Adorado en algunos ámbitos como el profeta del relativismo, acusado en otros de negar su racionalidad, Thomas Kuhn cambió para siempre nuestro entendimiento de la ciencia. Sus ideas generaron un cimbronazo en todos los campos dedicados a su análisis. Prueba de su influencia es que términos centrales de su propuesta, como paradigma, ciencia normal y revolución científica, pasaron a formar parte del vocabulario usual de los estudiosos de la ciencia, pero también de las comunidades científicas e incluso de medios menos académicos.

Si bien es posible identificar reflexiones filosóficas acerca de la actividad científica desde la Antigüedad, el reconocimiento académico de la filosofía de la ciencia como disciplina se produjo a partir de la formación del Círculo de Viena, en 1922. Este colectivo de pensadores, cuyo programa filosófico se conoce como neopositivismo o empirismo lógico, puso en marcha publicaciones especializadas y los primeros congresos internacionales de la disciplina. En 1934, por otra parte, Karl Popper publicó La lógica de la investigación científica. Aun desde un análisis lógico y ahistórico de la ciencia, Popper propuso que el conocimiento científico es conjetural, ubicando así a la ciencia en el mismo plano que otras actividades humanas y olvidando cualquier pretensión de superioridad absoluta.

A fines de la década de 1950 se hizo evidente la incapacidad de ambos modelos filosóficos para explicar cabalmente, entre otras cosas, la historia de la ciencia y el cambio de las teorías científicas. Un grupo de historiadores y filósofos de la ciencia propuso entonces un acercamiento de la filosofía de la ciencia a la historia de la ciencia, promoviendo nuevas vías de investigación. El resultado más importante de este giro hacia la historia fue introducir entre los fines primarios de toda teoría filosófica sobre la ciencia el ofrecer una imagen lo más ajustada posible de su desarrollo histórico poniendo de relieve la existencia de factores extracientíficos (sociales, psicológicos, económicos, políticos, éticos, etcétera) que intervienen en su desarrollo. En el marco de ese giro hacia la historia, en 1962 apareció uno de los libros más influyentes del siglo XX: La estructura de las revoluciones científicas (ERC), de Thomas Samuel Kuhn.

Kuhn nació en Cincinnati el 18 de julio de 1922. Se formó en colegios progresistas que fomentaban la independencia de pensamiento. Estudió Física en la Universidad de Harvard y se doctoró en Física Teórica en 1949. Al mismo tiempo comenzó a explorar estudios acerca del desarrollo del conocimiento (la psicología evolutiva de Jean Piaget, la psicología de la Gestalt, entre otros). Estudiando la física de Aristóteles, Kuhn descubrió la discontinuidad entre esta y la física de Galileo e Isaac Newton, y a partir de 1949 se dedicó a la historia de la ciencia. Kuhn se vio impresionado por las situaciones históricas en las que hubo que elegir entre teorías científicas alternativas. Como historiador de la ciencia publicó varios artículos, algunos recogidos en el libro La tensión esencial (1977), y escribió La revolución copernicana (1957) y La teoría del cuerpo negro y la discontinuidad cuántica, 1894-1912 (1979).

La historia real de la ciencia, según él, lejos de apoyar la imagen propuesta por los neopositivistas y Karl Popper, muestra una relación más compleja. Las teorías rivales difieren entre sí de un modo más radical de lo que la tradición proponía. En determinadas ocasiones, la decisión que se plantea ante los científicos implica formas alternativas de concebir un objeto y de hacer ciencia; como si las teorías en disputa perteneciesen a lo que Kuhn posteriormente llamó paradigmas.

Kuhn se opuso a una forma “anacrónica” de historia de la ciencia, es decir, hecha “con los ojos del presente” y propuso, en contrario, una visión “diacrónica”, contextualizada en la época de los acontecimientos. Intentar comprender y evaluar, por ejemplo, la física aristotélica utilizando los recursos conceptuales, normativos, etcétera, de una visión posterior del mundo llevaría a cometer errores. En tal caso, no estaríamos comprendiendo y evaluando a Aristóteles y su física, sino a una versión modernizada de esta. La ciencia y su progreso no pueden juzgarse buscando en el pasado, sin más, aquellos elementos que contribuyen a la teoría presente. Esa búsqueda, propia de las introducciones a los manuales científicos, según Kuhn, se respalda en una ficción histórica y no en un informe fidedigno de la historia de la ciencia.

A fines de la década de 1950 Kuhn descubrió la importancia del aprendizaje de ejemplos paradigmáticos tanto para el procesamiento de información como para la solución de problemas. A partir de entonces, dirigió sus investigaciones fundamentalmente al campo de la filosofía de la ciencia, aunque sus preocupaciones en este ámbito eran anteriores.

Si bien varias de las tesis que Kuhn defiende en su libro de 1962 habían sido anticipadas por otros autores, en él aparecen articuladas y acompañadas con sus tesis más originales, en una concepción global que resulta en una nueva imagen de la ciencia.

Kuhn utiliza para su análisis la física y su historia. Las palabras “estructura” y “revolución” ocupan un lugar preponderante en el título del libro. Kuhn no sólo pensó que existen las revoluciones científicas, sino que estas tienen una determinada estructura: una ciencia normal con un paradigma, seguida de graves anomalías que llevan a una crisis que se resuelve con la elección de un nuevo paradigma, inconmensurable con el anterior.

La observación, en la historia de la ciencia, de que durante cierto tiempo una comunidad científica trabaja consensuadamente y que en otros momentos ese consenso se rompe llevó a Kuhn a proponer su noción de paradigma. Si bien hay momentos en el desarrollo de un campo en que diferentes escuelas enfocan el estudio de sus fenómenos desde perspectivas distintas –pensemos en las diferentes aproximaciones al electromagnetismo a comienzos del siglo xviii–, en otros, uno solo de esos enfoques se impone frente a los demás debido a su eficacia en la resolución de problemas. Para seguir con el mismo ejemplo, pensemos en los trabajos de Benjamin Franklin, que explicaban la mayoría de los efectos eléctricos conocidos entonces y en poco tiempo despertaron la adhesión de todos quienes investigaban en el campo de la electricidad. El éxito del modelo suprime la pluralidad de puntos de vista y congrega a la comunidad de expertos en torno a él. El paradigma condiciona la práctica científica y la consiguiente perspectiva del mundo al que refiere; incluye, además del modelo o ejemplar, un conjunto de compromisos (ontológicos, teóricos, metodológicos, axiológicos, etcétera) y de prácticas compartidas. Es central en la educación del científico en tanto este aprende a exponer los problemas (y a evaluar sus soluciones) por analogía con el ejemplar. En física, por ejemplo, se aprende a ver que f = ma se transforma en mg = md2s/dt2 para el caso de la caída libre de un cuerpo. El paradigma como ejemplar compartido fue, según Kuhn, el aspecto más novedoso y menos comprendido de su libro. Tan pronto como la obra vio la luz, los lectores y críticos se quejaron de que Kuhn usaba el término de muy variadas formas. Finalmente, admitió que había perdido el control sobre el término, y tiempo después dejó de usarlo.

El paradigma entra al libro de la mano de la comunidad científica como agente social de la ciencia. ¿Qué lleva a sus miembros a trabajar juntos? ¿Qué los mantiene unidos? ¿Qué elementos compartidos explican la comunicación profesional, relativamente carente de problemas, y la unanimidad relativa del juicio profesional? El paradigma.

El progreso científico no estriba en un camino hacia alguna explicación verdadera del mundo, sino en el avance desde un estado anterior con menor capacidad de resolución de problemas.

El trabajo en el marco de un paradigma es señalado por Kuhn como períodos de ciencia normal, fases de relativa estabilidad conceptual y normativa, en que la investigación no busca innovar sino más bien ampliar el ámbito de lo ya conocido aplicando analógicamente el modelo. Es necesario adquirir la capacidad de ver semejanzas entre los problemas. Son los problemas al final de los capítulos de los manuales científicos los que verdaderamente inspiran a los miembros de la comunidad. Kuhn, de forma impactante, caracteriza a la ciencia normal como la solución de rompecabezas. Esta caracterización podría indicar que la consideraba de importancia secundaria, pero no es así. El período de ciencia normal es de acumulación de conocimiento. Ello resulta, por un lado, en lo que Kuhn llama el dogmatismo de la ciencia madura, resultado de un conocimiento cada vez más amplio y preciso, pero por otro, en una importante detectora de anomalías, que cuando afectan a aspectos fundamentales de la ciencia, esta entra en crisis y genera una nueva pluralidad de enfoques. La crisis implica un período de investigación extraordinaria, la proliferación de articulaciones competitivas, la expresión de descontento explícito, el recurso a la filosofía y al debate sobre cuestiones fundamentales. La estabilidad se rompe y se destruye la continuidad acumulativa de conocimiento del período normal. Las revoluciones científicas –comparables a las revoluciones políticas– son acontecimientos históricos relevantes que implican, entre otras cosas, cambio de teoría, cambio en la visión del mundo y en los criterios de evaluación. Son cambios masivos en la práctica científica, períodos en que la hegemonía de un paradigma es suplantada por la de otro. El abandono del sistema tolemaico por el copernicano, de la mecánica newtoniana por la relatividad einsteiniana, de la química del flogisto por la del oxígeno, o el surgimiento de la mecánica cuántica, son algunos de los ejemplos referidos por Kuhn.

Entre paradigmas separados por una etapa revolucionaria se da una incongruencia conceptual y normativa que Kuhn denominó inconmensurabilidad. Los recursos conceptuales, ontológicos, semánticos y normativos de un paradigma no son compartidos con el otro. No obstante eso, aunque impone límites importantes a la comunicación entre partidarios de paradigmas diferentes, ella no implica la incomparabilidad de sus resultados técnicos, ni la imposibilidad de interpretación, ni la ruptura de la racionalidad. Kuhn cuestionó la idea misma de elegir una teoría. No se escoge una nueva teoría para reemplazar otra anterior debido a que aquella es más acertada que esta, sino por un cambio en la visión del mundo –al mirar la luna, donde el astrónomo tolemaico veía un planeta, el copernicano ve un satélite–. Las teorías, según Kuhn, deben ser precisas en sus pronósticos, sistemáticas, de amplio alcance, presentar los fenómenos de forma ordenada y coherente, y proponer fenómenos nuevos o nuevas relaciones entre ellos. De esto se trata en parte la racionalidad científica y, en ese sentido, Kuhn es un racionalista.

En trabajos posteriores, Kuhn dio cuenta de la utilidad de la idea de inconmensurabilidad para explicar la especialización en las ciencias. Luego de una revolución científica puede surgir más de un paradigma. Al tiempo que se desarrollan estas nuevas subdisciplinas, a los profesionales de un área especial les cuesta cada vez más entender las actividades de la otra.

La estructura de las revoluciones científicas finaliza con la desconcertante idea de que en la ciencia el progreso no avanza en línea recta hacia la verdad, sino que se aleja de concepciones e interacciones con el mundo menos adecuadas. El progreso científico no estriba en un camino hacia alguna explicación verdadera del mundo, sino en el avance desde un estado anterior con menor capacidad de resolución de problemas.

Las primeras reacciones hacia esta obra, fundamentalmente desde el ámbito de la filosofía de la ciencia, fueron extremadamente críticas. Responder a la acusación de relativismo, de no proveer un significado claro de paradigma y rescatar una idea de progreso que no deseaba abandonar fueron algunos de los objetivos de la Posdata (1969) a La estructura de las revoluciones científicas. Luego, autores más moderados reconocieron que existía evidencia a favor de las tesis kuhnianas y comenzaron a incorporarlas en sus teorías. Desde otras disciplinas, como la historia y las ciencias sociales, sin embargo, las respuestas al libro fueron, desde el comienzo, más alentadoras.

Durante las décadas siguientes Kuhn se dedicó a elucidar y reelaborar varias de las nociones más importantes implicadas en su imagen de la ciencia. Luego de trabajar en las universidades de California y Princeton, desde 1979 hasta su retiro en 1992 se desempeñó como profesor de Filosofía e Historia de la Ciencia en el Massachusetts Institute of Technology. Falleció el 17 de junio de 1996, en Cambridge. Póstumamente se publicó su libro El camino recorrido desde La estructura de las revoluciones científicas (2000), con las últimas revisiones de sus ideas de revolución científica, inconmensurabilidad y racionalidad científica, entre otras.

Kuhn realizó contribuciones sustanciales para una mejor comprensión de la ciencia y de su relación con la sociedad. Su obra entera, y fundamentalmente la mencionada anteriormente, cambió la imagen de la ciencia y marcó definitivamente la agenda de la filosofía de la ciencia, al dejar planteados muchos de los problemas con los que la disciplina se enfrenta aún hoy. Sus ideas han tenido incidencia y repercusión en todos los campos que estudian el fenómeno científico, lo cual no es extraño en tanto una de las peculiaridades de su análisis es poner de relieve la naturaleza compleja y polifacética de este fenómeno. De cualquier modo, el campo que recibió un impacto más fuerte y duradero ha sido el de la filosofía de la ciencia. A partir del momento en que Kuhn proclamó que la ciencia es un fenómeno histórico, una actividad humana y social, condicionada por factores contextuales, y que como tal debe ser estudiada y valorada, se generó una crisis en los cimientos de la filosofía tradicional de la ciencia.

María Laura Martínez es profesora adjunta de Historia y Filosofía de la Ciencia de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República.