por distintas razones, hay que asistirlos”. Para la izquierda democrática, no.

El Estado de bienestar es una conquista de la ciudadanía, como los derechos civiles o políticos. Para la derecha filantrópica el mercado selecciona a las personas con méritos. Para la izquierda democrática las ventajas no son genuinas. Hay que combatir con políticas activas la lotería del nacimiento y la distribución desigual azarosa de oportunidades a lo largo de la vida. Hay que asegurar derechos sociales y multiculturales de ciudadanía, que a la larga garantizan que se avanza con esfuerzo y talento, creando mercados más verdaderos.

La otra concepción de políticas sociales es la moderna, que incluye desde el batllismo, el wilsonismo y el socialismo democrático en Uruguay hasta el liberalismo social y la socialdemocracia o la izquierda mundial. Desde Franklin Delano Roosevelt y William Beveridge hasta Olof Palme o Enrico Berlinguer, desde José Batlle y Ordóñez y Emilio Frugoni hasta Wilson Ferreira o Zelmar Michelini. Es la concepción de los derechos sociales universales de ciudadanía.

El desafío del FA y de futuros aliados es aprovechar la pausa de tranquilidad con crecimiento, empleo y estabilidad que ofrecen al país UPM II, el Ferrocarril Central (que valorizará todos los emprendimientos productivos del sur del río Negro hasta Montevideo, por la fuerte baja del costo logístico) y los nuevos mercados de la Unión Europea hasta 2022.

Es el momento de hacer o de finalizar las reformas de estructura que elevarán la productividad de todos los factores de producción en la educación, las relaciones laborales, la seguridad social, la salud, la promoción productiva de la pequeña empresa a la inversión innovadora bajando costos junto con la curva del déficit fiscal y asegurando un fuerte y sostenido impulso de crecimiento con distribución y renovación ecológica de la economía.

¿Lacalle y Talvi son la derecha del retorno de los hechiceros? Disfrazados de tecnócratas, llamarán de vuelta al FMI –porque tienen la honesta convicción de que es lo mejor para el país– para arropar sus shocks de recortes.

El batllismo se desvaneció del Partido Colorado. El wilsonismo, del Partido Nacional. Para ellos sólo es la hora de la megamotosierra. Para nosotros es la hora de cambiar de verdad el modelo de desarrollo.