Las mujeres que hemos incorporado los aportes de las teorías feministas en nuestra forma de entender e interpretar la sociedad y sus instituciones nos vimos impulsadas a reexaminar los valores y pautas culturales dominantes que teníamos incorporados y a intentar modificar nuestras prácticas personales y colectivas.

Es así que el feminismo, como herramienta de análisis y transformación, nos permite redescubrir nuevas facetas, riquezas y carencias en los conceptos con los que fuimos educadas y formadas, tanto por las instituciones tradicionales (familia, sistemas educativos, ámbitos laborales) como por los colectivos que fuimos integrando a lo largo de nuestra vida.

Este ha sido un riquísimo proceso; nos redescubrimos a nosotras mismas y a nuestras congéneres como sujetas, dejando de ser individuas pasivas, para incorporarnos activamente en la construcción de un mundo mucho más justo para todas y todos.

El reconocimiento del gravísimo nivel de explotación que el sistema económico, social y cultural ha ejercido sobre más de la mitad de la población –las mujeres, por nuestra capacidad de ser las reproductoras de la especie– ha generado la necesidad de organizarse, juntarse y expresarse para analizar y reclamar los cambios de fondo que eliminen las diversas explotaciones, que nos han limitado las posibilidades de investigar, conocer, expresarnos e integrarnos en todos los ámbitos donde se deciden los cambios en el mundo.

Nosotras, las feministas, pensamos que nuestras propuestas son revolucionarias porque cambian de raíz las estructuras que desplazan y empobrecen a millones de personas en base a definiciones culturales, religiosas o de interés económico, que sólo generan desigualdades.

Esto hace que muchas de nosotras busquemos cambiar ese pensamiento conservador y castrante, que también rige en los ámbitos políticos, por el diseño patriarcal de sus normas y prácticas y porque están ocupados mayoritariamente por varones.

Por eso resulta tan difícil la militancia partidaria para las feministas, porque pretendemos cambiar esas formas y esas normas, buscando modificaciones hacia una progresiva inclusión de las mujeres de manera igualitaria. Estas propuestas resultan elementos extraños en los estilos tradicionales de negociación entre pares, a partir de los cuales se desarrollan las confianzas mutuas.

Pero la mayor perplejidad que nos aqueja a las feministas que militamos en la izquierda es constatar, en quienes tradicionalmente definen las orientaciones políticas, la reiterada falta de reconocimiento de la igualdad de género como condición indispensable para alcanzar la justicia económica y social.

Se propone la justa distribución de los recursos y de la riqueza entre todos y todas, sin asumir que las propuestas de cambio del feminismo –democracia sustantiva y no sólo formal, concepción integral sobre el trabajo remunerado y no remunerado, equidad en las relaciones interpersonales, respeto de la dignidad de las mujeres y de la diversidad de las personas– son ineludibles para generar transformaciones revolucionarias del orden social establecido, que sólo atiende el interés de pocos y la explotación de muchos y muchas.

¿Cómo se puede concebir una izquierda radical sin cambios en las relaciones de género y sin autocrítica de nuestras prácticas, por cierto bastante tradicionales?

Las feministas que han integrado las institucionalidades del Estado, junto con las feministas académicas, las trabajadoras, las feministas militantes políticas de izquierda, hemos impulsado transformaciones en el diseño y ejecución de las políticas públicas. Se fueron derribando barreras para la inclusión de las mujeres y de los sectores de población más discriminados; sin embargo, esos cambios que apuestan a la igualdad no han sido valorados como aportes sustantivos para los proyectos políticos de la izquierda.

La democracia paritaria resulta todavía una herramienta de menor consideración, por lo que las resoluciones coyunturales en la construcción de alianzas siempre son eso: coyunturales y no estratégicas. Los objetivos buscados son siempre acotados en comparación con las transformaciones revolucionarias que implican un cambio de paradigma en la forma de hacer política. La resistencia al cambio y los miedos a ese cambio, que implica resignar espacios de poder, se expresan mediante la búsqueda de un espacio que se pretende más radical, pero dentro de una herramienta rezagada en transformaciones de fondo.

Así, las militantes políticas feministas nos preguntamos: ¿cómo se puede concebir una izquierda radical sin cambios en las relaciones de género y sin autocrítica de nuestras prácticas, por cierto bastante tradicionales?, ¿cómo pensar en un desarrollo cuya sustentabilidad esté basada en la inclusión de todos y todas?

Es notorio que la derecha nos tiene mucho más miedo que la propia izquierda, porque se ha organizado en todo el mundo para “eliminar la ideología de género”, expresando así su ignorancia conceptual, pero revelando la sabiduría del poderoso, al captar la carga revolucionaria del feminismo y las consecuencias para sus intereses de acumulación de la riqueza y dominación.

Apenas imaginar que los varones tengan que ocuparse de “cuidar” y que las mujeres ocupemos sus sagrados y exclusivos recintos de decisión es muy peligroso para el sistema construido por los patriarcas.

Pero somos porfiadas. Y seguiremos dando la lucha donde nos llevan nuestras convicciones, nuestros ideales y nuestros afectos. El bienestar de la humanidad estuvo, está y estará en nuestras manos. Sólo queremos decidir cómo lo brindamos con justicia y en igualdad de condiciones.

Betina Acosta, Tita Almeida, Yandira Álvarez, Jessica Bardanca, Rosanna Cabillón, Elvira Corbo, Miriam dos Santos, Celia Eccher, Margarita Escobar, Lucy Garrido, Ximena Giani, Nora González, Pepi Goncálvez, Cristina Grela, Liliana Huguet, Ivonne Lima, Mariella Mazzotti, Alejandra Moreni, Ana Cecilia Peraza, Margarita Percovich, Silvana Pissano, Sylvia Rotunno.