El proceso constitucional chileno, que acaba de cerrar un penúltimo y triste capítulo, irrumpió, allá por octubre de 2019, con toda la potencia transformadora y la vitalidad de una verdadera revolución; con la gente tomando las calles, días tras día, cada vez con más fuerza, enfrentándose a una represión salvaje con un valor enorme. Con el proceso ya en marcha fueron por la constitución más de avanzada, incluyendo temas que ni siquiera se habían debatido antes en el país. De paso, se saltearon los partidos, porque ninguno era tan de avanzada como se requería. Terminaron con la constitución de Pinochet revalidada (si no sale una peor de este nuevo proceso liderado por la ultraderecha) y con partidos de izquierda y de centro destrozados, pero con el partido de la ultraderecha renovado y poderoso. Ni siquiera concitaron el apoyo de muchos votantes de izquierda. La dimensión de la tragedia es enorme. ¿Cómo pudo salir tan mal?

Seguí el proceso por la prensa; no como espectador imparcial sino con enorme ilusión e interés por la magnitud de los cambios políticos que asomaban, que anticipaban, a su vez, cambios económicos y sociales de envergadura. Por tanto, no soy experto en el proceso, ni en la política chilena. En mis consideraciones seguramente haya errores y omisiones. Las reflexiones las hago desde nuestra realidad uruguaya, sin pretender validez fuera de ella y con la ventaja obvia de tener “el diario del lunes”. Nada más lejos de mi voluntad que pretender decirles a los chilenos lo que deberían haber hecho.

No son 30 pesos, son 30 años

Esta frase, muy repetida al inicio del proceso, refería a que el estallido no se debía al incremento del precio del metro de 30 pesos (la chispa que desató las protestas), sino a las políticas seguidas durante 30 años, justamente el tiempo que llevaba restablecida la democracia tras la dictadura de Pinochet. Es evidente que expresa una mirada más que crítica a lo hecho desde la restauración democrática, mayoritariamente gobernada por una coalición de centroizquierda. Evidentemente, hubo déficits importantes en esos gobiernos que no se pueden obviar. Pero tampoco conviene olvidar que estos debieron comandar la difícil transición, ni más ni menos que desde la sangrienta dictadura. Es especialmente llamativo que la frase dejara afuera, exculpara, justamente, a esa dictadura, la creadora del modelo de desigualdad contra el que se rebelaron, y cargara toda la responsabilidad en los gobiernos que la siguieron y que debieron lidiar con una constitución que blindaba aspectos centrales del modelo, a pesar de lo cual lograron un crecimiento sostenido con la mayor caída de la pobreza de todo el continente en el período.

El propio presidente Gabriel Boric, con gran acierto, reconoció el error tras los primeros traspiés en su difícil gobierno, al incorporar a este el aporte de partidos y personas que protagonizaron parte de esos 30 años, con enorme acumulación política y de conocimientos de gestión pública. No fue una rendición, fue el reconocimiento de que criticar es siempre más fácil que hacer y de que cuando uno realmente se compromete a cambiar en los hechos, y no en las palabras, necesita todo el saber técnico y la experiencia política posibles. Es el reconocimiento de que la gestión sin dirección ideológica nunca es transformadora, pero que la ideología sin capacidad de gestión que la plasme en realidades es útil para una charla de café o para encendidos discursos, pero no transforma ni le cambia la vida a nadie.

Conviene tener presente esto, en momentos en que en Uruguay nos adentramos en un nuevo proceso electoral, en el que el fantasma de 15 años de gobiernos de izquierda con sus logros y déficits estará presente. 15 años que, aunque en realidades completamente diferentes, si se me permite la comparación, fueron bastante más transformadores que los 30 chilenos. ¿Apostaremos a la refundación y la negación de todos los logros o nos afirmaremos en estos para superar los déficits?

El pueblo unido avanza sin partidos

La frase del subtítulo era un cántico común en medio de las movilizaciones y el proceso constitucional. El rechazo a los partidos en general en Chile es muy fuerte. Seguramente, habrá razones de peso para ello, porque ese nivel de rechazo no surge de la nada. Pero el rechazo liso y llano es una actitud sin sentido, porque no es posible la democracia representativa sin partidos políticos operativos. Si los que hay no sirven, será necesario crear otros. Pero saltearlos es una mala idea, como el fallido proceso reciente demuestra.

La apuesta a una convención constitucional “de independientes”, muchos de ellos representantes de organizaciones sociales y otros tan sólo de sí mismos y su reivindicación, generó una constituyente caótica, en la que cada uno luchaba por su reivindicación concreta, cada cual echaba a andar su propuesta sin contemplar su articulación con otras ni el rechazo que podía generar en sectores de la población que terminara afectando a todo el proceso constitucional. Todas las luchas son valiosas y las que lograron reunir los votos suficientes para llegar a la constituyente seguramente son indispensables. Pero la construcción de un proyecto de país, para el que la Constitución es un cimiento fundamental, es mucho más compleja que sumar todas las reivindicaciones particulares. Para cada constituyente, su causa era una lucha a todo o nada, porque esa es la razón que lo movía a su activismo y a estar allí. Si no lograba eso, habría fracasado. En ese marco, no es posible la negociación. Es muy difícil que haya temas prioritarios, líneas rojas que no se pueden traspasar, pero también temas en los que es posible ceder para lograr un acuerdo más amplio, que contemple más miradas. Sólo desde una mirada global sobre el mundo, el país y sus problemas es posible jerarquizar puntos, reconocer la verdadera importancia de algunos temas estratégicos y entender que para asegurarlos es necesario ceder en otros, tal vez también importantes, pero secundarios, o todavía inmaduros, y de esa forma lograr los apoyos para asegurar los primeros. Eso es parte fundamental del “hacer política”, negociar, acordar, transar. Faltaron partidos políticos que hicieran su trabajo, jerarquizando, ordenando y midiendo los impactos políticos de las propuestas. Ese desprecio de militantes de izquierda a los partidos terminó con el fortalecimiento, casi sin competencia, de partidos de ultraderecha que encarnaron el deseo de orden, seguridad y tranquilidad.

La transformación social requiere una articulación precisa de audacia para avanzar cuando están las condiciones y responsabilidad para entender que esas condiciones se crean en el trabajo hombro con hombro con la gente.

Volviendo a Uruguay, con la rica historia de articulación en el marco de sus respectivas autonomías entre partidos y organizaciones sociales, las posibles rispideces que se avecinan no deberían llevarnos a pensar que unos puedan sustituir a otros. Cada uno tiene su rol a cumplir y es importante que ambos estén fuertes.

El que va por todo generalmente vuelve sin nada

La apuesta fue ir a fondo. Se incluyeron reivindicaciones tan de avanzada que ni sus más directos beneficiarios las apoyaban. En el país más férreamente centralista y nacionalista de la región, se apostó a la plurinacionalidad, buscando incluir a las poblaciones originarias, reconociendo expresamente el derecho a sistemas jurídicos propios de esos pueblos, lo que no impidió que el proyecto fuera rechazado en las comunas de mayoría indígena por mayor diferencia que en el promedio del país. El derecho al aborto de rango constitucional, en un país que recién en 2017 lo despenalizó, pero únicamente en las causales de violación, inviabilidad fetal o riesgo de vida para la madre, implicaba cerrar un debate que socialmente ni siquiera había comenzado. La desaparición del Senado era una reforma institucional cuyas consecuencias en el relacionamiento entre poderes no estaban claras en absoluto. Todas estas propuestas son de avanzada, compartibles plenamente por cualquiera con ideas y sensibilidad de izquierda. Pero las constituciones deben ser para todas las personas, no sólo para los izquierdistas. Deben establecer las garantías para que todos podamos luchar por nuestras ideas y no sustituir esa lucha estampando en piedra una mirada; excepto en temas en los que exista un amplio consenso social.

Los ejemplos anteriores refieren a propuestas que efectivamente quedaron en el proyecto de constitución rechazado el año pasado; hubo muchas otras, de todos los colores, que lograron ser filtradas, pero que aun así su difusión y discusión general hizo mucho daño al apoyo político a todo el proyecto. La centralidad de esos temas, los que quedaron y los que no, generó un rechazo tal que terminó tumbando también la esencial sustitución del concepto de “Estado subsidiario” de la constitución pinochetista por el de “Estado social y democrático de derecho” que hubiera sido fundamental para superar la privatización de la educación, el agua o el deplorable sistema jubilatorio de ese país. Apostar a conquistas políticas que no son reclamadas ni valoradas por sus beneficiarios es una receta para el fracaso. El propio Boric, luego de la derrota, reconoció estos errores con una claridad destacable: “Los grandes cambios [...] son los que no se hacen de la noche a la mañana y que para mantenerse en el tiempo requieren ser abrazados por las grandes mayorías [...] y siempre tienen retrocesos cuando quien quiera que sea se asuma como vanguardia y pretenda ir más rápido que el pueblo al que representa”.

Es indispensable tomar en cuenta lo que piensa la gente en general, los que no están en la mesa de negociación. No para aceptarlo sumisamente, sino para modificarlo si es necesario, pero respetando los procesos y tiempos de la sociedad, sin buscar avasallarla en atajos legales o constitucionales. Esto es algo a lo que los partidos políticos están habituados, porque se someten regularmente a la opinión general en las elecciones. A las organizaciones sociales les cuesta más y suelen mostrar desprecio por esa actitud, interpretándola como una simple “defensa del sillón” del político. Pero es que si ese político no defiende su sillón, vendrá otro político a ocuparlo, con otras ideas más hostiles. Confundir dirigentes sociales con sociedad civil organizada, y a esta con “el pueblo”, es un error frecuente que se paga caro y cuesta años de acumulación política. La transformación social requiere una articulación precisa de audacia para avanzar cuando están las condiciones y responsabilidad para entender que esas condiciones se crean en el trabajo hombro con hombro con la gente, que suele rechazar a los iluminados. La historia de las luchas sociales y políticas en el mundo entero enseña mucho al respecto y la propia experiencia chilena durante el gobierno de Salvador Allende, asediado por la derecha golpista y, a la misma vez, por el infantilismo de izquierda en forma de competencia por la radicalidad entre su propio partido y otros grupúsculos, también.

Desde Uruguay debemos entender que no existen transformaciones más profundas que las que tienen grandes mayorías atrás respaldándolas, que las defenderán ante cambios de contextos y encontrarán el momento para profundizarlas. El riesgo de iluminismos y vanguardias que se alejen progresivamente del sentir y pensar de las grandes mayorías está en que los cambios sin la comprensión y el acompañamiento de esas mayorías tienen pies de barro. Los hermanos chilenos se han dado cuenta de eso, lamentablemente, cuando era ya tarde.

Intercambiando sobre estos temas, hace unos días, un compañero me recordó al poeta español León Felipe: “Voy con las riendas tensas y refrenando el vuelo, porque no es lo que importa llegar solo ni pronto, sino llegar con todos y a tiempo”.

Fernando Isabella es economista y fue director nacional de Planificación de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto.