No hace mucho se hizo viral un video en el que una pareja (hombre y mujer; él sentado un poco más adelante, ella en segundo plano) de notorio acento cubano hablaba de los peligros de la promiscuidad sexual. Entre ellos se interpelaban como “pastor” y “pastora”, y a poco de empezado el asunto quedaba claro que eran marido y mujer. Su preocupación, como decía, era la inmoralidad de algunas cristianas que, al momento de mantener relaciones íntimas dentro del matrimonio, se dejaban ganar por el morbo y empezaban con “ay, uy, que por aquí, que por allá”. Lo más llamativo del sermón (llamémosle así) no era la profusión de inmoralidades de las que la pareja de pastores parecía estar al tanto (eso era, en todo caso, lo más cómico), sino la repetición, sin demasiado orden ni concierto, de expresiones fijas que se intercalaban en medio del recuento de barbaridades cometidas por las pecadoras. Así, mientras les pasaba un café a las muy desvergonzadas, la pastora mechaba en cualquier parte de la retahíla de rezongos la expresión “gloria al Señor”, en tanto que el pastor (su marido) se valía de una muletilla aún más sorprendente: “Estamos definidos”. Así que todo el asunto se limitaba a mirar muy severamente a la cámara (es decir, a las cristianas lúbricas a las que estaba dirigido el mensaje) y amonestar, en tono desafiante e indignado, a cualquiera que pudiera sentirse aludido por las desviaciones al recato que, justo es decirlo, ellos parecían conocer muy bien. Y dale con “gloria al Señor” y “estamos definidos”. ¿Qué función cumplían esas muletillas, excepto inscribir en una certeza, en una posición consolidada y confiable las amonestaciones? Sin el menor sentido (es decir, desprovistas de su significado léxico), cumplen la función práctica de encuadrar en un marco de autoridad y de comunidad las pamplinas dichas en tono enfático y rotundo.

Del mismo orden de los intercambios imaginarios son muchas de las letras que saturan el cancionero popular: desafíos, juramentos, anuncios de autonomía o de “hasta aquí llegó mi amor”, acusaciones y provocaciones varias que no parecen obedecer más que a la demostración de una soberanía ingenua, declarativa, patotera. El mundo colorido y ardiente de los vínculos inmediatos y binarios, sin mediación simbólica, sin metáfora y sin distancia. Pasajes al acto que se verifican a la distancia, en todo caso, gracias a la letra de una canción o a la mensajería de WhatsApp o a la existencia de las redes sociales.

Aprovechando esa condición inherente a las redes, esa naturaleza de dispositivo entregado directamente de las manos del creador para que podamos dar rienda suelta a nuestros impulsos más violentos o exhibicionistas, crecen como hongos ciertas partículas que lo van tapizando todo de afirmaciones intercaladas con insultos, acusaciones que deslegitiman argumentos mediante la descalificación de quien los usa (para todo esto hay nombres, pero no estamos acá dando una lección sobre falacias lógicas) y desafíos a diestra y siniestra del tipo “se les cayó la careta”, “se van”, “aplaudan focas” o “rosaditos cabeza de termo”. Y claro, también hay otras cosas, porque basta que exista una herramienta para que alguien sepa cómo sacar jugo a todo su potencial (podría incluso decirse que el último precede a la primera, o mejor, que son indiscernibles, simultáneas, huevo y gallina del avatar técnico). Así ocurre que, por ejemplo, el Sindicato Médico del Uruguay inicia una campaña para advertir del riesgo inminente de colapso sanitario y a los 10 minutos es tendencia el hashtag “sindicatodelmiedo”, que pinta esa preocupación como una maniobra de desestabilización política, un acto de terrorismo que debe ser punido con todo el peso que permita la ley. Lo que no deja de tener su costado tragicómico: hasta hace unos meses se temía justamente que las acusaciones de terrorismo pudieran caerle a quien no obedeciera los protocolos sanitarios, y ahora caen contra los que piden extremar las precauciones.

No sé si es necesario decir que los que claman por medidas que contengan la circulación de personas obedecen un mandato técnico (siempre una razón técnica será vista antes que nada como una razón práctica, como una necesidad), mientras que los que lanzan las consignas antimédicas (acusando al SMU de ejecutor del Partido Comunista, por ejemplo) obedecen a otra razón técnica: la de mantener andando la cadena de extracción de valor de lo que sea. Unos piensan en términos de salud pública (plazas de CTI, personal disponible, respiradores, etcétera) y otros en términos de salud financiera (bajar el déficit, cuidar las ganancias de los grandes empresarios, minimizar el gasto social, etcétera). La figura de las perillas, a fin de cuentas, no era mala; en todo caso el asunto sería cuál de las perillas es la que se activa, y en el caso del gobierno está claro que la de la extracción de valor será siempre la más importante, aunque se la adorne de palabrería como “libertad responsable” o “no queremos un Estado policíaco”. Palabrería, digo, porque el Estado amante de la libertad que nos están cantando mete sin vacilación la mano en los sueldos de los trabajadores estatales, pero no toca las utilidades de los bancos, ni de las grandes empresas agroexportadoras ni de los privados en general (y sí, señora, señor, me refiero a los grandes, no al almacenero de la esquina ni a la peluquera que se gana el jornal a costa de 12 horas parada secador en mano) y no le ofrece ninguna solución al que tiene que elegir entre comer y cuidarse. El miércoles se supo que un trabajador del frigorífico Canelones, un operario de la sección desosado, de 49 años, murió por covid-19. Ese día se contaban 25 casos activos entre los trabajadores de la planta y 110 estaban en cuarentena. Venían de un año de conflicto, de haber pasado meses de angustia que incluyeron una marcha a pie, que duró dos días del mes de julio del año pasado, desde Canelones hasta el Ministerio de Trabajo. Habían logrado la reapertura de la planta a costa de sacrificar parte del salario. La libertad responsable no tiene lugar cuando no hay condiciones para elegir quedarse en casa. Nadie pensó –nadie piensa– en que hay miles y miles de trabajadores que no se enferman en fiestas ni en juntadas con amigos, sino en el trabajo, como hasta el cansancio han explicado las gremiales médicas que es donde se contagia la mayoría de la población.

En medio de esta situación que tiene a todo el mundo tironeando entre dos delirios (el del control sanitarista y el del complot de los laboratorios), ahora vemos que los trabajadores de la salud no pueden más, que están exhaustos, que soportan niveles de presión que los ponen en riesgo tanto como el virus mismo. Y claro, nos preocupamos porque no queremos caer, eventualmente, en manos de un médico agotado, de una enfermera al límite. Pero no nos preocupamos por que la presión del trabajo nos exprima todo el tiempo hasta la última gota de sangre, acá o allá. Porque está saturado y exhausto el reponedor del súper, la cajera, el de la motito que nos trae el pedido. Porque está trabajando con miedo y estresado el conductor del ómnibus, la periodista que esperó horas que empezara una conferencia de prensa en la que al final nadie dijo nada nuevo, el telefonista que no tiene idea de a quién pasarle el caso de una señora que se siente mareada y no sabe si le bajó la presión o está teniendo un ACV. La violencia del sistema está completamente naturalizada, así que hemos perdido la posibilidad de tomar distancia para verla, para separarnos de ella, para despegarnos del dolor y el agotamiento constantes en que estamos viviendo. Por suerte tenemos las redes para poder pararnos de un lado o del otro y descargarnos. Por suerte cada tanto un ladrón se nos cruza en la calle y podemos correrlo, alcanzarlo y terminar con su larga carrera delictiva. Por suerte podemos pedir que nos cuiden o que no nos cuiden, tanto da, según el lado del delirio en el que nos hayamos ubicado. La realidad es un pacto, y no sé si alguna vez habíamos aceptado un pacto tan salvaje.