Escuchar a la secretaria nacional de Cuidados y directora del Programa Nacional de Discapacidad (Pronadis) del Ministerio de Desarrollo Social (Mides), la psicóloga Gabriela Bazzano, se parece bastante a escuchar a esos dueños de residencias para adultos mayores que se refieren a los internos de los hogares como “los abuelitos” y alardean de cómo se divierten como locos cuando alguien los pone a hacer manualidades con cartulina y telas de colores. Un tono condescendiente que busca tranquilizar y, al contrario, resulta inquietante, porque pasa por alto el hecho de que no son niños. Ni los adultos que requieren cuidados ni los jóvenes con discapacidad intelectual o psiquiátrica son niños, aunque muchas veces sus circunstancias les dificulten la plena autonomía.
Nadie debería saberlo mejor que la persona que dirige las instituciones creadas por el Estado para garantizar los derechos de esta población, pero en cambio la hemos oído en estos días, en televisión, describir a los jóvenes padres vinculados a Seamos, la ONG que ella dirigió hasta 2017, como niños (los padres) felices de estar jugando con niños (sus hijos). Tener hijos, criar, alimentar, cuidar y educar es, siempre y para cualquiera, una tarea difícil. No cabe duda de que la dificultad es mayor para las personas con discapacidad intelectual, una desventaja a la que suelen sumarse otras como la pobreza, la soledad y las carencias de todo tipo.
Por eso, según ha dicho Bazzano a quien la haya querido escuchar, ella inventó ese asunto que la diaria dio a conocer el sábado pasado y que consiste en un sistema por el cual los hijos de padres con este tipo de discapacidad otorgan la tenencia de sus hijos a otras personas. Estos nuevos padres, o “padres articulados”, se hacen cargo de todas las decisiones relativas a los niños (los llevan a vivir con ellos, deciden a qué escuela van a ir, qué atención médica recibirán, qué actividades les convienen) y de vez en cuando los llevan a visitar a sus padres biológicos. Según el testimonio de uno de estos padres articulados, un señor que vive en La Tahona y dice no sentirse cómodo durante esas visitas porque no está “acostumbrado a la pobreza”, nadie visitó su casa antes de entregarles a los niños. Dice también, en el marco de la investigación que finalmente fue archivada pero podría reabrirse, que “para una pareja con problemas de infertilidad es casi imposible no aceptar lo que sea para obtener un chico”. Y sí, es fácil imaginar que Bazzano consideró que podía hacer realidad el sueño de ese matrimonio, que podía facilitarles la tenencia de dos niños sin que tuvieran que pasar por el largo y exigente proceso de la adopción legal. Y al fin y al cabo los niños iban a estar bien cuidados y los papás biológicos, esos que son como niños, podrían seguir con su vida de casi niños y jugar cada tanto con las criaturas, sin haber tenido, ellos tampoco, que someterse a la difícil circunstancia de renunciar a la patria potestad. Pero cualquiera entiende que esto no es tan simple. En primer lugar, porque los padres biológicos estaban en una situación de vulnerabilidad y dependencia de Bazzano que hacía prácticamente imposible que se negaran al arreglo, y en segundo lugar, porque los padres articulados tampoco tenían, a fin de cuentas, la garantía jurídica de que serían considerados, a todos los efectos legales, responsables de los niños.
Detrás de este esquema de articulaciones, entonces, lo que hay es la vieja práctica de entregar niños a padres que los necesitan, y en esa amorosa cruzada suelen obviarse los detalles. No importa demasiado, a la hora de satisfacer el deseo maternal de una mujer infértil, si el niño que se le entrega se obtuvo obligando a parir a una menor de edad, o a una mujer que preferiría haber abortado, o si hay que quitárselo a una madre presa o declarada incapaz. El niño, ese objeto maravilloso, debe proveerse a la aspirante a madre porque no hay nada como el ansia de tener un hijo. Es, según parece, una vocación sagrada que bien vale pasar por encima de cualquier chanchullo, de cualquier incómoda arista moral.
Detrás de este esquema de articulaciones de Seamos, lo que hay es la vieja práctica de entregar niños a padres que los necesitan, y en esa amorosa cruzada suelen obviarse los detalles.
Pero hay un detalle que no deberíamos perder de vista: Gabriela Bazzano no encabeza una agencia de adopciones, sino un organismo creado para velar por el cumplimiento de los derechos de las personas con discapacidad. Es de eso, y no de las necesidades afectivas de las aspirantes a madres, que debe ocuparse. Y para esa tarea, bueno es recordarlo, ya perdió la confianza de la Alianza de Organizaciones por los Derechos de las Personas con Discapacidad –una red que integran más de 20 colectivos– y fue cuestionada por la Red Pro Cuidados, que resolvió retirarse del Comité Consultivo hasta que se designe una nueva autoridad al frente de la Secretaría. También exigen la remoción de Bazzano los sindicatos del Mides (Utmides) y de asistentes personales (SUAP), y expresa su “enfático rechazo” a las actuaciones de la jerarca la Coordinadora de Psicólogos del Uruguay. ¿Quién, entonces, la respalda, si tanto los trabajadores y técnicos especializados como las personas cuyos derechos debe proteger no lo hacen? Bueno, la respalda el ministro de Desarrollo Social, Pablo Bartol. Y la respalda el presidente de la República, Luis Lacalle Pou, que siendo senador y en su carácter de tal se dirigió por carta a la Suprema Corte de Justicia y cursó un pedido de informes al Ministerio del Interior para saber por qué el hogar comunitario de Seamos había sido objeto de una investigación. Y la respaldan, claro está, porque ellos también adhieren a la idea de que la maternidad es sagrada (para quien pueda costearla) y de que los incapaces, los pobres, los desposeídos del carácter que sea, deben brindar lo poco que tengan (su fuerza de trabajo, sus habilidades domésticas, sus hijos) a los señoritos que tienen condiciones de mando. Son patrones de estancia conduciendo un país y a sus instituciones con la misma lógica con que gobiernan sus campos: con una mezcla de rigor y paternalismo, y con la convicción de que los derechos de las personas son artificios inventados para estorbar el buen discurrir de la vida.
La investigación, en todo caso, debería reabrirse, pero incluso si no hubiera (y es posible, claro, que no haya) violaciones a la ley penal en la actividad de Seamos y de la directora de Pronadis, es imprescindible que se advierta que no sólo lo que es delito está mal. Y es imprescindible que toda la sociedad se interese en los derechos de una población que, por las múltiples circunstancias de despojamiento de que es objeto, suele quedar atrapada en la letra muerta de la ley, sin condiciones para la autonomía ni para el ejercicio básico de sus derechos y completamente expuesta a la manipulación, el abuso y el engaño.