En 2009, la Ley 18.589 instauró oficialmente que cada 11 de abril se conmemore el Día de la Nación Charrúa y la Identidad Indígena y prevé que el Poder Ejecutivo y la Administración Nacional de Educación Pública desarrollen “acciones públicas que fomenten la información y la sensibilización de la ciudadanía sobre lo sucedido en Salsipuedes en 1831”. El 6 de abril de este año, en un acto conmemorativo realizado en el Parlamento en el marco de dicha ley, tuvo lugar un debate que ilustra, una vez más, cuáles son los puntos ciegos que impiden abordar institucionalmente las relaciones entre el Estado y los indígenas en el país, en particular con relación a las organizaciones e individuos que reivindican la identidad charrúa.
El debate en cuestión dejó claro que los legisladores colorados y cabildantes se resisten a reconocer las responsabilidades de Estado implicadas en la matanza de Salsipuedes, la legitimidad de las organizaciones indígenas del presente, así como insisten en negar cualquier posibilidad de descendencia y presencia indígena en nuestro país, en especial la charrúa. Desde que el tema ocupa la agenda pública –de una forma marginal– el Estado se ha mostrado ambiguo y resistente a cualquier movimiento conclusivo respecto a los colectivos indígenas. Desde el Ejecutivo se expresaron pedidos de perdón no oficiales (como el de Luis Almagro en la asamblea de la Organización de las Naciones Unidas en 2014), declaraciones a favor y en contra de la ratificación del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) dentro del mismo gabinete, el compromiso de realizar un “estudio científico” sobre si hubo genocidio o no en el marco del Ministerio de Educación y Cultura (MEC), y la inclusión de colectivos indígenas para participar en comisiones sobre educación y lucha contra la discriminación. En líneas generales, la clase política y las instituciones del Estado no han logrado formular una posición sobre la emergencia de identidades indígenas en el país.
A esta indefinición estatal se le suma que buena parte de las consideradas voces autorizadas sobre el asunto –políticos, periodistas y académicos–, como Daniel Vidart y Renzo Pi Hugarte (ambos fallecidos), niegan en varios artículos cualquier posibilidad de existencia de indígenas en el Uruguay actual, descalificando a las organizaciones indígenas con términos acuñados específicamente para referirse a ese proceso como “charruísmo”.
Desde una perspectiva del discurso histórico, en el proceso de construcción del estado-nación uruguayo los indígenas fueron literalmente borrados de la historia, o definidos como sujetos violentos, carentes de cualquier marca de civilización, errantes y sin ninguna aptitud social. Estos discursos, en la mayoría de los casos, asumen la voz de los agentes coloniales.
Así, los discursos históricos y la memoria nacional organizada a través de las primeras historias nacionales y otros saberes especializados, como la arqueología en el siglo XIX, se abocaron a consolidar una imagen negativa sobre los indígenas, adjudicándoles un conjunto de características que vendrían a justificar su extinción. Salvo algunas excepciones, estas imágenes construidas sobre los indígenas postulan la incapacidad de los pueblos originarios para la civilización y la nula herencia material y cultural que nos legaron, como evidencia de su atraso. Colocados siempre en un tiempo prehistórico y negada su agencia, los indígenas dejaron de existir o desaparecieron. El episodio histórico de la matanza de Salsipuedes, colocado como pivote en esta historia, es presentado como un acto casi burocrático necesario para la consolidación del país y la prosperidad económica, y también, como el fin de la presencia indígena en el territorio.
El análisis de los datos históricos demuestra que las acciones de Salsipuedes y las que vinieron después se encuadran en lo que es una política de Estado en la medida en que fue planificada, coordinada y acordada entre los sectores dirigentes; implicó la movilización de recursos económicos y humanos especialmente destinados a ejecutar dicha política; fue antecedida de la creación de un clima favorable a la acción, o sea, fue publicitada y construida su necesidad; tuvo como protagonista principal al presidente de la República, y existió un plan trazado y estructurado para alcanzar el objetivo: el exterminio de las formas de organización de las tolderías. El sistema de repartos de los prisioneros, que implicaba la separación de madres e hijos, así como la continuidad de las acciones militares posteriores al hecho, demuestra que el objetivo excedía la acción militar en sí. Esta política de exterminio reproduce casi en los mismos términos la política ejecutada por el estado colonial en su fase final (1776-1811), donde se acelera el proceso de expulsión y exterminio de los indígenas a partir del avance de la sociedad colonial con la fundación de ciudades al norte del río Negro, la organización de cuerpos militares especializados para ese fin como la creación del Cuerpo de Blandengues y una sucesión de “partidas” militares que tenían como saldo la captura de prisioneros, muertes y la dispersión de las tolderías.
Las visiones sobre las relaciones entre indígenas y el Estado en Uruguay adolecen de una miopía forjada por los discursos sobre la identidad y la organización de la memoria nacional.
Delante de la imposibilidad de concretar el proyecto colonial en este territorio debido a la capacidad bélica y de resistencia de los pueblos originarios, la política de pacificación y reducción dio lugar a la política de exterminio. La intensificación de la violencia contra los indígenas –incursiones armadas sobre sus territorios, rapto de mujeres y niños, muerte a sus líderes guerreros– instauró una situación bélica continua, que incluía a varios actores del medio rural, con alianzas estratégicas cambiantes. Cuando se abre el período republicano, después de una década de alianza entre la sociedad criolla e indígena durante la revolución, la política de exterminio reaparece como solución para el desorden y el caos instalado en el medio rural. Cabe mencionar que buena parte de los actores protagonistas de la primera república habían sido también agentes coloniales destacados.
A pesar de que Salsipuedes sea narrado como un enfrentamiento puntual, no fue así, sino que forma parte de una larga cadena de ataques contra los indígenas. Existe una diferencia entre presentar un hecho como un enfrentamiento cuyo saldo fueron unos pocos muertos, donde las partes enfrentadas eran enemigas, que presentarlo como lo que es: una etapa más –decisiva, por cierto– en la ejecución de una política planificada, coordinada y ejecutada por el Estado uruguayo.
Este tipo de política que busca la eliminación física del otro fue, y en parte aún lo es, común en el continente americano y otros continentes. La acumulación de experiencia histórica define esas prácticas como genocidio y existe un consenso civilizatorio mundial que lo condena. El Estatuto de Roma, aprobado en Uruguay por la Ley 17.510, prevé el crimen de genocidio sobre un grupo específico, cuando se ejecutan matanzas de miembros de ese grupo, se lesiona gravemente la integridad física y mental, y cuando se producen traslados por la fuerza de niños del grupo a otro grupo.
Los que sobrevivieron sin ser capturados continuaron resistiendo la violencia del Estado pero con su unidad sociocultural, la toldería, fuertemente debilitada. El desplazamiento fuera de las fronteras uruguayas y la dispersión en el interior profundo fueron parte de las estrategias de sobrevivencia utilizada por charrúas, minuanes y guaraníes. Los indígenas aprisionados, fundamentalmente niños y mujeres, fueron llevados a Montevideo como mano de obra esclava para servir en las casas de la capital. La ruptura de la continuidad histórica de los pueblos indígenas provocada por la violencia estatal tuvo impactos sobre la reproducción social y cultural de los pueblos indígenas, y sobre las trayectorias de vida de los que sobrevivieron.
En el censo de 2011, 2,4% de la población uruguaya señaló la ascendencia indígena como la principal. En departamentos como Salto y Tacuarembó, esos porcentajes llegan hasta 6% y 8%. Las investigaciones de la doctora Mónica Sans vienen ampliando los datos sobre la participación genética indígena en nuestra población, que asciende a más de un tercio. El campo de la arqueología nacional viene aportando evidencia sobre las intervenciones sobre los paisajes y las formas de poblamiento de los indígenas en nuestro territorio. Existen hoy, en Uruguay, más de una decena de organizaciones indígenas e indigenistas.
El debate aún está sometido a perspectivas político-partidarias, a la manipulación de datos históricos y a la negación de hechos sociales del presente. Las visiones sobre las relaciones entre indígenas y el Estado en Uruguay adolecen de una miopía forjada por los discursos sobre la identidad y la organización de la memoria nacional. Desde que Uruguay es Uruguay, la afirmación de no tener indígenas en su territorio y ser una sociedad crisol de razas venidas de los barcos constituye una verdad incuestionable. Esto a pesar de que, a fines de los 80, emergen organizaciones de descendientes indígenas que vienen promoviendo la revisión de los discursos históricos y presionando al Estado para volver la mirada sobre los hechos del pasado, reivindicando un tratamiento más justo con sus antepasados y el respeto a sus trayectorias de vida.
Someter a silencio a una porción de la sociedad que se reconoce como indígena, no reconocer el genocidio perpetrado por el Estado al abrirse el período republicano o perderse en argumentos laterales al asunto, implica sostener las prácticas históricas de sujeción sobre las poblaciones indígenas. La marcha de los estados democráticos en el siglo XXI debería ir en sentido contrario. Sobran, en este debate, las afirmaciones apresuradas, corporativistas y sostenidas sobre falsas verdades.
José Ignacio Gomeza es historiador.