Recientemente circuló –de forma un tanto repentina, pero no sorpresiva– la posibilidad de discutir la reelección presidencial en Uruguay; el propio presidente opinó sobre el tema. Para una ciudadanía activa y que ejerce sus derechos civiles y políticos de forma proactiva, resulta siempre un gesto positivo discutir sobre cualquier tema que se plantee en la agenda pública. Sin embargo, nuestra democracia y la construcción republicana que procura sostenerla en estos tiempos que corren no estarían necesitando tanto un debate sobre los derechos de los que pretenden ser elegidos (o reelegidos), sino sobre los derechos de quienes pueden elegir. Es por eso que el título de esta nota no responde a la pregunta reeleccionista, o la responde ignorándola, dado que hoy necesitamos mucho más intercambiar acerca de otros cambios. Por ejemplo, sobre cómo entendemos que el voto es obligatorio a partir de los 18 años, por una disposición pensada para un contexto histórico y social de hace más de medio siglo, y por qué, ante importantes desafíos que enfrentan las democracias en el mundo por la desafección política y la no correspondencia entre las respuestas de “la política” ante preocupaciones genuinas de distintos colectivos sociales –entre los cuales las juventudes se destacan–, consideramos que sería pertinente discutir la posibilidad de votar a partir de los 16 años.

En la región, jóvenes con 16 años pueden votar –sin que sea obligatorio hacerlo– en Argentina, Brasil y Ecuador; en Chile actualmente se discute sobre la posibilidad de que jóvenes de 16 y 17 años puedan votar en el plebiscito en el que se resolverá el proceso constituyente. En España el debate sobre el voto a partir de los 16 años está presente desde hace varios años, pero cobró impulso a partir de un acuerdo inicial en la actual coalición de gobierno y que encomendó el análisis de la propuesta a una comisión del Congreso. En Alemania, la nueva coalición de gobierno se propone universalizar el voto a partir de los 16 años, con el antecedente de que ya es posible el voto a los 16 años en elecciones locales y regionales en los estados de Bremen, Brandeburgo, Hamburgo y Schleswig-Holstein. En 2007, Austria fue el primer país de la Unión Europea (UE) donde se aprobó el voto desde los 16 años; otros países de la UE, como Serbia, Bosnia, Croacia y Eslovenia, permiten el voto a los 16 años si se está trabajando. En Estonia pueden votar en elecciones locales desde 2015, y en Hungría se puede votar a los 16 si se está casado. En Grecia e Israel es posible votar con 17 años (generales en el primer caso, locales en el segundo). Los casos de Escocia y Gales incluyen, además del voto en comicios locales, las elecciones legislativas.

Uruguay tiene algunas particularidades en lo que al debate sobre derechos civiles y políticos se refiere, y últimamente algunas manifestaciones de tales debates sobre el ejercicio de esos derechos nos coloca más cerca de posiciones de restricción de derechos que de apertura y ampliación. Para empezar, los uruguayos que viven en el extranjero tienen vedada cualquier posibilidad de voto (salvo la de pagar el pasaje y venir a votar): esto lo convierte en un caso bastante particular en el mundo. Recientemente se escuchó como eje de la campaña por la derogación de los artículos de la ley de urgente consideración que haber interpuesto un recurso de democracia directa como el referéndum (avalado por 800.000 firmas) fue un atentado contra el derecho a gobernar, es decir, que no era democrático. En nuestro país la representación de las juventudes y sus preocupaciones, propuestas y sensibilidades se encuentra muy poco reflejada en la “agenda dura” de la política. De forma contrafáctica, se consideran “jóvenes” en política personas de entre 35 y 45 años (en realidad, son adultos, grandes, con problemas y formas de vida muy alejados de los de la juventud).

En Uruguay y en el mundo existe una fuerte crisis de representatividad de los sistemas políticos y de los partidos tradicionales. El conjunto de cambios acelerados ambientados en la globalización y la hiperconectividad condiciona un tipo de acceso a la información de forma inmediata, ágil y dinámica, que los partidos políticos con sus tradicionales formas de funcionar y tramitar sus discusiones internas no logran canalizar en propuestas actualizadas a la realidad actual.

La ampliación del derecho al voto a partir de los 16 años es una medida tendiente a eliminar barreras etarias que limitan las posibilidades de participación y avanza hacia el paradigma de mayor reconocimiento.

Del otro lado, las prácticas sociales de las juventudes en ámbitos diversos como la cultura, la preocupación ambiental, deportiva, territorial, religiosa, educativa y de tantas otras esferas interpelan a la política tradicional. Con sus múltiples militancias e identidades, las juventudes no encuentran eco en una agenda política que tiende a instrumentalizar acciones impulsadas en los más diversos ámbitos de la sociedad.

Los discursos públicos de la política no se encuentran con esta riqueza y diversidad, por lo cual cientistas sociales y analistas políticos sitúan este problema como una consecuencia posible de la no participación electoral de estas franjas etarias. Desde una visión utilitarista y pragmática: no votan, por lo tanto no influyen en el resultado electoral; si no influyen, entonces no importan como actor potencialmente destinatario de los discursos y propuestas políticas a implementar.

La democracia y la participación son acciones significantes que se aprenden en la práctica, por lo cual desde el punto de vista de la pedagogía política y ciudadana se debería discutir si no es deseable la posibilidad de ampliar la base electoral a partir del voto a edades anteriores a “cumplir 18”.

En una política adultocéntrica es necesario entender que la participación ciudadana de las personas menores de edad es un componente de los derechos reconocidos a niños, niñas y adolescentes en la Convención de la Organización de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño, a la que Uruguay suscribe. La posibilidad de que personas de 16 años puedan votar, sin que sea obligatorio, también se enmarca en los principios que rigen este instrumento, y no debe confundirse esta posibilidad con “ser mayor de edad más temprano”. Entendido en este marco, el voto es un mecanismo que se agrega a otros como instancia de participación efectiva y como una ampliación del derecho a la participación de jóvenes en base a las capacidades evolutivas que históricamente hoy están desplegando. Además, la voluntariedad, libremente ejercida y con información adecuada, debe ser la característica central de esta participación; dado que toda obligatoriedad conlleva una sanción por su incumplimiento, no es justificable en este contexto normativo que el no ejercicio de este derecho pueda ser considerado una infracción.

En un sistema político que, como el nuestro, tiene voto universal, la no inclusión de determinados perfiles etarios en la discusión y participación de la cosa pública los sitúa automáticamente fuera de dicha idea de universalidad. Por eso la ampliación del derecho al voto a partir de los 16 años es una medida tendiente a eliminar barreras etarias que limitan las posibilidades de participación, avanza hacia el paradigma de mayor reconocimiento y es, en definitiva, una acción positiva de inclusión electoral. En vez de un debate sobre el poder –en definitiva, eso es una propuesta de reelección presidencial–, lo que nuestra democracia necesita es más debates sobre cómo se controla al poder y cómo se ensancha la base social de cuántos y quiénes pueden colocar a alguien en la responsabilidad de conducir un gobierno por cinco años. Bienvenido, sí, este debate.

Sebastián Valdomir es diputado del Movimiento de Participación Popular, Frente Amplio y sociólogo.