No es bueno para nadie, salvo para quienes lucran con el crimen organizado, que las políticas de seguridad y convivencia tengan resultados insatisfactorios, aunque esto pueda favorecer a la oposición en el corto plazo y en términos electorales, como sucedió al final del segundo mandato de Tabaré Vázquez y está sucediendo en la actualidad.
Pocas dudas caben de que el problema no se debe sólo a errores gubernamentales, sino también a cambios en la sociedad uruguaya y al avance de prácticas delictivas relativamente nuevas para este país, que no es viable combatir, contrarrestar y prevenir con los criterios y recursos tradicionales.
Ni el actual oficialismo ni la actual oposición han demostrado tener recetas infalibles, y es tan necesario como conveniente un diálogo entre partidos, técnicos y organizaciones sociales. Bienvenido sea para aportar ideas e identificar los acuerdos posibles en una tarea crucial y compleja, que requiere rumbos claros y estables, pero también revisiones sistemáticas y rigurosas.
Sería ilusorio pensar que en este terreno sólo hay que resolver cuestiones técnicas, y que por lo tanto basta con la honestidad intelectual y la buena voluntad de todas las partes para definir políticas de Estado. El delito surge de la sociedad y sobre ella hay visiones ideológicas incompatibles, pero aun así existe un considerable espacio no aprovechado para la cooperación.
De todos modos, la honestidad intelectual y la buena voluntad son indispensables, y resulta positivo que las actuales autoridades hayan cambiado, en los hechos, la actitud asumida al inicio de su gestión. Antes se negaba, en forma tajante, que de la oposición pudiera surgir algún aporte útil, y se aseguraba saber con exactitud qué había que hacer para que todo mejorara.
A la vista está –como estuvo siempre– que no bastaba con aumentar el patrullaje, restaurar procedimientos y jerarcas de otros tiempos, reforzar un apoyo simbólico a la “autoridad policial” sin distinguirla del abuso, seguir incrementando las penas y construir más cárceles.
Quizá los cambios de actitud fueron forzados por la evidencia de que aquella orientación inicial no tuvo los efectos prometidos, y ante la insatisfacción ciudadana hay un intento de diluir los costos políticos, pero sin duda habría sido peor que (como pasa en otras áreas) se persistiera en la soberbia y la atribución de culpas a otros.
No corresponde un optimismo exagerado, porque las soluciones no son fáciles y porque sumar propuestas de distintos partidos no basta para lograr un enfoque integral coherente.
Además, algunas de las propuestas son todavía vagas, reiteran acuerdos interpartidarios previos e incumplidos, o exigen un análisis político muy cuidadoso. Una de ellas es la de crear un Ministerio de Justicia, cuyas relaciones con la Fiscalía General de la Nación y la Institución Nacional de Derechos Humanos no deberían responder a intereses coyunturales, sino articularse en un diseño para el largo plazo, como todo lo demás. Pero es mucho mejor esto que insistir en que al gobierno “no le perdonan el éxito”.