Las unidades reguladoras y el ambiente son dos de las áreas que aparecen con cambios institucionales importantes en el proyecto de ley de urgente consideración (LUC). El tratamiento de ambos asuntos era esperable y había sido anunciado con cierta expectativa de avance. Sin embargo, la propuesta, en ambos casos, muestra señales pobres, regresivas y contradictorias.

Por un lado, se crea un nuevo ministerio con competencias en materia de ambiente. Podría ser la expresión de una jerarquización de esta temática, atendiendo la evolución que ha tenido en el país y el mundo. Sin embargo, ya desde su denominación, Ministerio de Medio Ambiente y Agua, vuelve a conceptos superados de hace décadas como el de medioambiente, y considera al agua como si fuera independiente y no como parte del ambiente.

Avanzando en el proyecto, se ve que el contenido del cambio es tan burdo como el nombre del nuevo ministerio. Desaprovecha así una oportunidad de fortalecimiento, y reduce la propuesta a la aplicación de la motosierra sobre una institucionalidad trabajosamente construida para la integración y para la complejidad del ambiente en el transcurso de las últimas décadas.

Respecto de la Unidad Reguladora de Servicios de Energía y Agua (URSEA), la propuesta plantea la transformación de un organismo desconcentrado a un servicio descentralizado, con mayor autonomía administrativa y presupuestal. En principio, esto parece coherente con los anuncios de que sus decisiones tengan una mayor relevancia, sobre todo en los procesos de ajuste tarifario. Luego veremos en detalle que el conjunto de cambios propuestos es regresivo y anacrónico, y su resultado totalmente incierto. En ambos casos, el proyecto transluce preconceptos importantes y un enfoque superficial. El carácter de las modificaciones planteadas refleja que se fueron incorporando múltiples posturas sin mayores desarrollos, de la misma manera en la que se incorporó la fabricación de chorizos en las carnicerías.

De las privatizaciones a la mejora de los servicios

Dado su origen en otro contexto distinto al actual, uno asociado a las privatizaciones y al modelo neoliberal, vale la pena repasar el desarrollo de las unidades reguladoras y evaluar su aporte a la sociedad. Para ello es necesario ver a la regulación como un proceso en construcción, vinculado con el proceso político, la evolución de las tecnologías y las etapas de desarrollo del país en el que se encuentra.

Por distintos motivos, dichas privatizaciones o concesiones en general no se concretaron y los servicios siguieron operados mayormente por empresas públicas, pero se separó el rol regulador en instituciones independientes. Esto obligó a revisar y transparentar las normativas, a mejorar y profesionalizar su gestión para poder cumplirlas, y brindó mayores garantías a los usuarios.

Todo ello no sucedió de un día para el otro, sino que fue un proceso de construcción continua, que incluyó aspectos normativos e institucionales, así como una base de conocimiento importante y una red de articulaciones transversales con el resto de las instituciones estatales y privadas vinculadas.

Este proceso, si bien se inició a principios de la década del 2000, se hizo mayoritariamente bajo los últimos gobiernos de izquierda, y significó además un importante desarrollo de conocimiento aprendido, que permitió evolucionar desde un modelo regulatorio tradicional, propuesto para regular actores privados en mercados imperfectos, a un modelo de regulación adaptado a nuestra realidad, caracterizada en general por la presencia de empresas estatales consolidadas, con objetivos mucho más complejos, y distintos a la maximización de beneficios que caracteriza a la empresa privada del modelo original.

La separación de los roles regulatorios en unidades independientes y la formulación de políticas por parte de los ministerios, por fuera de las empresas públicas, se fue consolidando de manera creciente. Sobre todo en los últimos períodos de gobierno, en que el Estado retoma el rol director de las políticas, generando mayor transparencia, reglas más claras, menor incertidumbre, mejores incentivos de eficiencia, y una profesionalidad creciente frente a problemáticas cada vez más complejas.

Nadie duda de que la regulación independiente de estos servicios es imprescindible para dar garantía de derechos a los usuarios cautivos, evitar el abuso natural del poder dominante y -sobre todo cuando no hay competencia- fomentar la eficiencia y controlar la calidad.

En estos años, las unidades reguladoras han cumplido diversos roles específicos. Han asesorado al Poder Ejecutivo en el dictado de normativas generales y normativas técnicas específicas, como parte de la formulación e implementación de las políticas, fiscalizan su cumplimiento, y si es necesario aplican sanciones económicas, como señales claras para corregir conductas perjudiciales. Esto da garantías a los usuarios y a los inversores, y exige niveles de calidad a las empresas. En la medida en que estas funcionen correctamente, se evita el traslado de controversias a la Justicia, con mayores costos, tiempos e incertidumbres.

En el sector eléctrico y el agua, las unidades reguladoras asesoran en cada ajuste de las tarifas que proponen las empresas, antes de que sean aprobadas por el Poder Ejecutivo. Se hace teniendo en cuenta criterios de eficiencia y sustentabilidad de las empresas.

Además son agentes de recepción de denuncias y reclamos de los usuarios en caso que los prestadores no les den satisfacción. De este modo, respaldan sus derechos. El hecho de que se ampliaran en los últimos años sus competencias en áreas no tradicionales, como la seguridad de los generadores de vapor, los artefactos eléctricos y la eficiencia energética, representa un reconocimiento de su buena reputación.

Cambios propuestos para la URSEA

En muchos aspectos, el proyecto de LUC vuelve a colocar, literalmente, artículos enteros de la legislación original sobre las unidades reguladoras, como si volviéramos atrás en el tiempo, al auge de las privatizaciones. Como si en estos 20 años la realidad nacional y global fuera la misma, como si no hubiera cambios en los mercados y en las instituciones, como si los desafíos fueran los mismos. Parecería que no hubiéramos aprendido nada.

Llama la atención que, aun teniendo acceso a técnicos especialistas en la materia, la “coalición multicolor” optó por copiar y pegar textos de la peor manera. Tal vez el afán refundador buscó simplificar la norma, recortando y pegando artículos enteros, y los mezcló, confundiendo objetivos con obligaciones, como en el caso de la extensión y universalización del acceso a los servicios, la seguridad del suministro, o la protección del medioambiente; por dar un ejemplo.

Tal como se plantea en el artículo 195, los objetivos no son lo mismo que las obligaciones, y esa confusión demuestra el nulo rigor en términos legislativos, o quizás el espíritu militar de que los objetivos se concreten en “obligaciones”, aunque la realidad demuestre lo contrario. Como el general que da la orden de que los árboles crezcan. Si mi asombro es grande, el de los asesores jurídicos del Parlamento debe ser difícil de imaginar.

Las siguientes observaciones a la LUC siguen un análisis particular por sector, puesto que no inciden igual, por ejemplo, para los servicios de agua potable que para los combustibles, donde claramente hay intenciones de reformas que no sabemos hasta dónde llegan.

¿Autonomía para la fijación tarifaria o volver a las privatizaciones?

Pasar de un servicio desconcentrado, que depende administrativamente de Presidencia, a un servicio descentralizado, con mayor autonomía administrativa y presupuestaria, y con la habilitación a dictar actos administrativos en aspectos tarifarios, es el cambio más sustantivo que se reconoce en la LUC para el área.

Otro cambio coherente con el carácter descentralizado, y con el principio de realidad, es que la designación y destitución de los directores se realizaría de manera similar a los otros descentralizados, o sea, a propuesta del Poder Ejecutivo y con venia del Senado. Actualmente se realiza mediante un mecanismo sui generis, en que el Poder Ejecutivo designa a los directores -que deben ser técnicos reconocidos- por un período de seis años, y su destitución debe responder a razones fundadas, cosa que en la práctica, con conceptos tan vagos, quedó demostrado que no significaba un requerimiento. Ni para la designación ni para la destitución. Lo que sí operó como limitante fue la inhabilitación como candidato a cargos elegibles hasta luego de un período de gobierno, y esta exigencia en la propuesta se elimina, resignando cierta intención de mantener un carácter puramente técnico y apolítico que algunos pretenden darles a estas unidades. En definitiva, la propuesta habilita la designación de directores políticos, que su propia prédica tecnocrática cuestiona.

Hasta acá los cambios podrían considerarse un avance interesante, si además continuaran el fortalecimiento y el desarrollo de capacidades, no sólo en las reguladoras sino también en las empresas reguladas -y principalmente las públicas- llevados adelante en los últimos períodos. Si bien hay mejoras pendientes en nuestras empresas públicas, su gestión se ha modernizado enormemente, son más transparentes, más profesionalizadas y están financieramente saneadas.

Los lineamientos ideológicos que el gobierno entrante demuestra con las formas, y alerta con la prédica, son el desmantelamiento y el achique de las capacidades del Estado.

Sin embargo, los lineamientos ideológicos que el gobierno entrante demuestra con las formas, y alerta con la prédica, son el desmantelamiento y el achique de las capacidades del Estado. Todos los demás cambios propuestos van en ese sentido, retroceden en el tiempo e intentan volver a visiones fundacionales, hoy fuera de contexto. Llegan hasta confundir incluso los roles del regulador con los roles imprescindibles de formulación de la política, que deben estar radicados en el Poder Ejecutivo y que a ellos mismos les tocará encabezar por los próximos cinco años.

Pero además, con la obsesión de volver a los orígenes, el proyecto modifica burdamente el resto de la normativa, desconociendo las bases de la teoría regulatoria y los avances y aprendizajes desarrollados. A modo de ejemplo mencionamos algunas modificaciones concretas en este sentido:

  1. Se quita de las competencias regulatorias la referencia a que estas “se cumplirán de conformidad con los siguientes objetivos, y siguiendo las políticas fijadas por el Poder Ejecutivo”. Se desconoce así al Poder Ejecutivo como rector de las políticas, suponiendo erróneamente que estas las formulará la unidad reguladora, o quizás esperan que las formule la mano invisible del mercado, en mercados que por cierto no son perfectos.
  2. Varios de los objetivos eliminados en este artículo se incluyen luego como “obligaciones”, confundiendo términos de tal modo que se destruye la rigurosidad de la norma.
  3. Elimina el artículo que refiere a los cometidos y poderes jurídicos generales acerca de la competencia de proteger los derechos de usuarios y consumidores.
  4. Vuelve al régimen original de sanciones de 2002, desconociendo los avances incorporados en la ley de 2013, que potencia la capacidad sancionatoria y de establecer incentivos consistentes a la URSEA.
  5. Recupera textualmente cometidos originales, como la opinión y redacción de pliegos y el dictamen en los procedimientos de concesión y autorizaciones, de la ley de creación de URSEA de 2002. Esto demuestra la intencionalidad de volver a un pasado inexistente, con soluciones de concesiones y privatizaciones que demostraron, en general, su inconveniencia, aquí y en el exterior.
  6. Respecto de la promoción y defensa de la libre competencia en los sectores regulados, quita el reconocimiento a los “monopolios y exclusividades legalmente dispuestos”, desconociendo la teoría regulatoria y la lógica y el beneficio de su existencia.

Es un proyecto inconsistente hasta con los intereses declarados por sus propios autores.

Se plantea la “obligación” de aplicación de tarifas que reflejen los costos de los servicios, simplificando o desconociendo la complejidad de la tarifa como resultado no sólo de los costos sino también de la eficiencia, la calidad de los servicios y las políticas de subsidios necesarios, por ejemplo para mantener la equidad regional. ¿O van a subir las tarifas de los combustibles, el agua y la energía a los usuarios de las localidades del interior para reflejar los costos, mucho más altos que los de la capital? Imaginen el precio de un litro de gasoil, o de una garrafa de supergás en Artigas, o de un metro cúbico de agua en una localidad aislada de pocos habitantes.

El proyecto de LUC es inconsistente hasta consigo mismo. Plantea la dependencia de la URSEA respecto del Parlamento para tratar los temas relativos a los servicios de agua y saneamiento del Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente, desconociendo la propia creación del Ministerio de Medio Ambiente y Agua que propone en su artículo 248.

En síntesis

Llama la atención la desprolijidad del presente proyecto de LUC, que se supone era el buque insignia de las reformas anunciadas por el próximo gobierno. Por cierto, y dada la magnitud de los cambios que plantea, estas propuestas deberían haberse conocido antes de la elección. Pero estos planteos no fueron formulados nunca en la campaña electoral, y por lo tanto también podemos decir que es una ley traicionera, expresión de intereses ocultos.

Si bien no es el foco de este artículo la creación del nuevo Ministerio de Medio Ambiente y Agua, no podemos obviar que la institución que aparentemente busca expresar una voluntad de jerarquizar esta área es un burda división del actual MVOTMA, volviéndolo más débil aún y desconociendo su lógica compleja e integradora del ambiente.

Por un lado, el proyecto de LUC contiene elementos de sustancia que pueden ser atendibles, pero su aplicación estará condicionada por las intenciones que la redacción sugiere, y que van a contrapelo de los objetivos declarados, como el del fortalecimiento de las unidades reguladoras.

Además de los prejuicios de sus autores, el proyecto delata sus intenciones de volver a un pasado neoliberal inconsistente y refundacional, desconociendo la realidad, la teoría regulatoria, la complejidad de los mercados y las instituciones, y los avances institucionales y globales registrados. Y por si fuera poco, es incoherente consigo mismo, al proponer por un lado más autonomía y poder para las unidades reguladoras, de carácter técnico, pero promoviendo por otro lado la creación de cargos políticos para su directorio.

A efectos de sugerir algunos cambios más interesantes que se podían esperar tratando de buscar mayor eficiencia y capacidad a las unidades reguladoras, cabe recordar algunas propuestas de unificación de las unidades reguladoras de servicios públicos (la URSEA y la URSEC), que permitiría sumar capacidades y sinergias, e incluso ampliar su alcance a otros sectores cuya regulación es todavía más precaria y más necesaria como la salud, o el transporte, e incluso integrar la Comisión de Promoción y Defensa de la Competencia, y el Área de Defensa del Consumidor, radicadas en el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), y vinculadas a la defensa de derechos de los consumidores en general, donde también aparecen oportunidades de mejora, tal como se ha hecho hace unos años en España.

Daniel Greif es director nacional de Aguas y fue presidente de URSEA entre 2010 y 2015.