Una tentación enorme a la que no ha podido resistirse el universo bienpensante ni acá ni en ningún lado es la de mostrar a los líderes populistas como personajes que condensan lo negro del mundo: la ignorancia unida a la soberbia, el individualismo llevado a extremos de un narcisismo solipsista, la vocación autoritaria, el discurso simplificador en lenguaje llano. Figuras como Donald Trump o Jair Messias Bolsonaro (y antes, por ejemplo, la voluntariosa gobernadora de Alaska, Sarah Palin) se acomodan perfectamente a esa caricatura del líder político que no se avergüenza de su poca cultura ni esconde su desprecio por las formas institucionales de la política tradicional. Sin embargo, con más o menos éxito estas figuras logran conectar con un sector importante del electorado, y pensar que eso se debe exclusivamente a la irresponsabilidad cívica de las mayorías es eludir cuestiones importantes.

En Uruguay, la llegada al Parlamento de una agrupación política nueva e integrada por un importante número de retirados militares parece obedecer, también, a una dinámica de acercamiento a figuras populistas ajenas a los partidos que ya han estado en el gobierno. Se puede pensar (y, de hecho, se ha argumentado varias veces) que esa corrida de los votos hacia afuera del mapa político partidario tradicional (incluyo al Frente Amplio en esa definición) obedece al desencanto o a la voluntad de probar algo nuevo, pero ese factor tampoco parece suficiente, y no explica, por ejemplo, por qué Edgardo Novick, un rotundo extranjero en la escena pública, no logró captar la atención ni la confianza de ese electorado voluble. Por eso es necesario enfrentar la idea de que Guido Manini Ríos y el sector que encabeza prometen otra cosa, y no sólo novedad y ajenidad respecto de la política partidaria tradicional. Y lo que ofrecen es lo que la izquierda o el progresismo se resisten a ver: un conjunto de valores arcaicos y conservadores que ya quisiéramos considerar extintos a pesar de vivir en un mundo que no hace más que mostrarlos, ofrecerlos y amplificarlos en la más variada forma de manifestaciones culturales y prácticas sociales. Un mundo de jerarquías claras y firmes, de roles consolidados, de rituales y comportamientos que reproducen el orden de las cosas con la suavidad de lo que está aceitado y en funciones desde hace siglos: una idea de patria; un nacionalismo que casi roza lo comarcal; una forma de entender la familia; una retórica del trabajo, el esfuerzo y el mérito que incluye, implícitamente, la aceptación de la autoridad del patrón y la confianza en sus decisiones; el deseo de un ejercicio firme de la autoridad que no sólo evite el crimen sino que impida a revoltosos y confianzudos hacer de las suyas. En fin, todo eso que muchas veces hemos llamado, no sin ironía, “los buenos viejos valores”.

“Lo que vemos, si nos animamos a mirar, es que las ideas más conservadoras vuelven a expresarse como un sentido común generalizado, al punto de que no es raro ver a mujeres repudiando las acciones políticas y legales promovidas por el feminismo o a trabajadores precarios con un pie en la desocupación renegando de las herramientas de lucha de la clase obrera organizada”.

Cabría preguntarse por qué, luego de tres períodos de gobierno de la izquierda en todo el país (y 30 años en la capital), la incidencia de esos valores arcaicos, que no sólo no buscan sino que rechazan fervientemente la emancipación, sigue siendo tan fuerte. La tan mentada hegemonía cultural de la izquierda parece haber sido un asunto de militantes y académicos, una fantasía invocada para azuzar fantasmas desde las tribunas más reaccionarias o para que descansaran en los laureles los que creían haber llegado para quedarse. Lo que vemos, si nos animamos a mirar, es que las ideas más conservadoras vuelven a expresarse como un sentido común generalizado, al punto de que no es raro ver a mujeres repudiando las acciones políticas y legales promovidas por el feminismo o a trabajadores precarios con un pie en la desocupación renegando de las herramientas de lucha de la clase obrera organizada. Haber incorporado a cientos de miles a la sociedad de consumo, me temo, no sólo no fue suficiente para que quisieran vivir en un mundo distinto sino que terminó contribuyendo a la idea de que cualquiera puede alcanzar cualquier cosa que se le antoje si logra combinar la voluntad y los golpes de suerte. La vieja idea de que el socialismo no prendió en Estados Unidos porque hasta el pobre más miserable prefiere pensarse como un millonario que atraviesa un mal momento antes que como un proletario oprimido puede, cada vez más, aplicarse a todo el planeta. Que personajes como los que nombré al principio hayan llegado a ocupar lugares de poder no hace sino apuntalar la ilusión de que cualquier Homero Simpson podría alcanzar la cúspide. Y vivimos en una época que adora a Homero Simpson, tanto da si es por razones de identificación o de cinismo.

El ambiente imaginario construido a través de los medios masivos y las redes sociales, combinado con la incesante invitación a vivir el momento, a no pensar de más, a dejar salir los sentimientos y a escapar de lo complejo, bastó para hacerle el campo orégano a una forma de estar en el mundo que combina codicia, envidia y pereza, y no pocas veces incluye montos peligrosos de ira. Se podrá decir que el progresismo perdió la batalla cultural, pero sería más exacto decir que dejó de darla en cuanto llegó al gobierno, un poco porque no se puede estar en todo y otro poco porque a ningún gobierno le gustan los ciudadanos demasiado despiertos.

Y ahora estamos donde estamos. Podremos hacer chistes con la ignorancia o la temeridad de algunos funcionarios y reírnos de las auténticas burradas de algunos jerarcas, pero la cultura del barrabravismo y el camiseteo nos trajo hasta acá, y es improbable que vaya a sacarnos.