Era lo esperable: a la campaña de denuncias en el ámbito del carnaval que comenzó con una cuenta en la red social Instagram siguió, además de la intervención de oficio de Fiscalía, una avalancha de espacios similares en los que es posible contar situaciones de acoso, maltrato, violencia, hostigamiento, discriminación o cualquier otra forma de abuso ejercida por varones sobre mujeres. Ya se habían conocido casos en el ámbito universitario y es razonable pensar que aparecerán, más tarde o más temprano, relatos que den cuenta de diversas formas de la vejación y el ninguneo en cualquier ambiente en el que haya espacios de poder, por acotados que sean. No es moda, o no es algo que pueda achacarse lisa y llanamente a la compulsión imitativa de las conductas sociales: es más bien una descarga que ocurre en este momento porque se abrió una brecha suficientemente estable en la trama de complicidad, resignación y costumbre que hasta ahora la había contenido.

Todo esto sale a la luz al mismo tiempo que se procesa, a nivel judicial, uno de los casos más importantes de explotación sexual de menores que se haya visto nunca en el país –la llamada Operación Océano–, y aunque no falte quien diga que las denuncias anónimas en redes sociales buscan distraernos de ese asunto, la verdad es que no importa: hay lugar y tiempo para reclamar por todas las injusticias, por todos los abusos y por todas las violencias, y en todo caso es momento de pensar un poco por qué se producen estas situaciones a las que, en principio, las mujeres, mayores o menores, se someten más o menos a conciencia. Y eso es lo más difícil de entender cada vez que se habla de estas cuestiones, porque el funcionamiento del sistema está tan naturalmente incorporado a la vida que convivimos con él sin fricciones.

En estos días, entre que se conocieron detalles de la Operación Océano (por la que decenas de hombres mayores de edad están siendo investigados por la Justicia penal debido a su conducta prostituyente con menores) y se publicaron las historias de abuso en el carnaval, una señora que conozco y que no vacilaría en describir como lúcida y rebelde se la ha pasado publicando reflexiones en voz alta relativas a la bobera de las chiquilinas, a la negligencia de sus madres, a la sinvergüenzada de salir con señores para sacarles provecho, a la zoncera de andar denunciando que te apretaron cuando estabas borracha si en primer lugar no tenías nada que hacer ahí, a esa hora y borracha. Ni una sola palabra se dirigió al señor que manoseó a la chiquilina borracha, al que la fue a buscar al liceo para llevársela a un hotel y pagarle los servicios con droga, o con plata, o con lo que sea. Ni un reproche para el abusador, que seguramente hizo lo que la cultura y la oportunidad lo mandatan a hacer, a diferencia de ella, que aunque conoce perfectamente la historia de Caperucita no vacila en atravesar el bosque. Porque a veces parece que la cultura funciona para un solo lado. Parece que las chiquilinas de 13, 14, 17 años no son, también, moldeadas por la cultura. Que no son conminadas a ser, por diez minutos, la que atrae la atención del poderoso, del famoso, del que tiene eso tan codiciado y tan frágil que conocemos como prestigio.

Por otra parte, el poder y el prestigio no necesitan de la vocación de groupie de nadie: que levante la mano la mujer de cualquier edad que no tuvo que esquivar el franeleo de algún jefe, el manazo en un ascensor, la broma obscena, las referencias a su figura. Que hable la que nunca soportó larguísimos parlamentos dedicados a construir el sentimiento de culpa por no corresponder al deseo de algún amigo o por no mostrar gratitud por la atención recibida de alguien importante. Claro que la mayoría hemos sabido surfear esa ola y no nos declararíamos heridas de muerte por la lanza de ningún tarado con aspiraciones de galán de cine, pero eso no quiere decir, de ninguna manera, que el abuso sea un derecho consagrado por la Constitución.

Es esperable que todo esto crezca durante un tiempo como una bola de nieve, que de esa bola se separen, rápidamente, las conductas punibles legalmente de las que sólo son desubiques o groserías que, como mucho, acarrearán el rechazo social en ciertos ambientes. Y caerán por su peso las historias de desamor, los malentendidos y los equívocos sin importancia, porque las relaciones afectivas son complejas y no es razonable esperar que se sujeten a ningún código.

Sin embargo, es imprescindible que todos miremos con atención cómo se construye el modelo que hace posibles estos vínculos aberrantes. Que hagamos el ejercicio de observar qué edad tiene el protagonista varón de casi cualquier película y qué edad tiene, en cambio, la protagonista femenina. Que hagamos lo mismo con las series y las telenovelas. Que revisemos los cientos de páginas de las historias policiales y nos preguntemos cómo alguien pudo pensar que era verosímil que el detective panzón, desaliñado y veterano causara el síndrome de apertura instantánea de piernas en todas las muchachas en flor mencionadas en la novela. Y que observemos que el galán, ese que le lleva al menos 20 años a la muchachita, es siempre, en algún aspecto, una figura de autoridad. Las chicas sólo quieren divertirse, eso es cierto, pero, ¿quién se divierte con un borracho en situación de calle? No, es obvio que el borracho divertido es el que tiene algo para ofrecer, y que en todo caso el intercambio de fluidos es un peaje. Y no faltará quien diga que si tanto asco te daba, mijita, no tenías por qué pagar el peaje. Pero decir eso es soslayar todo lo que esta sociedad considera de verdad valioso. Es negligenciar las formas del éxito que se nos ofrecen como deseables. Es hacer de cuenta que no vivimos en el mundo en que vivimos.

Las denuncias, entonces, seguirán cayendo, y algunas tendrán un correlato en la Justicia y otras muchas serán apenas un desahogo y, esperemos, una advertencia a los babosos de siempre para que lo piensen antes de mandarse una de más. Pero nada de eso va a cambiar si lo tratamos exclusivamente como un asunto de leyes, reglamentos, protocolos y sanciones.

Hay que cambiar el mundo.