Si bien vamos a abordar de lleno el asunto de las políticas culturales y la gravitación que la pandemia puede llegar a tener sobre ellas en los próximos años, nos queremos referir brevemente a la realidad que precedió a la covid-19. Nos inspiró para esto el excelente documento presentado por Ana Agostino en el foro organizado por el Claeh sobre gestión cultural y pandemia; fundamentalmente, sus sugerencias finales, y sobre todo aquella que exhorta a “acercar la novedad”.

La pandemia no cayó en medio de un mundo apacible y tranquilo; ni siquiera sobre un mundo atravesado por confrontaciones de aquellas que podríamos considerar fuertes pero claras, visto desde la perspectiva del debate de ideas.

En Occidente, que es de lo que –con cierto atrevimiento– podemos llegar a hablar, ya desde antes de la pandemia ser antiestablishment, antiglobalización, altermundista, contestatario, rebelde, revolucionario... ¡podía ser de izquierda o de derecha! También en Uruguay comenzaban a esbozarse esas confusiones ideológicas, proceso que en nuestro país no ha dejado de acentuarse.

Las semióticas y las gestualidades pierden cierta univocidad, una cómoda pertenencia en exclusiva a una sola orientación que resultaba, ciertamente, tranquilizadora: ya hace algunos años acontecía que como primer acto de campaña electoral en Francia, Marine Le Pen se apersonaba en una fábrica ocupada en el cinturón industrial de París para solidarizarse con la huelga que sus obreros llevaban adelante. La imagen podía formar parte de la iconografía clásica de las izquierdas pero la líder y el grupo eran de los ascendentes en las extremas derechas europeas.

También en este plano, “todo lo sólido” comenzaba a “desvanecerse en el aire”.

Un conjunto de acontecimientos disruptivos, de esos que anunciaban un “cambio de época”, como el brexit, el triunfo de Donald Trump o –más peligrosamente cerca– de Jair Bolsonaro (a quien recientes sondeos de opinión siguen mostrando muy fuerte en términos de respaldo popular) habían venido a constituirse en hitos. Pero ya antes se había venido dibujando un paisaje de fondo con los regímenes de Polonia, Hungría y Venezuela, todos muy distintos, hasta antagónicos desde algún punto de vista, pero con rasgos comunes: amplia base popular de sustentación y un sesgo autoritario reñido con las instituciones clásicas de la democracia representativa.

Un aire contrario a la razón liberal se enseñoreaba del mundo.

El telón de fondo es el malestar con la globalización. La publicación de libros sobre este tópico no cesa y adquiere ribetes de un boom. A vía de ejemplo, mencionemos la publicación de Retropía, la obra póstuma de Zygmunt Bauman, y de La edad de la ira, del ensayista angloindio Pankaj Mishra. O Estudios del malestar, de José Luis Pardo, de quien tomamos prestado el título para lo que constituye hoy casi un género propio. Es que una sección o un anaquel en una biblioteca o librería podría ahora mismo, con facilidad, completarse bajo el rótulo “estudios sobre el malestar”.

Trazar símiles o analogías con los procesos vividos en los años 20 y 30 del siglo pasado y su deriva hacia el fascismo o el nacionalsocialismo es tan tentador como fácil, aunque este abordaje requeriría otro rigor, amén de lápiz de punta fina.

Lo cierto es que esto acontece en esta era de globalización, en la que la hipermodernidad coexiste con niveles de injusticia y desigualdad inaceptables (los estudios de Thomas Piketty sobre el capital en el siglo XXI y de Gabriel Burdin, Mauricio da Rosa, Andrea Vigorito y Joan Vilá sobre la concentración de la riqueza en Uruguay dan cuenta de ello), una época caracterizada por el hiperconsumo y la hiperconexión, que ofrecen un inmenso potencial de confort y emancipación mientras se encubren nuevas formas de dominación más sutiles y soterradas, pero de mucho mayor potencia que todas las conocidas con anterioridad. Ya no requieren ni la crueldad ni el castigo, ni las modalidades posdisciplinarias, propias del panóptico, sino que se activan desde el deseo. El capitalismo artístico, diría Gilles Lipovetsky, despliega sus múltiples seducciones, los deseos se exacerban, las insatisfacciones se acumulan, los resentimientos se van cocinando a fuego lento.

Entonces irrumpen respuestas y cuestionamientos que van creciendo hasta que devienen un sentido común mayoritario; el malestar campea. Las viejas categorías explicativas comienzan a flaquear y faltan palabras que refieran a lo nuevo. Todo luce desordenado y confuso si uno pretende analizarlo con las viejas categorías cognitivas que nos permitieron comprender el mundo hasta hace sólo tres lustros.

El lenguaje se enfrenta a sus límites a la hora de dar cuenta de estos procesos. Es aquello de “las palabras no saben lo que pasa”, que expresara Salvador Puig en un antológico poema.

Todo esto ya acontecía con anterioridad a la pandemia y ahora todo se verá exacerbado, cual realidad aumentada. El propio concepto instalado de “nueva normalidad” desencadena una disputa por la definición de sus reglas, alcances, contenidos, redefinición de derechos y deberes.

Por eso concuerdo con la visión de Ana Agostino: si hay un desafío de imaginar realidades diferentes, si el sentido del futuro está en disputa, el artista, el agente cultural, el gestor/gestora y quienes tengan a su cargo el diseño y ejecución de políticas públicas en cultura están llamados a cumplir una función. Porque por naturaleza tienen que ver con el devenir, con “lo que todavía no se nombra pero eventualmente será”, como bien dice la autora en el artículo que dio origen al foro de marras.

Ya el escritor argentino Salvador Benesdra reflexionaba en su novela “El traductor” sobre el arte como el ámbito privilegiado de la imagen, “la síntesis imposible y sin embargo lograda del concepto y la relación, de la partícula y la onda, del conocer y del sentir”.

No será desde el lenguaje sino desde las infinitas connotaciones, multiplicidades simbólicas, las cargas de sentido disparadas desde la polivalencia del arte y la cultura que recibiremos (como el Noé bíblico recibió en el arca una ramita que una paloma traía en el pico) primeras señales de nuevas tierras firmes que se anuncian pero aún no están a la vista.

Es en el plano de las artes y de la cultura donde podrán comenzar a bosquejarse, si no la luz del día, al menos, relámpagos que iluminen por un instante en medio de la oscuridad. “Acercar la novedad”, le llama Ana, en lograda expresión, al final de su documento.

Habrá entonces una puesta en escena teatral, un diálogo, un monólogo, un concierto, un rap, una murga, la relectura de un clásico o un moderno, una obra producida en una fábrica o usina de la cultura, un poema leído en un ciclo de poesía, una performance o un espectáculo de danza, un pasaje de una película que en un instante nos abrirá una rendija que nos perturbe y nos modifique. Esto podrá acontecer en los templos de la cultura, en los barrios o en las pequeñas comarcas.

Que todo esto pudiera acontecer acompañando las miles de ollas populares que han brotado como hongos a lo largo y ancho del país para que decenas de miles de compatriotas puedan contar con algo tan básico como un plato de comida para no sucumbir al hambre podría provocar sinergias de gravitante aporte en términos de creatividad, crecimiento, dignidad, emancipación.

Esto no escapará ni a la inteligencia ni a la sensibilidad ni al impulso altruista de los que solos se lanzan a entretejer solidaridad, sin esperar nada de nadie salvo de los comunes, para cumplir con el precepto bíblico de que cada hombre o mujer sea guardián de su hermano, para ampararlo y protegerlo en la hora de la adversidad.

Y como novedad no es novelería, muchas veces lo nuevo se enraizará en viejas tradiciones, respondiendo al binomio tradición/innovación, que es el binomio que mueve la historia entera del arte y de la cultura.

En esta era signada por tamaña oscuridad, tal vez sean las artes y la cultura, en sus sentidos latos, los solos vehículos y las únicas manifestaciones expresivas que logren oficiar como una suerte de antena sensible, como un radar que capte el pulso y las palpitaciones de algunos balbuceantes agentes del cambio que emiten mensajes mientras sobrevuelan en zonas de riesgo.

Sutiles e incipientes, están anticipando las formas de lo que vendrá.

La buena política cultural será aquella que logre liberar y potenciar aquello que se está incubando y que trae consigo, otra vez, los viejos y pendientes mensajes de libertad, igualdad y fraternidad, aunque no en modo proclama sino en aquel otro, inherente al arte, en el que ética y estética constituyen inescindible unidad.

Pero las incumplidas promesas de la democracia serán otra vez interpeladas. Y no estoy hablando del actual gobierno, sino de algo más estructural, más profundo y expandido en el tiempo y en el espacio.

Actividades y servicios culturales bajo el impacto de la nueva normalidad

La pandemia impacta sobre todas las profesiones, y cada una de ellas está revisando y proyectando su reapertura y desenvolvimiento bajo nuevas pautas y parámetros.

Los protocolos introducen regulaciones, a modo de exhortos o de imposiciones, para posibilitar reinicios en condiciones de seguridad sanitaria.

Se abre una etapa compleja en la que habrá que ir calibrando los nuevos equilibrios entre economías operativas de las industrias creativas, en sentido lato, y la salud pública.

Frente a la crisis que generó la pandemia, quienes tengan a su cargo el diseño y la ejecución de políticas públicas en cultura están llamados a cumplir una función. El eslabón esencial de la cadena que debe ser respaldado por su mayor efecto de arrastre y derrame, de tracción para el conjunto del sector, es el de las instituciones culturales.

En cada caso hay que identificar el punto en el que, aforo mediante, una rama de actividad puede abrir asegurando condiciones sanitarias sin caer en quiebra ante la imposibilidad de absorber los costos operativos, en tanto y en cuanto la distancia física abate en forma severa las plazas, las butacas, que permitían otros ingresos al operar en condiciones normales.

Se impone la definición de respaldos públicos que deben ser establecidos con criterios claros y transparentes. El eslabón esencial de la cadena que debe ser respaldado, por su mayor efecto de arrastre y derrame, de tracción para el conjunto del sector, es el de las instituciones culturales.

Decirlo es fácil; hacerlo, lo sabemos, es harto difícil. Son innumerables e importantes los sectores de la economía nacional que están fuerte y gravemente impactados por la pandemia.

Pero de una manera u otra habrá que acometer el reto, o mucho capital intelectual y cultural acumulado a lo largo de décadas se perderá y el país sufrirá un retroceso tan severo que mejor es ni llegar a imaginarlo.

Asumirlo como pesada carga volvería el asunto más gravoso y mortificante a las autoridades. Por eso sería mejor, demostraría otro talante y sorprendería a todos para bien, si lo encararan como apuesta. Apuesta enérgica por las artes y por la cultura; hecha con arrojo y determinación, con el entusiasmo y la convicción de quien sabe que así se la juega por la creatividad, la inteligencia y la innovación.

Sin entrar ahora en el fondo de los planteos formulados por Facundo Ponce de León en el semanario Búsqueda meses atrás sobre izquierda, relato y cultura, creo sí que para esta última sería muchísimo mejor que las nuevas autoridades respondieran favorablemente a su exhortación e incorporaran con fuerza, con mucha fuerza en su agenda de gobierno los asuntos vinculados a las artes, las tradiciones, el patrimonio y el debate de ideas. La valoración política de si una determinación de ese orden resultaría buena o mala para izquierdas o derechas es harina de otro costal. De regla, uno diría que hay cierta lógica en el hecho de que los sectores de actividad (culturales u otros) favorezcan con su voto a aquellos que, a su vez, los han favorecido con sus políticas, asegurando dignidad y reconocimiento a sus vidas y sus profesiones. Para la cultura siempre será mejor, sin dudas, que se la tenga en cuenta, que se la jerarquice, que se la fortalezca con organización y recursos para su mejor y plural desarrollo, antes que el ninguneo, el recorte o el desmantelamiento.

La protesta del sector cultural es comprensible y legítima, los reclamos son justos. Pero no hay que levantar animosidades simplistas, como en un relato infantil con buenos y malos, héroes y villanos. Poder se puede, pero lo más grave de esa opción no es que sea falaz (que lo es), sino que no ayudará a resolver nada de lo que se necesita resolver. Lo importante es dialogar y acordar soluciones innovadoras y flexibles que supongan apoyos reales para enfrentar la situación. Más pragmatismo, por llamarle de algún modo. Algo más parecido a lo que hace el Sindicato Único Nacional de la Construcción y Anexos o casi todo el PIT-CNT a la hora de procurar soluciones.

La crisis develó desigualdades e inequidades

Una de las líneas de trabajo ha sido desde hace tiempo, por lo menos para nosotros desde 2005, la que se estructuró en torno a un componente que era, a su vez, de descentralización, cultura e inclusión social. Más moderna y democráticamente, en base a las tendencias más recibidas, ha adoptado el nombre de ciudadanía: parece bastante más preciso. Reconoce de mejor manera la dignidad y los derechos inherentes a la persona humana. La cultura, entre ellos.

Pero la pandemia puede arrojar luz sobre nuevas y viejas zonas, áreas, segmentos que hay que integrar y comprender desde la perspectiva de la cultura.

Junto a las grandes obras, los hitos, lo grande y glamoroso (infraestructuras que son imprescindibles por una cantidad de razones: urbanísticas, turísticas, de posicionamiento del país), también son imprescindibles las apuestas enérgicas a lo local, a lo comunitario, iniciativas modestas y austeras pero llenas de dignidad republicana. Los recientes ejemplos montevideanos del Centro Cultural Alba Roballo o el Centro Cultural y Deportivo de Flor de Maroñas marcan un camino que es, a mi juicio, el que se debe fortalecer, así como se debe fortalecer y multiplicar el componente de Recuperación de Infraestructuras Culturales en el interior del país que incluimos en la ley de presupuesto en 2005 y cuya ejecución inauguramos recuperando tres salas en el departamento de Artigas, en la capital, Bella Unión y Tomás Gomensoro, en acuerdo con una intendencia gobernada entonces, como ahora, por el Partido Nacional.

Fábricas, usinas, centros culturales, centros cívicos, centros MEC, o como se les quiera llamar. Una descentralización radical, “a la alemana”, que acerque y empodere; que genere igualdad. Al menos, una aproximación a la igualdad.

Vale mucho también el concepto que Agostino incorpora de “agencia compartida”, de “hacer con”, que guarda relación con la participación social y democrática. Tampoco se nos oculta que hay todo un asunto tan necesario como complejo con eso de la participación. Y, en mi muy personal percepción, mucho de morralla. Aunque también, de buenas prácticas.

Sin embargo, sin participación e involucramiento, sin apropiación colectiva, comunitaria, los procesos sociales fracasan, entre ellos los culturales.

Pero hay un lugar que reivindicaré siempre: el acto de autoridad, el arrojo y el riesgo. Por esto, naturalmente, los gobernantes rendirán cuentas ex post y serán juzgados. Para eso se los designa y tienen el derecho y el deber de tomar decisiones. Ni se los nombra ni se les paga el sueldo para que eviten decisiones bajo el pretexto muelle “Sólo haré lo que la gente quiera”, palabras que tras su apariencia democrática y participativa muchas veces esconden la aversión a la toma de decisiones, la comodidad de no resolver ni definir nada para evitar así la confrontación o el conflicto. De esta actitud sólo emerge un resultado posible: ninguno. Alguien ha dicho con perspicacia: “No conozco el camino hacia el éxito, pero sí puedo definir el camino cierto que lleva al fracaso: querer quedar bien con todos”.

Mientras esperamos las vacunas, que ya se anuncian como inminentes, se despliega ante nosotros un contexto de restricciones de todo orden. Las restricciones sanitarias, económicas y políticas traerán consigo lo que han traído siempre, resistencia a las restricciones. Eso es inevitable y tiene que ver con el devenir, con la Historia, con el itinerario del ser humano sobre la Tierra.

Incluso los dictámenes de la ciencia serán resistidos.

Aun si el Comité de Científicos no hubiera convalidado el teatro, habría habido teatro. Como habría habido danza y poesía, y encuentros. Porque los hubo desde la larga noche del Paleolítico, cuando las amenazas eran mayores y no estábamos aún munidos de los actuales arsenales y herramientas para enfrentarlas. Y sin embargo, dentro de las cavernas se pintaba y fuera de ellas se danzaba y se cantaba, rodeados de toda suerte de virus, bacterias e infinitos elementos intimidantes.

Es pulsión de vida.

Son individuos y comunidades, colectivos y personas, que tienen cosas para decir y las dirán de una manera u otra, sin lugar a dudas.

Luis Mardones es profesor de Literatura y de Gestión Cultural y fue director nacional de Cultura.