En los últimos meses y en diversas latitudes, en nombre de la protección sanitaria, los estados han tomado decisiones que han limitado derechos fundamentales. La limitación de derechos es una medida excepcional, de ultima ratio, por lo que cuando se trata de prohibir, restringir o limitar el ejercicio de derechos humanos, los estados no sólo deben atender la normativa doméstica sino que deben cumplir con la normativa internacional, demostrando las razones por las cuales esa decisión es objetivamente necesaria, razonable y proporcional al fin que persigue en una sociedad democrática. Muchas veces, estas medidas no han cumplido con los procedimientos necesarios para justificar los actos adoptados y, por lo tanto, se han constituido en medidas ilegales, ilegítimas y arbitrarias.

Un punto de partida para analizar la forma en que el Estado uruguayo ha procedido al limitar derechos en el marco de la pandemia es la Ley 19.932, sancionada el 19 de diciembre de 2020. Por medio de ella se instrumentó una batería de medidas, “en aras de contrarrestar el avance del coronavirus”, mediante la limitación de los derechos contenidos en los artículos 37 y 38 de la Constitución. Junto con las restricciones al derecho de reunión, previsto en el artículo 38, se propuso la suspensión del artículo 37 que, entre otros aspectos, establece el derecho a ingresar a Uruguay.

Llamativamente, la modificación de este último artículo, que no se trató de una limitación sino de una prohibición general con escasísimas excepciones, mereció poca atención de la población, los movimientos sociales e incluso de la propia oposición al gobierno.

En la exposición de motivos que acompañó el proyecto de la Ley 19.932, al margen de una referencia genérica en la que se indica que ambas medidas (tanto la restricción del derecho de reunión como la de ingreso al país) estaban orientadas “a sostener, mitigar e incluso disminuir el número de contagios”, o alusiones a la “salud colectiva”, ninguno de los 14 párrafos explica el razonamiento que motivó la modificación del artículo constitucional señalado.

En el texto en cuestión no se precisó por qué debía prohibirse el ingreso de personas a Uruguay, ni las razones por las cuales esta prohibición redundaría en menos contagios o las medidas que acompañarían esta decisión, ni se explicó la necesidad, la razonabilidad y la proporcionalidad de la medida.

La prohibición de ingreso, prevista en el artículo 5 de esta ley, impidió el arribo tanto de nacionales como de personas migrantes residentes, y afectó a todas las fronteras: terrestres, fluviales, marítimas y aéreas. Dicha medida rigió desde el lunes 21 de diciembre de 2020, se extendió inicialmente hasta el 10 de enero del 2021 y se prorrogó hasta el 31 del mismo mes. De esta forma, con excepción de quienes se encontraban amparados por el artículo 6,1 nadie podía ingresar al país.

A pocos días del cese (parcial) de esta prohibición, resulta pertinente preguntarnos si semejante medida obtuvo los resultados esperados. También, si es posible prohibir el ingreso de personas nacionales y residentes permanentes al país o si, de conformidad con la normativa vigente y los compromisos asumidos internacionalmente por Uruguay, fueron legales las medidas adoptadas.

Observar la necesidad objetiva, la razonabilidad, la proporcionalidad y justificar la aplicación de esta decisión es absolutamente relevante en un tema tan importante como delicado, ya que impedir a una persona ingresar a su propio país tiene un impacto negativo en el goce de otros derechos. En rigor, son múltiples las afectaciones que la prohibición de entrar a Uruguay puede generar sobre derechos fundamentales como la salud, la integridad personal, la unidad de la familia o el trabajo, por mencionar sólo algunos. Ninguna de estas circunstancias fue contemplada en la ley 19.932, y las excepciones de ingreso basadas en “ayuda humanitaria y sanitaria” del art. 6 inc. a) no fueron precisadas.

Se agrega a este silencio una serie de interrogantes irresueltos: ¿acaso la medida implementada era la más idónea para salvaguardar la salud pública y/o para evitar la propagación de la covid-19?; ¿acaso no existían alternativas menos nocivas? En su defecto, ¿por qué eran ineficaces estas propuestas? En este punto, es importante destacar que la Organización Mundial de la Salud nunca sugirió la prohibición de ingreso como una medida preventiva, sino que alentó la protección de la salud pública a través de medidas menos intrusivas, como la realización de testeos al pasajero arribado, la imposición de cuarentenas obligatorias, la limitación de viajes no esenciales, el distanciamiento social y la higiene de manos, entre muchas otras.

Eventualmente, asumiendo que el Estado reconocía el riesgo de reingreso de una de las diásporas más grandes de la región, como lo es la uruguaya, con un total de 18,3% de emigrantes sobre el total de su población, ¿cuántas personas se anticipaba que regresarían?; ¿eran tantas como para saturar el sistema de salud o provocar el aumento de casos? Y para quienes decidían no retornar, ¿de qué modo se encargó el Estado de respetar y proteger los derechos de quienes quedaron “varados” durante 42 días?

Al contraponer estas preguntas con los elementos que deben ponderarse para limitar el ejercicio de derechos humanos, parecería que el accionar estatal fue desmedido, por no decir arbitrario. En este sentido, mientras que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos instó a los estados a “[g]arantizar el derecho de regreso y la migración de retorno a los Estados y territorios de origen o nacionalidad”, el Comité de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) también dijo que “hay pocas circunstancias, si es que hay alguna, en que la privación del derecho a entrar en su propio país puede ser razonable”, agregando que tal prohibición puede resultar arbitraria cuando es inadecuada, injusta, imprevisible y carente de garantías judiciales. Sobre este derecho, y contrario a lo que parece habitual en esta materia, parecería que sólo hay reglas. No hay excepciones.

La actuación estatal demuestra un apartamiento de los compromisos asumidos en la arena internacional y al mismo tiempo refleja la debilidad de motivos jurídicos para privar el ingreso de nacionales y residentes permanentes.

En la práctica, mientras que en el marco de esta pandemia 91% de los países del mundo cerraron en algún momento sus fronteras para el turismo, viajes de negocios, etcétera, menos de 5% de ellos –Uruguay incluido– impidieron el ingreso de personas nacionales y residentes permanentes a su propio país. Definitivamente, estos datos reflejan tanto la práctica estatal, traducida en la importancia que los estados le asignan a este derecho, como la ineficacia de la medida con relación al fin que persigue. No en vano, ya en abril de 2020, la alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, resaltó que “(e)n virtud del derecho internacional, toda persona tiene derecho a regresar a su país de origen, incluso durante una pandemia”.

Ni en las peores circunstancias habría espacio para prohibir el derecho de entrada, evento que refuerza la idea de que este derecho podría ser considerado absoluto.

Incluso más: puede decirse que la decisión bajo estudio es contraria al “estado actual” del derecho internacional. Los Principios sobre la Privación de la Nacionalidad como Medida de Seguridad Nacional, publicados en marzo de 2020, aseguran que en ningún caso a una persona puede negársele “el derecho a regresar y permanecer en su propio país” (Principio 9.1.3), aun cuando haya sido privada de su nacionalidad. Inversamente, sería insostenible que una persona que aún posee su nacionalidad se vea impedida de ingresar a su propio país o que fuera forzada a mantenerse fuera de él, en una situación equiparable al exilio involuntario.

También es el caso de distintos tratados internacionales ratificados por Uruguay que garantizan expresamente el derecho humano de ingreso al propio país. Específicamente la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH) –ratificada en 1985–, en su artículo 22.5 indica que “[n]adie puede ser expulsado del territorio del Estado del cual es nacional, ni ser privado del derecho a ingresar en el mismo”. A pesar de ser contundente en este punto, en su artículo 27 la Convención también permite que se derogue o suspenda temporariamente el ejercicio de este derecho ante situaciones de emergencia pública. Podría pensarse, entonces, que al prohibir el ingreso “de personas”, la medida adoptada tuvo respaldo legal y el Estado uruguayo actuó de acuerdo con el derecho internacional. Incluso, no hubiera sido el único caso de la región: Argentina, Bolivia, Ecuador y Paraguay en el contexto de la pandemia ya han impedido el ingreso temporario “de personas” a sus respectivos territorios.

El asunto, sin embargo, es más complejo. Una primera lectura de la letra del instrumento regional nos permite identificar que Uruguay no cumplió con el procedimiento previsto para suspender una garantía de la CADH conforme con el precitado artículo 27. En la Ley 19.932 no se refiere en ningún momento a la derogación transitoria del mencionado artículo 22.5 de la CADH, no se alude a las normas internacionales en que se amparó el Estado para hacerlo y mucho menos se declara el estado de emergencia que lo obliga a adoptar esta decisión. Además, Uruguay no cumplió con la obligación internacional de informar a los estados parte, por intermedio del secretario general de la Organización de Estados Americanos, tal como exige el artículo 27.3 de la CADH, que transitoriamente dejaría de garantizar este derecho –u otros–.

Esta obligación no mereció la atención de Uruguay pero sí fue observada por países como Argentina, Bolivia, Ecuador y Paraguay, Chile, Colombia, República Dominicana, El Salvador, Guatemala, Honduras, Jamaica, Panamá, Perú, Surinam y Venezuela,

Muchos otros argumentos podrían ensayarse para demostrar por qué no puede privarse a una persona de ingresar a su propio país.2 Lo cierto es que esta pandemia puso de manifiesto la tensión entre el derecho del Estado a regular la entrada en su jurisdicción y el derecho a circular libremente. En esta fricción de intereses también se pone en evidencia la dificultad de proyectar qué hubiera ocurrido si las fronteras de Uruguay permanecían abiertas. Sin embargo, la actuación estatal demuestra un apartamiento de los compromisos asumidos en la arena internacional y al mismo tiempo refleja la debilidad de motivos jurídicos para privar el ingreso de nacionales y residentes permanentes. La decisión se asemeja a una medida más bien reactiva, de autopreservación ante el inicio de la llamada “primera ola” de contagios, pero no se respaldó en el derecho vigente, que exige adoptar la medida menos restrictiva cuando esta pueda limitar el disfrute de los derechos humanos.

La “nueva normalidad” exigirá redoblar esfuerzos para respetar garantías elementales que, parecería, en este contexto distópico, se han olvidado o “convenientemente” se ha pretendido olvidar.

Valeria España es abogada, magíster y doctoranda en Derechos Humanos por la Universidad Nacional de Lanús. Ignacio Odriozola es abogado y magíster en Migración y Estudios de Movilidad por la Universidad de Bristol.


  1. Exceptúanse de la prohibición dispuesta en el artículo anterior a las personas que cumplan algunas de las siguientes condiciones: A) Los transportistas internacionales de bienes, mercadería, correspondencia y ayuda humanitaria y sanitaria; B) Los pasajeros que acrediten haber adquirido su pasaje para el ingreso al país hasta el 16 de diciembre de 2020 inclusive, siempre que a esa fecha contaran con las autorizaciones necesarias en su caso. 

  2. Joseph Carens, profesor de la Universidad de Toronto, sostiene que el derecho a ingresar al propio país es uno de aquellos derechos “exclusivos de membresía” con que cuentan las personas nacionales y migrantes residentes permanentes de un Estado, y garantiza “la seguridad de entrada” al país. En la misma línea, Dimitry Kochenov, de la Universidad de Groningen, entiende que este es un derecho principal entre el “puñado de derechos” que acompaña a la nacionalidad y el ejercicio de la ciudadanía.