Hace algo más de un año publiqué una novela ambiental (Juegos Cochinos, Editorial Huri, Colonia 2022). Casi al final de la historia, narro en detalle el ilimitado poder que desarrollaron las empresas de la agroindustria para penetrar e incidir en prácticamente todos los sectores de la sociedad, desde las políticas públicas, hasta las embajadas, los contenidos en los medios masivos de comunicación, pasando por los centros de investigación y los currículos de las universidades. Lo describo en mi libro sin concesiones y a través de un ejemplo aterrador: el lobby para que uno de sus empleados, que para la sociedad son “científicos independientes”, gane el premio Nobel de medicina con el fin de hacerle creer a los ciudadanos del mundo el valor científico y social de sus productos. Poco importa que, como ha sido probado hasta por la Organización Mundial de la Salud, sean peligrosos para la salud y contaminantes del aire, el suelo y el agua, y destructores de la biodiversidad planetaria.

¿Por qué les cuento esto? Cada mañana de domingo tomo mi café negro sosteniendo la taza con una mano y el diario con la otra. Miro en diagonal, es muy temprano, y a esta hora solo leo las notas cuyos títulos me llaman mucho la atención. “Raquel Chan, la científica argentina que podría ser candidata al premio Nobel”, dice en la tapa de un suplemento especial llamado “Las mujeres y hombres que marcaron el año 2022” de La Nación, uno de los diarios más influyentes de la Argentina. Conozco quién es esta mujer: una bióloga que trabaja para Bioceres y que es responsable, junto con un equipo, del desarrollo del trigo transgénico.

Leo la nota con voracidad; lo que escribí como una ficción hace cinco años atrás está sucediendo en la realidad. Conozco en detalle cómo funciona ese juego, cuáles son las reglas del lobby, cuantas relaciones multisectoriales tienen que existir por detrás para que la punta del iceberg comience a emerger, y cuánto dinero circuló para que esta nota exista como contenido central en un día domingo de verano, mientras las familias comen el asado y se divierten al compás de la música y el tinto. Me irrito cuando el artículo identifica a “una periodista francesa” que, según el texto, es quien propuso a la científica. No se menciona su nombre ni tampoco su afiliación. Es que no solo no importa, sino que posiblemente no existe, pero eso tampoco importa. Que el lector retenga que fue sugerida desde Francia, eso sí importa. Le da legitimidad y seriedad. Que Francia tenga prohibido el uso de transgénicos tampoco importa, el lector no lo sabe ni lo sabrá. La nota sigue y pasa a otro tema. Describe el pasado combativo de Chan en el colegio Pellegrini, exigiendo el uso de pantalones para las mujeres y el “exilio” en Israel como consecuencia de sus luchas por democratizar la vestimenta. Un detalle de mal gusto para una región que tiene la trágica experiencia de miles de muertos y desaparecidos. Tampoco importa. Por último, aparecen citados los logros académicos de Chan, sintetizados en el número de papers publicados. Nada, absolutamente nada, se menciona en la nota sobre los impactos ambientales por el uso de los agrotóxicos que forman parte indisoluble de los transgénicos, tampoco de los miles de casos de cánceres y malformaciones que han sufrido hombres y mujeres como consecuencia del uso del Roundup, comúnmente llamado glifosato. Todos casos probados y por los que Monsanto, ahora Bayer, está pagando multas multimillonarias. La última condena fue en 2020 en los tribunales norteamericanos y ascendió al pago de 11 mil millones de dólares a los damnificados. La Corte Suprema de Justicia norteamericana ratificó la multa a pesar de las apelaciones hechas por el bufete de abogados de la empresa productora de agrotóxicos.

Chan menciona en la nota que el trigo transgénico permitirá aumentar la producción de ese cereal y por lo tanto acabará con el hambre. Permítanme recordarle a esta señora y a sus jefes que la cantinela del hambre ya pasó de moda y perdió credibilidad. Solo por tomar a la Argentina, país donde ella vive al igual que algunos de sus patrones y lobistas, cada vez más personas tienen hambre. Los datos de hace solo una semana ascendían a 45%. Nada, absolutamente nada, inciden los transgénicos en el acceso a la alimentación. Lo saben ellos y lo saben todos quienes quieren saberlo. En Argentina, Uruguay y Paraguay, los transgénicos fueron aprobados en 1996. No existe un solo indicador que muestre que han acabado con el hambre, todo lo contrario. Los transgénicos han acabado con la tierra fértil y el agua libre de contaminación que permitiría el cultivo de productos de la agricultura convencional y libres de agrotóxicos que afectan la salud de las mujeres y niños. También la fertilidad de las abejas e insectos, que como se sabe, son fundamentales para proteger y conservar la biodiversidad. La deforestación salvaje asociada a las plantaciones de transgénicos y al uso de los agrotóxicos son una de las principales fuentes de gases de efecto invernadero responsables del cambio climático. Esto también lo saben ellos y todos quienes quieren saberlo.

El trigo transgénico recientemente aprobado en Argentina y en etapa de experimentación en Uruguay será, de la mano de la Sra. Chan y sus jefes argentinos, aunque vivan en Uruguay y España, una bomba que explotará en la cara de los políticos que lo aprueben, que serán acusados antes que después de haber sido cómplices de la destrucción consciente e irresponsable de nuestra dieta y del planeta. Y todo eso por un puñado de dólares.

Florencia Roitstein fue subsecretaria de Estado para el Desarrollo Sustentable en Argentina.