Hoy, en el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, necesitamos hablar sobre la violencia sexual, particularmente en las crisis migratorias. Desde Médicos sin Fronteras (MSF) hemos sido testigos de violaciones, explotación sexual, servicios o trabajos forzosos y prácticas que en general son similares a la esclavitud y explotación de niños y adultos.
En lo que va de 2023, MSF ha realizado 1.132 consultas por violencia sexual. Los casos han sido atendidos en México (550 de enero a octubre), Panamá (397 de enero a octubre), Honduras (76 de enero a octubre), Guatemala (61 de enero a octubre), Brasil (37 de enero a setiembre) y Perú (11 de enero a agosto). De los 1.132 casos atendidos por MSF, 997 (88%) fueron casos de violencia sexual contra mujeres, 115 (10%) contra hombres y 20 (2%) contra población LGBTQIA+.
Estos casos dan cuenta de la superficie del problema, pues el subregistro es enorme, principalmente por la gran cantidad de barreras para la búsqueda y obtención de ayuda por parte de las víctimas. En nuestros proyectos hemos visto, por ejemplo, que existe un desconocimiento de que la violencia sexual es una urgencia médica.
A su vez, muchas personas consideran que lo ocurrido en el episodio de violencia sexual es una práctica normalizada en sus comunidades o en los procesos migratorios y que lo más importante es continuar en el camino. Y en otros casos, se presentan fuertes amenazas por parte del perpetrador o presiones familiares y sociales que hacen que la persona no busque asistencia médica. Un elemento central es el temor de entrar en procesos legales en un país ajeno y que pueda frenar el avance en la ruta. Priorizar la denuncia y los procesos legales sobre la atención médica es priorizar al perpetrador sobre la sobreviviente.
Otra barrera frecuente es que muchas personas sobrevivientes de violencia sexual no obtienen tratamiento profiláctico para la prevención de enfermedades de transmisión sexual y en muchos casos no se les practican test de VIH para conocer su estado serológico; tampoco reciben test de sífilis y difícilmente pueden acceder a soporte psicológico después de un episodio de violencia sexual.
De hecho, en muchas ocasiones no hay disponibilidad del kit de profilaxis posexposición porque el establecimiento de salud no tiene la categoría para suministrarlo. En general, en la atención a la población migrante nos hemos encontrado con que el personal de salud del establecimiento tiene actitudes negativas hacia la persona sobreviviente (muchas veces por xenofobia o por criminalización de la migración). Además, la situación de migración agudiza la vulnerabilidad de la persona, exponiéndola a mayores riesgos.
Los gobiernos en la región deben adoptar medidas urgentes para reducir los casos de violencia sexual, lo que implica apertura de rutas seguras y respeto al derecho a migrar.
También hemos evidenciado que, en muchos lugares, se revictimiza a las personas sobrevivientes haciéndolas atravesar largas distancias para obtener la atención; aún existe el chequeo por dos o tres profesionales médicos que avalen que fue “violación”, demostrando nuevamente que la palabra del sobreviviente no es válida.
El enfoque actual de la atención a las sobrevivientes de violencia sexual en nuestra región pretende ser amplio, pero en la realidad los gobiernos no hacen énfasis en la necesidad de que quienes sean afectadas o afectados sexualmente busquen ayuda en instituciones de salud de manera inmediata. Nuestro llamado está dirigido a que la violencia sexual sea tratada como un problema de salud pública y no mayoritariamente como un problema penal, complicándose más en situaciones cuando una persona migrante no consigue documentación o respaldo institucional.
Vale la pena detenerse para recalcar que la atención integral en salud es el único servicio que garantiza salvar la vida de quienes han sido sometidos a violencia sexual. Desde la perspectiva de salud, la violencia sexual representa una carrera contra el tiempo; en las primeras 72 horas después de ocurrida una agresión, es posible suministrar una profilaxis de VIH/sida y antibióticos que ayuden a prevenir infecciones como clamidia, gonorrea, sífilis y evitar un embarazo no deseado.
En las primeras 120 horas, el tratamiento incluye el suministro de métodos de anticoncepción de emergencia para evitar un embarazo no deseado y prevenir infecciones. En los primeros seis meses, se pueden administrar vacunas contra la hepatitis B y contra el tétanos, pero se pierde la oportunidad de tratar otras enfermedades.
Así, entre las principales consecuencias en la salud física están los embarazos no deseados, las infecciones de transmisión sexual y las fístulas, mientras que los principales impactos en la salud mental son humor triste, depresión, ideación suicida, miedo o sentimiento de amenaza, irritabilidad, ansiedad, culpa, preocupación, problemas de sueño, entre otros, que pueden afectar a la persona sobreviviente por años o toda su vida.
Los gobiernos en la región deben adoptar medidas urgentes para reducir los casos de violencia sexual, lo que implica apertura de rutas seguras y respeto al derecho a migrar. Asimismo, debe mejorarse la salud de la población que está migrando, ampliando el acceso a servicios a los sobrevivientes de violencia sexual y ofreciendo servicios integrales para atender a las personas en un tiempo menor a 72 horas de ocurrido el evento.
En este sentido, es esencial que se refuerce el mensaje público e institucional de que los casos de violencia sexual son, ante todo, una urgencia médica que debe tratarse como un problema de salud pública con carácter confidencial, priorizando la atención médica y psicológica de la persona afectada, evitando su marginalización y la invisibilización de esta realidad.
Marisol Quiceno Valencia es representante regional de Incidencia de MSF.