En un episodio de la larga serie que lo tiene como protagonista, el comisario Maigret, creado por Georges Simenon, regresa al pueblo de su infancia con la excusa de investigar algunos hechos criminales, aunque es notorio que lo que lo mueve es el deseo de exponerse a esos paisajes que abandonó poco después de la adolescencia y a los que nunca antes había querido volver. La anécdota policial no viene ahora al caso; lo que me interesa recordar es el diálogo con una mujer, encargada de la hostería de la villa, con la que estuvo sentimentalmente unido en su juventud y a la que plantó sin demasiadas explicaciones. Durante la inevitable conversación de puesta al día, que precede a los reclamos por el abandono, ella le cuenta cómo fueron las más de tres décadas en las que no se vieron, y menciona los años de la ocupación alemana. Los alemanes no tenían nada, dice, y nosotros lo teníamos todo. Les vendimos el pan, la carne, la leche, les alquilamos habitaciones, les ofrecimos todo lo que podían pagar. El recuerdo la va inflamando de nostalgia hasta que termina por admitir que nunca vivió mejores tiempos. Después de la guerra ‒dice, palabras más, palabras menos‒ ya nunca más hubo plata dulce en el pueblo. La derrota de los alemanes terminó con esa demanda que parecía insaciable, y ni la carne ni la leche volvieron a ser pagadas tres o cuatro veces su valor. Algo parecido le ocurre a Adriana Rivas, la Chani, una agente de los servicios de inteligencia de Pinochet que debe enfrentar las preguntas de su sobrina, la cineasta Lissette Orozco, para el documental El pacto de Adriana (2017). Aunque durante casi todo el documental la Chani niega haber sabido que el régimen militar mataba y torturaba salvajemente a los opositores, ella, que fue acusada de haber participado directamente en la tortura y está presa desde 2019, no puede evitar la nostalgia por aquellos días. Y mientras se esfuerza por conservar la imagen de tía canchera que alguna vez tuvo para su sobrina, termina por confesar que los años que trabajó en la DINA fueron los mejores de su vida. Ella, una secretaria de origen modesto, alternaba en fiestas y banquetes con generales en uniforme de gala y con mujeres espléndidas en vestido de noche. ¿De qué otro modo hubiera podido ella pisar esos salones, beber en esas copas? La sangre de los muertos y de los martirizados no le dice nada. Esos años que fueron de horror, de angustia y de tragedia para miles y miles fueron también, para ella y otros como ella, años de una gloria superficial y egoísta.

Es bueno tener siempre en cuenta que incluso los momentos más oscuros de una nación pueden ser recordados con nostalgia por personas que se beneficiaron, por una razón o por otra, de las circunstancias aberrantes que padecían sus hermanos. Y esas personas no son, necesariamente, las que se embanderaron con la violencia. Son apenas las que sacaron su tajadita, las que se sintieron seguras en medio de la tormenta, las que tuvieron algo que ofrecerle al verdugo sin necesidad de enchastrarse las manos. Esas personas se mantienen silenciosas y discretas cuando perciben que el clima moral que las rodea no es propicio, pero salen de la sombra en cuanto huelen otra oportunidad de medrar. Por eso hay que tenerlas siempre presentes y saber que ninguna tiranía se consolida sin su penosa participación.

Entre los que hoy expresan su añoranza de la dictadura hay muchos que no vacilaron en pisar el barro. Son los que se sienten orgullosos de los crímenes cometidos, los que siguen hablando de guerra, los que juegan a hacer pasar la infamia por coraje y se llenan la boca de palabras como honor, lealtad o patriotismo. O los que dicen lamentar los excesos sin dejar de justificarlos. Los que llaman a la cordura y a la resignación, como el senador Raúl Lozano, que, en nombre del realismo y sin dejar de declararse un respetuoso de los derechos humanos, observa que los desaparecidos no pueden aparecer, así que acusa a los que reclaman verdad y justicia de querer, en realidad, venganza.

Pero además de todos estos personajes que fácilmente podemos ubicar en su trinchera, están los otros, los que no sólo no sienten ninguna inclinación hacia la justicia sino que añoran, en el fondo, la ocasión que aquellos años les dieron para hacer su agosto. Los que quieren un país sin sindicatos. Los que quieren a las mujeres en su casa, quietitas y solícitas. Los que no pueden ver a los jóvenes en las plazas y mucho menos toleran las pancartas, las manifestaciones y los reclamos. Los que piden menos Estado y más mercado (aunque ni siquiera puedan enunciarlo así, en una consigna) y se ensanchan hablando de méritos, de ahorro y de eficiencia. Los que creen que crisis es oportunidad, así que no le temen a la miseria ajena, a la angustia del prójimo. La guerra, las dictaduras, las intervenciones militares siempre son, en realidad, la medida de fuerza necesaria para que esos otros, los oportunistas, puedan clavar la bombilla y chupar hasta que ya no quede nada. Hay que tenerlos siempre presentes, porque sin ellos, sin su complicidad ventajera y mezquina, es mucho más difícil para los otros abrir las puertas del infierno.