El miércoles, alrededor de las nueve de la noche, un procedimiento policial llamó la atención de una joven que estaba trabajando en un bar en el barrio Cordón, en Montevideo. Según sus declaraciones, luego de escuchar gritos salió a la calle y vio que el cuidacoches de la cuadra estaba siendo arrastrado y pateado en el piso por dos agentes de Policía. Ella empezó a filmar el operativo con el celular al mismo tiempo que preguntaba por qué estaban deteniendo al hombre, y el resultado fue que terminó también detenida.

Además de la evidente arbitrariedad de la detención y de la violencia ejercida contra el hombre, que puede apreciarse en la filmación que, pese a todo, terminó circulando en las redes sociales, es necesario llamar la atención sobre otras dos cosas. La primera, las palabras de uno de los policías, que, en medio del procedimiento y dirigiéndose a la mujer, dice: “se les acabó el recreo a ustedes”. ¿De qué recreo habla? ¿Cree, el agente, que filmar un procedimiento policial violento o interesarse por la suerte de una persona que uno conoce y está siendo detenida sin motivo aparente constituye alguna clase de diversión, algo que una joven que está en horario de trabajo hace para entretenerse entre tarea y tarea? ¿El recreo sería, en cambio, el del hombre que estaba siendo detenido? ¿Le parece al agente que malganarse la vida en la calle vigilando autos ajenos es un modo de combatir el aburrimiento? ¿Es ese el recreo que la Policía nacional está llamada a terminar? ¿Son un cuidacoches y una mujer de 25 años munida de su teléfono celular los enemigos de la paz social y de la convivencia?

Cuesta entender que personas armadas y en superioridad numérica sientan alguna clase de orgullo por actuar así, prepoteando a un hombre que tiene vulnerados todos sus derechos desde mucho antes del arresto, y que encima tiene que dar explicaciones de su circunstancia, justificar su sólida existencia en el espacio que otros querrán, supongo, ver vacío de él, limpio de su presencia vergonzante. Pero esos policías están ahí, sacándolo de la vía pública por la fuerza, y parecen orgullosos. O no, tal vez no sea orgullo. Tal vez sea la forma de cobrarse el mal rato, el sueldo mucho menos que suficiente (como el de la mayoría de los asalariados, justo es decirlo), la escasa simpatía de los civiles y el desprecio y la humillación de sus superiores. Quién sabe. Es difícil entender en qué parte de esa escena alguien puede ver algo como un recreo.

La segunda cosa sobre la que hay que llamar la atención es, si se quiere, todavía más grave. Cuando se le preguntó por este procedimiento, que está siendo investigado por la Justicia, el ministro Jorge Larrañaga dijo que “se trata de personas que tenían tenencia y consumo”. No especificó de quién o de quiénes hablaba, pero poco importa, puesto que ni la tenencia ni el consumo (de drogas, suponemos) están penados por la ley. Y el ministro Larrañaga, antes de ser ministro, ya era abogado, y también fue legislador, así que lo sabe perfectamente. Y si lo sabe, pero igual lo dice, lo único que se puede concluir es que está pasando un aviso moralista y asustaviejas para disimular que lo que pasó fue que un hombre fue sacado de la calle por medios violentos y que una mujer fue detenida también cuando quiso saber por qué lo estaban violentando.

Esta no es la primera vez que el ministro del Interior hace declaraciones públicas que deben ser tomadas muy en serio. Lo hizo también cuando dijo que no tendría en cuenta las recomendaciones de la Institución Nacional de Derechos Humanos –un organismo del Estado, creado por ley, tan oficial como su ministerio o como cualquier otra repartición pública– e incluso amenazó con promover acciones de inconstitucionalidad contra ella. 

También esta semana se conoció la noticia de que un joven de 19 años fue baleado por la Policía en la cabeza y por la espalda cuando conducía una moto en el departamento de Artigas. Había faenado tres ovejas “para consumo personal”, según dijo el amigo que viajaba con él en la moto. Al delito de abigeato, según la Ley 19.418, puede caberle una pena de entre tres meses de prisión y seis años de penitenciaría, aunque existen, por supuesto, circunstancias agravantes y atenuantes. A ningún delito, en nuestro país, le cabe la pena de muerte. 

La impresión que dejan estos casos (que se suman a muchos otros que se denuncian desde hace años, pero cuya frecuencia aumentó escandalosamente en los últimos meses) es que el personal policial está inquieto, presionado y ansioso por mostrar quién manda, y que la forma que encuentra para hacerlo es recurrir al abuso y a la violencia. Y si tenemos en cuenta que a la cabeza de esa institución vertical y jerárquica que es la Policía hay un ministro que confunde lo que no le gusta con lo que es ilegal o inconstitucional, hay pocas esperanzas de que las fuerzas a su mando puedan ejercer la autoridad de manera civilizada, responsable y con garantías para la población, que es, en definitiva, la que está a su cuidado.