Por estos días ha circulado en las redes sociales el video en el que Francia Márquez, la vicepresidenta electa de Colombia, responde a una de las preguntas más desventuradas que se le haya hecho desde que fue elegida para ese cargo. Hablando sobre cuál sería su lugar de residencia una vez asumiera el poder y si ocuparía la casa asignada en Bogotá para alguien en sus funciones, la periodista colombiana Claudia Palacios le preguntó a su entrevistada “si se va a mudar a esa casa que queda a una cuadra del occidente del Palacio de Nariño o si eso no hace parte de lo que usted denomina ‘vivir sabroso’”. La respuesta de Francia tal vez muchos la han escuchado. Serena, pero sin renunciar a su dignidad, contestó de modo que dejó en evidencia el racismo y clasismo que habita en prácticas y actitudes cotidianas de nuestra sociedad latinoamericana, al parecer “ingenuas e involuntarias”, pero no por ello menos destructivas. “No creo que vivir sabroso se refiera a tener una casa. Hoy, gracias a Dios, tengo una casa digna, pero si creen que por ser una mujer empobrecida y me dan una casa presidencial ya estoy viviendo sabroso, estás muy equivocada”. Una reacción encomiable. Una forma de hacer público el rechazo a aquellas narrativas que contribuyen a sostener el racismo estructural e incluso institucional.
No dudo de que habrá quienes consideren exagerado señalar el racismo que se encuentra detrás de un comentario, por lo demás impertinente. No. Hay comportamientos que tienen que cambiar porque en ellos se juega la dignidad, la justicia, la equidad y la misma existencia del Otro. Estoy segura de que a una vicepresidenta blanca, de la tradicional élite política colombiana, no se le hubiera siquiera formulado la misma pregunta. No era necesaria, porque habitar la casa vicepresidencial, en su caso, sería apenas un asunto de trámite, por supuesto, esperable. En el caso de Francia, parece que no. Y ello porque se asume que ser mujer negra, progresista y provenir de una de las regiones más empobrecidas del país constituye el deseo irrefrenable de querer acceder a los lujos de los que, seguramente, habrá carecido. De esa forma, Palacios redujo la noción de “vivir sabroso” a “vivir en un palacete”, vulgarizándola como una forma de vivir “a todo dar”, con suntuosidad.
Pero “vivir sabroso” va mucho más allá del puro hedonismo consumista, de la acumulación, de las prácticas de modernización, de una actitud casi libidinosa frente al lujo. Y en ese sentido, esta expresión es una ética y estética de vida muy distinta de las lógicas de progreso del modelo neoliberal. Con el despliegue de las políticas de desarrollo posteriores a la Segunda Guerra Mundial quedamos atrapados en una idea de progreso economicista que se ha dedicado a medir nuestra calidad de vida en términos de productividad, consumo y rendimiento, siempre en comparación con los países que se consideran ejemplos de avance. Esa idea de desarrollo a luz de la lógica centro-periferia, norte-sur en la escala global, y que teóricos de la dependencia cuestionaron en los años 60 y 70 del siglo pasado, también puede ser repensada desde interpretaciones ancestrales que ayuden a descentrarla.
Así, la idea del “buen vivir” (sumak kawsay en quechua de Ecuador), planteada por las comunidades indígenas de América del Sur, y “vivir sabroso”, concepto emergido de las comunidades afrocolombianas, afrodescendientes y algunas africanas, son dos filosofías de vida que contribuyen a revisar la idea hegemónica de desarrollo que nos ha sido impuesta desde el norte. Lo que sucede hoy en Colombia, donde uno de los más potentes eslóganes de la campaña electoral del Pacto Histórico (coalición de izquierdas elegida como fuerza al poder) es “vivir sabroso”, es un reflejo de cómo, paulatinamente, nos estamos pensando como latinoamericanos, buscando, entonces, nuestros propios atributos de progreso, en conexión con nuestra historia, nuestros procesos culturales, sociales y políticos, nuestras apuestas económicas, ambientales, en suma, con una visión de soberanía regional.
Del mismo modo que el “buen vivir” sugiere la posibilidad de coexistir en armonía con la naturaleza, con la comunidad y consigo mismo, despojándonos de la visión occidental que ha arrasado con la Pachamama y con la dignidad humana, “vivir sabroso” propone una nueva forma de habitar y habitar-se. Primero, hay que aclarar que esta filosofía de vida es propia de una zona de Colombia que ha estado sometida históricamente a la explotación, al esclavismo y a la violencia a causa del conflicto social y armado y de las lógicas del narcotráfico que han encontrado en esa región un corredor para sus operaciones. Por ello, en cierto sentido, “vivir sabroso” se ha utilizado por esas poblaciones como una herramienta de resiliencia frente al dolor y la catástrofe que dejan la guerra y la muerte. Es decir, esta ética de vida ancestral se ha afianzado, en momentos críticos, como un escudo para sobreponerse a los embates de la violencia.
Aunque la idea de “vivir sabroso” tenga un origen territorial que la hace propia de una comunidad concreta, puede llegar a ser una interpretación del desarrollo que nos permita leernos en clave latinoamericana.
Pero más allá de esa función psicosocial, el concepto de “vivir sabroso” es una pieza clave del acervo lingüístico de esas comunidades del Pacífico colombiano, especialmente del departamento del Chocó. Comprende, pues, un modelo de organización que va desde lo espiritual hasta lo cultural, pasando por lo económico, con la idea-fuerza de vivir en armonía con la naturaleza, el entorno y las personas de la comunidad. Es una respuesta a la idea normativa de desarrollo que ha conducido a la sociedad global a un deterioro de la vida, de su relación con los recursos naturales, del tiempo de ocio, del disfrute, de la convivencia, de lo ritual, de la cultura, en suma, de eso que la economía neoliberal considera obsoleto, carente de sentido, subdesarrollado por ser “improductivo”. “Vivir sabroso” es un verdadero proyecto de vida y no la mera unión arbitraria de dos vocablos. Es una expresión cargada de resistencia. Una particular concepción de la vida y la muerte, de la Madre Tierra, de la coexistencia con los otros, del bienestar e incluso de la felicidad.
Y aunque la idea de “vivir sabroso” tenga un origen territorial que la hace propia de una comunidad concreta, puede llegar a ser una interpretación del desarrollo que nos permita leernos en clave latinoamericana. Sin que sea un intento de apropiación cultural, esta ética de vida bien puede ser inspiración para, desde el sur, responder a las narrativas hegemónicas que nos han alejado de la sabiduría ancestral, de nuestra historia compartida, de nuestras dinámicas culturales. Aprehender y comprender esta forma de relacionarnos con el entorno y con nosotros mismos sería, indudablemente, una acción que contribuya, entre otras cosas, a diluir patrones de conducta racistas que nos alejan de la riqueza de nuestras comunidades y que perpetúan las distancias y los prejuicios.
Hay mucho por aprender de esos pueblos; en ellos hay enseñanzas que pueden salvarnos de la hecatombe que supone la sociedad de consumo, la explotación irracional de los recursos naturales, el resquebrajamiento de los derechos humanos y la sociedad del rendimiento (planteada por Byun-Chul Han) que nos envilece bajo una falsa idea de libertad con la que nos autoexigimos la productividad. Hemos perdido nuestra capacidad contemplativa, nuestro vínculo con la Tierra, la alegría, la creatividad, la solidaridad. Estamos cada vez más aislados, deprimidos, cargados de trabajo, desconectados de la comunidad. “Vivir sabroso” es, entonces, una forma de renacer como sujetos de derechos, de vivir sin miedo, de saber hacer uso de los recursos que nos ofrece la naturaleza, de reconectar con la sabiduría de nuestros antepasados, de saber vivir en sociedad. Es un acto de resistencia, una alternativa a la noción dominante de desarrollo.
Ivonne Calderón es historiadora colombiana.