Una de las oscuridades, no la más ardua pero no la menos hermosa, es la que nos impide precisar la dirección del tiempo. Jorge Luis Borges
El presente artículo aborda la dinámica del Frente Amplio (FA) a lo largo de su medio siglo de vida, preguntándose sobre los cambios ideológicos ocurridos durante ese tiempo. Este recorrido permitirá detectar algunas variaciones e inscribir a la izquierda uruguaya en ciclos regionales y globales.
Izquierda democrática
El FA es democrático en un triple sentido. Interno, porque las bases desde los años 80 tienen voz, voto y peso en la toma de decisiones de sus órganos deliberativos y ejecutivos, como no lo tienen en ningún otro partido del país y como pocos lo tienen en la política comparada, según han destacado estudios recientes.1
Relacional, porque en 50 años de existencia ha dado legitimidad democrática a los restantes partidos y las instituciones de la democracia uruguaya, aun cuando sus leyes y fallos hayan contrariado las posiciones del FA. Sobran los ejemplos de países en la región y el mundo donde los actores políticos se niegan legitimidad; Tulio Halperin Donghi señaló como constitutivo de la cultura política argentina la “denegación recíproca de legitimidad”.
Institucional, porque desde los diferentes niveles de gobierno que le tocó gobernar el FA profundizó algunos dispositivos democráticos. Desde el nivel central, la libertad de prensa, la transparencia del Estado, los derechos laborales, sociales y posmateriales. Desde el nivel departamental en Montevideo, obturó la posibilidad de que se formaran barrios privados, lo que no revirtió la segregación urbana pero le puso límites a un bien posicional que fractura la trama urbana, en ascenso en la región y el mundo. Si bien esta es una línea de continuidad, también ha tenido cambios que a veces pasan por fuera del radar.
Cámara fija
Parece existir una tendencia a fijar la identidad de una persona, país o fuerza política a un momento, un tiempo intocable, mítico, que opera como medida de todo. Una tendencia que lleva a negar cambios posteriores y exteriorizar frente a ellos una nostalgia decretada, sin objeto, o bien a juzgar esos cambios como “desviaciones”, “mutaciones”, “deserciones” o “traiciones”. Sin embargo, el tiempo, su movimiento, corre de lugar a personas, colectivos, palabras y cosas, y en esa dinámica nadie permanece exactamente igual a sí mismo. Si todo cambia todo el tiempo, las fuerzas políticas también. Cierto que hay sistemas políticos –como el uruguayo– más resistentes al cambio que otros, con partidos de larga data que son los mismos y a la vez otros, porque también ellos han mudado, salvo quizá alguna agrupación política tradicionalista obstinada en memorizarse a lo largo de un siglo.
¿Qué ocurre en el FA? Exhibe continuidades y variaciones. En tres palabras: el tiempo importa.
Continuidad como ficción
Ironizaba Lucien Febvre sobre la “maravillosa continuidad de una historia nacional”, la de Francia, que parte de la Galia Romana del siglo I a. C. y sigue sin “casualidades, escarceos e innovaciones” hasta la Francia de 1933, con una misma identidad, a prueba de milenios; así había sido narrada “Francia” hasta la fundación de la escuela historiográfica de los Annales, en 1929. Ni siquiera desde el punto de vista geográfico esta linealidad hollywoodense, esta “rigidez cadavérica” existió. Así, Febvre dice que basta desplegar un atlas histórico para ver que Francia fue, entre otras, la “alianza de Francia y España. Y la de Francia y Renania o Francia e Inglaterra, o Francia e Italia, Francia y los Países Bajos”. Y cada vez que escribe Francia o Italia sabe que no es la Francia moderna –que recién abandona su injerencia en Roma tras la guerra contra Prusia en 1871– y que Italia recién llega a ser Italia a partir de su unificación en el siglo XIX, hace apenas 160 años. Inquieta al historiador francés que se le quite a la historia los pliegues, las contingencias, las “figuras sorprendentemente distintas”, que se le anule todo lo que tiene de “vital” y de “interés”, que se obture la posibilidad de “volver a encontrar a los hombres que han vivido los hechos”.
Sobre idéntico supuesto romántico de continuidad, de inequívoca identidad nacional, se montó la “historia” construida en el resto de países europeos y latinoamericanos más o menos en el mismo período, segunda etapa del siglo XIX. La historiografía fue una auxiliar de esa “fábrica de naciones”, al decir de Eric Hobsbawm. La historia –no sólo ella, también la pintura, la escultura, las letras, la educación– asumió como tarea justificar una nacionalidad que, en realidad, se empezó a construir tarde, una vez que el Estado fue capaz de hacerlo. ¿Cómo lo hizo? Fijando mitos fundacionales, calendarios patrios, una memoria común. Mostrando cuadros que ilustraban con imágenes lo que la historia contaba en manuales. Uniendo vivos y muertos mediante himnos generalmente copiados de otros himnos. Inoculando una corriente de lealtad que dispusiera a morir o matar por el escudo y la bandera. Construyendo una “comunidad imaginada”. Esta obra de ingeniería fue, a nivel nacional, la contracara de una tesis independentista según la cual Uruguay aparece como “predestinado” a la independencia.
Alteraciones partidarias
Con la debida distancia –porque no es igual dos mil años como Francia que algunas décadas o un siglo–, algo similar ocurre con los partidos tradicionales uruguayos. ¿Puede alguien trazar una continuidad razonable entre las ideas de Bernardo Prudencio Berro y el Partido Nacional de 1910, liderado por Luis Alberto de Herrera? Berro es un liberal, no un conservador, con temprana inclinación hacia la igualdad. Señala en El caudillismo y la revolución americana que nuestras sociedades aventajan a las europeas porque son más igualitarias. Por eso fustiga a Europa, “donde más de las nueve décimas partes de sus individuos tienen que trabajar asidua y fatigosamente para no perecer de hambre sin ser libres para dedicar algunos instantes al cultivo de su entendimiento”. En las antípodas, Herrera funda, medio siglo después, una ideología conservadora,2 apostrofa los procesos igualadores, emprende una cruzada contra la expansión educativa y enarbola la tradición españolista contra la Revolución francesa, la patria contra el cosmopolitismo, la propiedad privada contra cualquier limitación por consideraciones sociales, el “orden” contra “La Comuna”, la “familia legítima” contra los derechos de los hijos naturales, el individualismo contra la solidaridad, y las clases conservadoras contra el “verdadero Soviet”, como dirá reiteradas veces en 1929. Por otro lado, ¿guarda relación el batllismo posterior a José Batlle y Ordóñez, quien puso en tela de juicio al latifundio, la herencia, los monopolios de la inversión extranjera, la familia patriarcal y la iglesia?
También podemos seguir acortando el plazo histórico, reducirlo a la mediana duración. El FA, con poco más de 50 años, ¿cambió? Cambiaron el país y el mundo, hizo implosión el campo socialista, se disolvió la bipolaridad posbélica, se configuró una efímera unipolaridad y ahora China... ¡y la inteligencia artificial! ¡Cómo no va a cambiar! Anoto cinco diferencias, a cuenta de las que sume el lector. Con la precaución de aclarar que ante la triple deriva de derecha del Partido Colorado –pachequismo, quincismo liberal y tardo-coloradismo forista– y el retorno de la derecha herrerista a una posición dominante en el Partido Nacional paralela a la extinción del centro wilsonista, el FA luce una mayor continuidad comparativa, permaneciendo como único partido del cambio.
Todo cambia
En primer lugar, el FA de 1971 tenía tres úteros: los partidos de ideas (socialismo, comunismo y democracia cristiana), las fracciones de izquierda de los partidos tradicionales, y los militares progresistas. No ocurre hoy: ningún militar, ni viejo ni adulto ni joven, integra los cuadros dirigentes ni medios de la izquierda: se entiende la razón. Además, la izquierda no volvió a recibir grandes desgajamientos orgánicos de los partidos fundacionales desde 1971... aunque sí por la vía del voto silencioso de colorados y blancos.
En segundo lugar, está el peso de la cuestión ideológica en los orígenes del FA. Más allá de que el FA no procesó ningún debate ideológico público en aras de la “unidad”, los acentos ideológicos se marcaban en los hechos. Por ejemplo, para las elecciones de 1984 el FA presentó cinco listas al Senado: la comunista, la socialista, la democristiana, la de izquierda independiente y la 99. Esas listas expresaban cinco énfasis ideológicos: el socialismo línea Moscú, un socialismo sobre nuevas bases, un socialismo autogestionario que embonaba con la propiedad privada, un socialismo con señas de identidad independiente, y el batllismo. ¿Guarda relación aquella fuerza pluriideológica con la dispersión política en que devino el Frente, sin acento doctrinario definido ni debate interno de ideas? Quizá no mucho. En parte por algunas de las razones analizadas por Karl Mannheim en El problema de las generaciones: a) la constante irrupción de nuevos portadores de cultura; b) la salida de los anteriores actores, incluso de los principales portavoces; c) la participación por un período limitado de tiempo de una generación en el proceso histórico; d) el carácter continuo del cambio generacional. El final abrupto de la URSS y la evolución de China hacia el capitalismo seguramente también contribuyeron a la deflación ideológica. Por lo demás, el nexo entre ideología de izquierda y política pública en contextos capitalistas constituye una excepción, no la regla. La experiencia de la “Viena roja” entre 1923 y 1934, inspirada en el teórico austro-marxista Otto Bauer, donde socialistas y comunistas compartieron el poder hasta la ocupación nazi, ofrece uno de los pocos ejemplos. Otro caso es la vía chilena al socialismo de la Unidad Popular, abortada por el golpe militar de 1973. Cuando no operan poderes opresivos, la propia experiencia de gobierno, plagada de restricciones nacionales e internacionales, orilla a la izquierda a desplazar las grandes reformas.
Los 15 minutos de lo nacional-popular
En tercer lugar, cambió la sensibilidad cultural en el FA. Cuando se constituyó, fluía entre cuadros dirigentes y opinión pública frentista una brumosa mentalidad “nacional-popular”, refractaria del batllismo, nutrida al influjo de independientes nucleados en el semanario Marcha, un partido socialista “nacionalizado” por Vivian Trías, el sector blanco de Enrique Erro –hábil en captar las simpatías nacionalistas y antiimperialistas del electorado tupamaro–, el magisterio nacionalista de Alberto Methol Ferré, el nacionalismo revolucionario del Movimiento 26 de Marzo, y la agrupación Nuevas Bases, crítica del legado de Batlle y Ordóñez, formada por intelectuales influyentes aunque de nulo peso electoral a lo largo de los años 60.3
Esta mentalidad nacionalista anclaba su razón de ser en la historia de los pueblos del Tercer Mundo, colonizados por Europa e invadidos por Estados Unidos. Carlos Real de Azúa fundamenta de qué manera Uruguay también formó parte como colonia formal e informal de esa historia imperial en un artículo de 1966.4
Sin embargo, dicha sensibilidad se desmaterializó con rapidez. No estuvo presente en las elecciones de 1984, con un socialismo gramsciano de “democracia sobre nuevas bases”, un nacionalismo blanco disuelto en el aire, un MLN encarcelado y exiliado, una lista 99 con mayor elaboración doctrinaria y votada por encima de las expectativas, y un Methol Ferré dedicado a tareas del episcopado latinoamericano. Tampoco lo “nacional-popular” tuvo incidencia al momento en que el Frente triunfa en la órbita departamental en 1990 ni en los años 2004, 2009 y 2014. Extinguida esa mentalidad nacional-popular, pareció emerger simétricamente una cada vez mayor adhesión afectiva, moral e intelectual al batllismo, a pesar de la escisión del sector de Hugo Batalla en 1989. Una adhesión implícita y muchas veces imperceptible.
Consenso democrático
Cuarta diferencia. Importantes sectores del FA colocan a la democracia como parte indisociable de la izquierda y la construcción socialista a partir de los años 80, inscriptos a su vez en una tendencia regional y global. La democracia como medio, como camino y como fin. América Latina asiste a la gestación de un consenso democrático entre las izquierdas que, sobra decir, nada tiene que ver con la democracia-capitalista “fin de la historia” de Francis Fukuyama.
El Frente Amplio se mantuvo al margen de este retorno al populismo: no lo ambientó el legado del país ni de la propia fuerza política.
Lo forman importantes partidos socialistas, como Renovación Socialista Democrática en Chile de Ricardo Núñez Muñoz, el partido socialista de Chile, Uruguay y Brasil, el Movimiento al Socialismo en Venezuela de Teodoro Petkoff, entre otros. A esto hay que sumar las guerrillas marxistas devenidas partidos (el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional de Rubén Zamora en El Salvador y el M-19 de Antonio Navarro Wolff en Colombia); el Partido de la Revolución Democrática, liderado por Cuauthémoc Cárdenas, escisión de izquierda democrática del Partido Revolucionario Institucional tras el fraude electoral de 1988; el Partido de los Trabajadores brasileño, devenido punto de confluencia del nuevo sindicalismo autónomo, de las comunidades eclesiales promotoras de la teología de la liberación, de bandas de punk-rock como Titãs, Legião Urbana o Barão Vermelho... y de la “democracia corinthiana”, experiencia futbolística inédita donde las decisiones del club paulista comenzaron a tomarse de manera colectiva, con participación de mandos medios, jugadores, entrenadores, masajistas, médicos, asistentes, mediante diálogo y votación, donde se destacaron las figuras de Sócrates, Casagrande y el director técnico (y sociólogo) Adílson Monteiro Alves, tildados de “comunistas barbudos”.5
Asimismo, un Antonio Gramsci revisitado y reinterpretado, así como intelectuales marxistas perfilados en la línea eurocomunista –como Carlos Nelson Coutinho en Brasil–, tuvieron impacto directo en el Partido Socialista del Uruguay (plasmados en la serie Democracia sobre nuevas bases) y en la Juventud Socialista del Uruguay, como lo ha destacado el sociólogo Eduardo de León en una nota publicada en la revista Lento. En Argentina, el Club de Cultura Socialista nucleó a figuras académicas de izquierda como Beatriz Sarlo, Juan Carlos Portantiero, José Aricó, Marcelo Cavarozzi, José Nun, Hilda Sábato o Emilio de Ípola. Algunos de ellos elaboraron libros y artículos con acento en Gramsci que fueron publicados por Cuadernos de Marcha tercera época. Todos estos movimientos, partidos, clubes de pensamiento y personalidades afirmaron sin ambigüedades la centralidad del régimen democrático.
Izquierda europea
Por su parte, los partidos eurocomunistas europeos dieron nuevo vuelo a esta ola. También economistas de izquierda como el premio Nobel Amartya Sen, el austríaco Albert Hirschman y el chileno Fernando Fajnzylber cerraron filas en torno del régimen democrático. La Comisión Económica para América Latina y el Caribe en la región acentuó la importancia de la democracia al sostener que se trataba de un “bien público global” junto con la paz y la sustentabilidad ambiental. Y notorios académicos de izquierda europeos como Claude Lefort o Ágnes Heller dieron sustento teórico al régimen democrático. Lefort escribe en 1989 en favor de los usos de la libertad en el espacio público y contra el relativismo. “El relativismo [...] disimula el desprecio del otro. ¿Quién no oyó decir, por ejemplo, que el modelo chino era bueno para los chinos, el modelo ruso para los rusos o que las naciones subdesarrolladas sólo podían adaptarse a las dictaduras?”.
Al igual que el filósofo francés, que analizó los regímenes de dominación total en El concepto de totalitarismo en 1996 y en Negarse a pensar el totalitarismo en 2007, la socióloga Heller hizo lo suyo en Humanismo, censura y carisma, de 1991. Allí postulaba que el totalitarismo en el plano de la cultura se basó en tres pilares: el “humanismo socialista”, un paraguas con el que “creó una catálogo arbitrario de la herencia cultural de cada nación”; la “censura” implacable por la cual se dividió a los artistas en tolerados y no tolerados; el “desprecio” por el espectador o lector que debían leer a los humanistas seleccionados por el Estado. Dice: “Mientras el Estado humanista imponga Antígona a los espectadores teatrales, siempre habrá muertos sin enterrar” (Heller, 1991).6 Por su parte, Pierre Bourdieu, Michel Foucault y otros intelectuales condenaron la posición de no intromisión del gobierno socialista francés ante el golpe de Estado en Polonia a manos del general Wojciech Jaruzelski en diciembre de 1981. Esta acción, junto al apoyo que él y otros intelectuales dieron al sindicato independiente Solidaridad, habla de por sí.
Un conjunto de razones, desde el fracaso de las guerrillas hasta la implosión del socialismo real, ambientan esta revaloración democrática por parte de partidos e intelectuales de izquierda. También incidió la transición política desde las dictaduras militares a la democracia en varios países de la región. Además, fue cada vez más claro para la izquierda latinoamericana que las políticas neoliberales impulsadas por las instituciones financieras internacionales instalaban tensiones, contradicciones y conflictos con las débiles arquitecturas democráticas reinstaladas en la región. Se trató desde la izquierda de defender la democracia contra esa “ideologismo totalizante” llamado neoliberalismo.
Guion populista
Este “consenso democrático” se prolongó a lo largo de unos 20 años, desde mediados de los años 80 hasta principios del siglo presente. A partir de ese momento comienza a gestarse un nuevo arreglo en la región donde la democracia sigue siendo palabra pero deja de ser emblema: surge el “consenso populista”. El triunfo de liderazgos personalistas con sensibilidad social y difusa vocación de perpetuidad en Venezuela (1999-hoy), Bolivia (2005-2019), Nicaragua (2006-hoy) y Ecuador (2007-2017), así como la fundación de un conjunto de organizaciones regionales (ALBA, Unasur) y el aprovechamiento de foros precedentes (Foro de San Pablo), amplificaron una voz reacia a las instituciones representativas, la judicatura, los movimientos sociales autónomos y los organismos institucionales de control. Hugo Chávez, Néstor Kirchner, Cristina Fernández, Evo Morales, Daniel Ortega y Rafael Correa forman parte de ese regreso del populismo. La misma evolución discursiva del Foro de San Pablo marca esta inflexión. Fundado en 1990 por el Partido de los Trabajadores de Brasil como una internacional latinoamericana y caribeña, el Foro sostuvo desde sus inicios una prédica de izquierda democrática que con el tiempo comenzó a cambiar conforme a la recomposición de las correlaciones internas.
Ernesto Laclau escribió el guion de este nuevo consenso en La razón populista. Su texto tiene como propósito teorizar la construcción del “pueblo” por parte del líder populista. Según él, su discurso, que es “habla, escritura y relaciones”, crea acción. El líder, a la vez demiurgo griego y “papa laico”, construye una “totalidad social” a través de una “ruptura radical”, una “transgresión”, nunca mediante “reformas”. Su palabra debe dotar de “unidad simbólica” a “luchas dispersas”, donde la dimensión emocional y afectiva –no el argumento– ofrezca cemento a esa totalidad dispersa.7 Esas luchas fragmentadas no son llevadas adelante por clases sociales porque estas ya no existen... sino por los “incontados”, los marginales. Por lo tanto, debe abolirse la noción de “lucha de clases” que el autor, además, coloca entre comillas. El líder populista es responsable único de dar formato político a ese conjunto de masas “incontadas”, excluidas. Para esto debe abonar en favor de la división ya existente dentro de la sociedad: debe extender y profundizar la fisura. Laclau caracteriza el proceso de construcción de esa “totalidad”, común a Juan Domingo Perón, Hugo Chávez y Mao Zedong, como “democrático”. En referencia al chavismo, opina en una entrevista de La Nación, el 11 de julio de 2005: “En el momento en que esas masas se lanzan a la arena histórica, lo hacen a través de la identificación con cierto líder, y ese es un liderazgo democrático porque, sin esa forma de identificación con el líder, esas masas no estarían participando dentro del sistema político y el sistema político estaría en manos de élites que reemplazarían la voluntad popular”.
El FA se mantuvo al margen de este retorno al populismo: no lo ambientó el legado del país ni de la propia fuerza política. Su naturaleza de “izquierda institucional” no fue del gusto del teórico; por eso deslizó algunas críticas en la ronda de entrevistas que tuvo lugar una vez publicado su texto y guion.
Adiós al socialismo
Hay una quinta diferencia: los partidos y grupos frenteamplistas no sustentan hoy discursos centrados en el socialismo; la palabra quedó sin hablantes. Y quienes insisten en evocar el “socialismo” a escala nacional no parecen convincentes para sus pares socialistas que vienen presentando desde hace años cartas de renuncia a una organización que no los representa. La implosión del campo socialista, el viraje de China y Vietnam a la economía de mercado, y la hegemonía capitalista global: estos factores quizá hayan contribuido a borrar de la comunicación política la palabra socialismo. Uno podría preguntarse si la izquierda mundial no estará pagando un precio alto a la derecha, siempre dispuesta a invocar el retrofantasma del “socialismo real” para deslegitimar al partido del cambio. En este sentido, habría que recordar que sin socialismo no hubiera habido derechos para los trabajadores: ni sindicalización ni partidos obreros, ni consejos de salarios, ni estado de bienestar. No se hubiera naturalizado la solidaridad como valor ni la acción colectiva como medio. Tampoco hubieran tenido lugar el Primero de Mayo ni el Día Internacional de la Mujer. En síntesis, son pocas o ninguna las fuerzas de izquierda que nombran hoy al socialismo, mucho menos que hace 40 o 50 años, aun cuando la grifa “socialismo del siglo XXI” quiso expandirse en la región al impulso de fuerzas ajenas a las izquierdas clásicas, por obra de líderes mesiánicos. Pero estos esquemas no prendieron en una izquierda inscripta en acumulación de fuerzas, políticas modernas, lógica colectiva y legados institucionales.
Fernando Errandonea es sociólogo y profesor de Historia.
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Pérez, Verónica, Piñeiro, Rafael y Rosenblatt, Fernando. (2022). Cómo sobrevive la militancia partidaria. El Frente Amplio de Uruguay. Montevideo: Fesur. Premio Leon Epstein. Versión en castellano del libro editado por Cambridge University Press. ↩
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Los sectores conservadores reaccionan a los cambios, aunque también tienen momentos propositivos. Tuvieron en Uruguay su hora reactiva en 1916, 1929, 1958 y 2019 al frenar impulsos reformistas de diverso calibre. Asimismo, su hora proactiva llegó en 1933 con Gabriel Terra y en 1990 con Luis Alberto Lacalle Herrera. ↩
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Fue fundado en 1959 por un conjunto de intelectuales a quienes unía una tendencia nacionalista antiimperialista de izquierda, la convicción sobre el fin de ciclo de los partidos fundacionales, y un mismo acento crítico al batllismo: Carlos Real de Azúa, los historiadores Roberto Ares Pons, José de Torres Wilson, Washington Reyes Abadie y Guillermo Vázquez Franco, y el arquitecto Mario Spallanzani, entre otros, fueron fundadores e integrantes de Nuevas Bases. ↩
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“Si del Uruguay hablamos, nada podemos entender de nuestro pasado o nuestro presente sin tenerlo sin pausa ante nuestros ojos. Hispánico primero, lusitano-inglés, franco-inglés, inglés, norteamericano, técnicas, razones, designios variaron al infinito, pero aun ese infinito cabe bajo el rótulo general que el imperialismo le impone. Ni nuestra sociedad rural, ni las alternativas de nuestra independencia, ni el aplastamiento del artiguismo, ni la Cisplatina y su fracaso, ni nuestro nacimiento como nación, ni nuestras guerras civiles, ni el surgimiento del Uruguay moderno pueden explicarse sin él”. Real de Azúa, Carlos, Época, año 4, n.º 1234, Montevideo, sábado 8 de enero de 1966, p. 10. ↩
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En el documental brasileño Democracia em preto e branco, de Pedro Asbeg (2014), se muestra cómo el director técnico junto a los jugadores y otros protagonistas de Corinthians toman una iniciativa inédita en sintonía con la ola democrática experimentada desde varios movimientos sociales, culturales y partidarios. ↩
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Heller, Ágnes. (1991). “Humanismo, censura y carisma”. En El País, Madrid, 26 de julio de 1991. ↩
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Laclau, Ernesto. (2005). La razón populista. Buenos Aires: FCE, págs. 91-145; 269-284. ↩