Es más fácil atrapar un conejo que a un lector, escribió Gabriel García Márquez en su decálogo de siete puntos para noveles escritores. Eso, que Gabo aprendió mientras escribía una columna llamada La Jirafa en la prensa de Barranquilla, en los lejanos tiempos en que Uruguay festejaba el título de campeón del mundo en Maracaná, no ha dejado de ser cada vez más cierto. En los intentos por echar mano a ese veloz mamífero de hábitos nocturnos han quedado por el camino casi todas las predicciones sobre los muchos futuros imaginados para los varios periodismos. Pero aprendimos el plural, que no es poco.

El periodismo en que se forjó Gabo estaba hecho de redacciones siempre presenciales, camaradería masculina envuelta en humo de cigarrillos, teletipos con cables de lejanas guerras sin imágenes, y periódicos de papel reinando con orgullo en los quioscos y los cafés. Hace 16 años, al nacer la diaria, había una gran distancia con ese universo pero todavía podía entreverse el hilo conductor. En esta década y media que nos separa de 2006, con virtualidad naturalizada, lectores atrincherados de manera tribal en las redes sociales, teléfonos inteligentes desbordando cortes interesados de lo real, incipiente feminización del oficio, horizontalidades peleando su lugar, y con los jirones de Gutemberg resistiendo en la penúltima trinchera, los cambios para la profesión han sido mucho más radicales en una cuarta parte de tiempo.

¿Y dentro de otros 16? Seguiremos necesitando que un Jon Lee Anderson se interne dos meses entre los talibanes para conocer nuestra propia Edad Media, y que una Leila Guerriero se sumerja obsesivamente en el mundo del malambo o en las manos de un pianista para hablarnos de lo más profundo de nosotros. Distinto es saber qué vehículo tendrán esos contenidos. Estarán, quizá, los neuroimplantes, las redes 6G, las tecnologías exponenciales convergentes. También nos encontraremos a sólo una década del espantoso –porque espanta– postulado de la Ley de Moore que pronostica que en 2048 el equivalente a una computadora personal actual de 1.000 dólares, sea cual sea su forma, tendrá el poder de cálculo de todos los cerebros de la Tierra (El futuro va más rápido de lo que crees, por Peter Diamandis y Steven Kotler, 2020). O más difícil de imaginar todavía: la ley del rendimiento acelerado dice que en un siglo viviremos el equivalente a 20.000 años de cambios tecnológicos (Cómo crear una mente, por Ray Kurzweil, 2019). Pero también tendremos más desigualdad y menos planeta, con todos estos avances agudizando la exclusión social (Informe social del mundo 2020, Organización de las Naciones Unidas).

Con neuroimplantes o con rapsodas, el periodismo del futuro tendrá que seguir buscando atrapar al conejo, con el agravante de que ese animal mitológico estará cada vez más oculto entre la maleza de la desinformación provocada y de los relatos interesados en mantener privilegios. Habrá que auxiliarse, como siempre, con una lectura honesta de la realidad y con las herramientas del oficio: investigar, chequear, narrar. Buscando la ingrata complejidad por encima de las endorfinas del gueto. Ya no se tratará de vivir –Gabo de nuevo– sino de transformar para contarla.