Mientras en el Parlamento nacional se vota el presupuesto para los próximos cinco años, circulan noticias que cumplen diariamente con la rutina del escándalo y la desmentida: se anuncia un zarpazo sobre las políticas sociales, se alborota la tienda opositora, responde alguien del oficialismo que dice que no es tan así, que hubo un malentendido, que no se lo consultó porque justo no estaba o que en realidad la medida que se plantea no cambia nada pero hay que tomarla igual. Entonces hoy se anuncia (y al rato se desmiente, o se relativiza) que los escolares que no coman lo que se les sirva perderán el derecho a almorzar en la escuela; que se vigilará la cuestión del boleto estudiantil porque es un viva la pepa y resulta que hay quienes se valen del beneficio para ir a quién sabe dónde en lugar de a clases; que hay que derogar el artículo que destina “de pleno derecho al dominio público” la franja costera porque lo importante, más que el uso público de la playa, es el derecho de los propietarios, que en algunos casos vienen heredando desde la época de la colonia; que es necesario revisar el asunto de las pensiones que cobran las víctimas del terrorismo de Estado (aunque no las jubilaciones de los torturadores ni las pensiones de sus viudas); que no se puede más con las becas de del Instituto Nacional de Empleo y Formación Profesional; que hay que poner orden en las prestaciones del Ministerio de Desarrollo Social; que lo de realojar asentamientos no va a poder ser y que ya que el Estado tiene tantas propiedades lo mejor es que pueda venderlas cuando y como al Ejecutivo se le antoje. De todo esto, algo podrá ser disfrazado, algo podrá postergarse y algo será ejecutado sin miramientos.

Al final, sin embargo y pase lo que pase, el resultado será el mismo: los salarios serán más bajos, las prestaciones sociales serán menos, el patrimonio del Estado se habrá reducido, la calidad de los servicios públicos habrá disminuido y volveremos a escuchar el sonsonete que dice que lo mejor es dejar que los privados intervengan y que el mercado se autorregule, porque a la vista está que sólo el lucro mueve montañas.

Hay una retórica de la productividad (productividad es la forma blanca, neutra, impoluta de referirse al lucro) que nos quiere convencer de que todo lo que existe existe para ser negocio.

En cada una de las áreas en las que se está dando esta sostenida batalla por achicar el Estado y reducir sus obligaciones se podrá discutir y forcejear para reducir los daños, y seguramente habrá para eso sectores de la sociedad que sabrán organizarse y representantes políticos que tomarán la palabra. Lo que me interesa, entonces, no es discutir cada una de estas posibles afectaciones al patrimonio común, sino llamar la atención sobre la racionalidad que sostiene la prédica y la práctica devastadora de lo público a la que estamos asistiendo.

No es nuevo, pero parece necesario decirlo una y otra vez: hay una retórica de la productividad (productividad es la forma blanca, neutra, impoluta de referirse al lucro) que nos quiere convencer de que todo lo que existe existe para ser negocio. Que la playa, por ejemplo, bien podría venderse a los consorcios hoteleros, como se hace en tantas partes del mundo. Que el dique Mauá, ese sitio abandonado, podría venderse para que algún empresario lo actualice y le saque unos mangos. Que los boletos de estudiante no se deben usar para ir de paseo, y que no sería mala idea asociar los ajustes salariales a “compromisos de gestión”, que es otra forma de decirle a la productividad.

Es necesario observar que esta discursividad de la eficiencia, de la optimización de los recursos y del control del gasto va de la mano con esa otra que moraliza el uso del tiempo libre, que vigila el gasto de los pobres, que hostiga al que pierde tiempo en una plaza, que judicializa al que protesta y al que se resiste al abuso y que, en definitiva, orienta el comportamiento hacia una irritación social que se manifiesta en las más penosas formas de la envidia y la vigilancia. Odio hacia las mujeres que no quieren obedecer el mandato de siglos, odio hacia los pobres que gastaron en un vino o en un paquete de galletitas, odio hacia los jóvenes que se organizan y odio, un odio sistemático y sostenido hacia los trabajadores que reclaman, que defienden derechos conquistados con la sangre, el sudor y las lágrimas de varias generaciones.

Me gustaría decir que esto empezó hace poco más de ocho meses, pero la verdad es que empezó mucho antes. Y por eso ahora, cuando las condiciones para que se consolide en forma de más miseria, más angustia y más violencia están dadas como nunca en mucho tiempo, habrá que empezar casi desde cero a explicar que no, que no es inevitable que cada molécula de cada ser vivo trabaje para el capital, que no es necesario que cada grano de arena y cada gota de agua dejen lucro, que tenemos derecho a vivir mejor, a vivir de otro modo, a decir hasta acá llegamos.