Las emociones y la política son concubinas: ¿cómo explicar el pan y circo de la Roma imperial y su miedo al populacho? O el uso del terror por parte de la Inquisición. ¿Cómo explicar los nacionalismos o los alistamientos masivos previos a la Primera Guerra Mundial sin abordar el amor y el entusiasmo, o concebir el nazismo sin el odio, el miedo y el asco? La Guerra Fría cultural y el macartismo no se entienden sin analizar la relación entre la política, el cine y las emociones, al igual que las guerras y las revoluciones no se pueden estudiar sin atender los regímenes emocionales; de lo contrario, ¿cómo se explica que rodaran las cabezas de Luis XVI y María Antonieta sin indagar en la furia y la indignación?
Pero si las emociones siempre fueron parte de la política, entonces, ¿qué hay de nuevo? ¿Ha cambiado su relevancia? ¿Qué emociones predominan hoy en la política? Una de las novedades es el papel que internet y las redes están jugando como generadoras y potenciadoras de las emociones en las nuevas formas de hacer política. La espectacularización de la política hacia inicios del siglo XXI no se puede abordar sin observar MySpace, Facebook, Twitter, Instagram, YouTube, 4chan o Reddit. El rol de las emociones en estos espacios ha adquirido suma importancia al momento de explicar cinco fenómenos fundamentales y relacionados entre sí: 1) las fake news, la posverdad y la desinformación; 2) la generación de burbujas de socialización e información mediante el uso de los algoritmos en la vida política; 3) el auge de los populismos reaccionarios; 4) la aparición de los outsiders y su relación con el debilitamiento de los partidos y sistemas de partidos; y 5) la caída de la confianza en la democracia.
Se incendia la pradera
El 6 de enero de 2021, el mundo se despertó atónito. Las miradas se volvían hacia Estados Unidos: el Capitolio, símbolo de la democracia estadounidense, era tomado por los partidarios de Donald Trump. Minutos antes, el propio presidente había arengado a sus seguidores a dirigirse hacia el histórico recinto para forzar la interrupción del proceso de confirmación de la victoria electoral de Joe Biden. Como en ocasiones anteriores, su discurso se centró en la exaltación de las emociones y los sentimientos: “Vamos a ir al Capitolio y vamos a ir e intentar darles... a nuestros republicanos, los débiles... el tipo de orgullo y de audacia que necesitan para recuperar nuestro país”. Este último acto de Trump fue fiel a su estilo, exaltando la violencia, el odio, el chovinismo, la xenofobia, el machismo y la misoginia. Trump apostó a la intolerancia, al odio, a la polarización, a la indignación, a la demonización de la política y de los políticos, a la no aceptación del otro como contrincante, cuestionando las leyes de la tolerancia mutua, que no es otra cosa que la aceptación del derecho a existir y gobernar por parte de las alteridades políticas, no concibiéndolas como colectivos a eliminar.
Trump es un ejemplo del auge de las derechas reaccionarias. Dan cuenta de ello los gobiernos, victorias o crecimientos electorales de las diversas extremas derechas en Europa (Victor Orbán, Matteo Salvini y Giorgia Meloni, Paz y Justicia, Marine Le Pen, Vox, Alternativa para Alemania) o de fenómenos sociopolíticos de fuertes componentes reaccionarios, como la campaña del Brexit. El crecimiento electoral de André Ventura y Chega en Portugal confirma el avance de las derechas reaccionarias por los rincones de Europa. Pero la importancia de este crecimiento no radica en su llegada o no a los poderes ejecutivos; estas victorias son relevantes por lo que significan: la presencia de discursos violentos, xenófobos, misóginos, homofóbicos y antidemocráticos, cargados de componentes de odio, miedo e indignación, en espacios fundamentales de las democracias, los parlamentos. Así, estos colectivos políticos no necesitan mayorías para marcar agenda: cuentan con bancas parlamentarias y con el eco de unos medios de comunicación que no pueden evitar el canto de sirenas de la espectacularización y la incorrección política.
En India, donde Narendra Modi está entronado en el poder, la democracia da señales de deterioro. Las leyes matrimoniales de tinte segregacionista en varios distritos dan muestra de ello, legislaciones donde el concepto de lo puro e impuro se centra en el fomento de un sentimiento que se vincula directamente al miedo: el asco (vinculado al infiel, al impuro). La represión y la legislación dan a la democracia india un enfoque étnico, reaccionario y autoritario. A pesar de esto, la India no suele ser evaluada con el mismo rigor que Rusia o Venezuela, tal vez porque el gigante asiático es una de las potencias que Occidente pretende usar como aliada frente a la otra gigante: China.
El asco y el miedo también circulan por el discurso político del odio en Israel, como una forma de deshumanizar al otro, como lo hicieran los imperialismos europeos del siglo XIX en África y Asia, o los nazis con los propios judíos (además de homosexuales, comunistas y discapacitados). Los sectores israelíes más reaccionarios también se consolidan gracias al manejo de estas emociones. El crecimiento del Likud, pero también de muchos grupos y partidos más extremos (Im Tirtzu, Lehava, Shas, Noam, Otzmá Iehudit, entre otros) se está alzando desde la construcción de pilares sólidos: el rol de los rabinos, la educación y la formación militar, y la guerra; desde allí los jóvenes, las organizaciones de colonos y sectores de la comunidad israelí asimilan y reelaboran las identidades y alteridades en base al asco, el miedo, el desprecio y el odio.1 Las fábricas de asco, odio y miedo son funcionales al discurso político. En el caso de Israel también sirven a la guerra y a la ocupación, a pesar de la oposición de muchos israelíes, para quienes también se usarán epítetos y designaciones degradantes, igualándolos a los árabes, a las personas de izquierda, a los homosexuales y a las mujeres feministas: maldad, basura, hedor, serpientes, abominación, animales, bestias. La deshumanización mediante el asco y el miedo. De allí sólo resta un paso al odio, y de aquí el último previo al exterminio del otro.
Al sur del sur
Pero el discurso emocional basado en el odio, el miedo y la violencia no se detuvo en las costas de Europa ni en las de Estados Unidos o India, y tampoco se restringe dentro de los muros de Palestina e Israel. Al sur del sur la marea trajo lo suyo: otro enero, pero de 2023, cientos de personas irrumpieron violentamente en la sede de otro congreso: los partidarios de Jair Bolsonaro tomaron la Plaza de los Tres Poderes, rechazando la victoria y asunción de Lula. Las similitudes continúan: esta situación fue precedida por un sinfín de mensajes de Bolsonaro y sus seguidores, quienes denunciaron fraude electoral, incitaron al golpe de Estado, hicieron apología de la dictadura y amenazaron sobre los peligros del arribo del comunismo al país y la región. El odio, el miedo y la indignación azuzados para lograr la no aceptación del rival. El parecido de los fenómenos en Estados Unidos y Brasil no se termina aquí: recordemos que Bolsonaro y Trump se vincularon a referentes intelectuales como Steve Bannon, expresidente de Breitbart News (medio de la alt-right). A su vez, el propio Bannon reconoce los vínculos intelectuales con otro referente de Bolsonaro, Olavo de Carvalho, y con uno de los artífices de los principales think tanks rusos, Alexander Duguin, referente ideológico de las derechas conservadoras y radicales, del nacionalismo y el eurasianismo ruso, y del propio Vladimir Putin.
La psicopolítica del siglo XXI tiene en el epicentro a los afectos y los sentimientos, dejando en un segundo plano las “verdades”, los datos “objetivos” o los resultados de gobierno.
Esta realidad no es ajena al resto de América Latina: la presencia electoral de una derecha reaccionaria que utiliza estilos discursivos similares y basados en el uso de esas mismas emociones se mostró en Chile, Colombia, Perú y –si bien no alcanzó una victoria electoral– sorprendió con el fuerte surgimiento de nuevos actores en Uruguay. Pero la figura estelar de la escuadra derechista y reaccionaria latinoamericana fue la explosiva irrupción –y posterior victoria– de Javier Milei en Argentina. Milei no sólo llama la atención por tratarse del primer presidente “libertario”, sino –y más que nada– por el comportamiento agresivo con el que expone sus ideas y por las emociones que estructuran sus discursos: otra vez, el odio, el miedo, la indignación, el asco, la intolerancia y la violencia. ¿Hacia quiénes? Hacia la casta, los K, los comunistas, las feministas, los sindicatos, los keynesianos, el Estado en sí mismo, y hacia todos ellos comprendidos en un difuso “marxismo cultural”.
Las derechas reaccionarias presentan similitudes y diferencias sobre sus ideas (el rol del Estado, la globalización o las políticas económicas y sociales, por ejemplo). Sin embargo, podemos encontrar algunos denominadores comunes: la prédica nacionalista o neopatriota, la oposición a la agenda de derechos mediante la denuncia de una hegemonía del llamado marxismo cultural, y un conspiracionismo de contornos difusos, variados y contradictorios, donde se entremezclan diversos enemigos y amenazas: el comunismo internacional, la masonería, las influencias china y rusa, los foros de Davos y San Pablo, el judaísmo internacional, los organismos internacionales, las instituciones financieras, Wall Street, los políticos y los partidos políticos, la casta, entre otros enemigos al acecho. Estas representaciones son construidas discursivamente mediante el manejo y la explotación de los sentimientos.
Pero las emociones siempre han estado rondando la política. El politólogo Corey Robin se había metido en el asunto cuando –con brillante claridad– expuso la importancia de las emociones frente a los efectos de la caída de la URSS, ya no sólo sobre las propias izquierdas, sino también sobre las consecuencias existenciales en las propias derechas: “Sin el comunismo, ya no sabíamos quiénes éramos, qué hacíamos; el resultado inevitable fue inseguridad y dudas”. Lo distinto es cómo se han potenciado en el mundo político en base a los cambios tecnológicos, económicos, políticos, sociales y educativos que estamos viviendo. El nacimiento de internet, y luego las redes sociales, fueron fundamentales para la modificación de las prácticas políticas, las ideas, los discursos y las representaciones, para los cambios en las estrategias políticas y en las formas de gobernar, de acceder, mantener y ejercer el poder. ¿Por qué? Porque la emoción y la opinión en política se acercaron más; como advirtiera Hannah Arendt: “La opinión, y no la verdad, está entre los prerrequisitos esenciales de todo poder”.2 La opinión se construye también desde las propias emociones. Algunas referentes académicas resaltan la necesidad de lo afectivo y emocional como herramienta democrática, como lo hacen en sus planteos Chantal Mouffe, Martha Nussbaum y Victoria Camps.
En la actualidad la opinión y la verdad mantienen una relación compleja, mediada por las formas de dominio en que la información y su procesamiento, a través de algoritmos e inteligencia artificial, ejercen lo que el filósofo Byung-Chul Han denomina infocracia o régimen de la información. Así, Han plantea que se ha superado el régimen de vigilancia del cuerpo y la disciplina, siendo la nueva psicopolítica un lugar dominado por el tránsito y la utilización de la información y los datos. De esta forma, las emociones adquieren un lugar protagónico, pero además voluntario, ya que los ciudadanos hacen clic o enter de forma deliberada. La reclusión, la disciplina y el control de la fábrica y la escuela son sustituidos por otros espacios de control, considerados (ingenuamente) “abiertos, libres y transparentes”: las redes. Allí, nosotros mismos aportamos la información y los datos, y mediante ellos nuestras emociones. La psicopolítica del siglo XXI tiene en el epicentro a los afectos y los sentimientos, dejando en un segundo plano las “verdades”, los datos “objetivos” o los resultados de gobierno, como lo demostraron las elecciones en Argentina o como lo manifiesta la enorme popularidad de figuras que –a pesar de los procesos recientes– mantienen altos niveles de apoyo, como Bolsonaro y Trump.
Pero el problema no son las emociones, sino el tipo de emociones y sentimientos que predominan: la indignación, el odio, la ira, el miedo, el asco y el resentimiento. Esto desprende acciones de violencia e intolerancia, debilitando la convivencia, la tolerancia mutua y las prácticas democráticas. Por la naturaleza de la democracia, estos fenómenos se recrudecen en tiempos electorales, pero no necesariamente se restringen a ellos, como demostraron los gobiernos de Bolsonaro y Trump, o como lo demuestran en la actualidad las apariciones del presidente Milei.
Este es un año electoral en nuestro país. Los “monos con metralleta” de los que advertíamos en un artículo anterior se encuentran en período de hibernación; sin embargo, han demostrado tener la capacidad de exaltar las emociones mencionadas. Deberíamos estar atentos al comienzo de esta nueva etapa, período en el que circulan ideas y emociones, en los que los afectos encienden los motores de la propaganda electoral y la prensa, y en los que las redes se sobrecalientan, momentos en que la sobreinformación se vuelve difícil de manejar y la infocracia acrecienta el control. Tiempos en los que nos falta tiempo y nos sobran emociones. Vale la pena la advertencia que hiciera el historiador Firth Godbehere: la mayoría de las veces los fenómenos importantes de la historia no son vinculados o relacionados con las emociones, cuando fueron justamente moldeados por ellos.3
Juan Pablo Demaría es profesor de Historia y magíster en Historia Política por la Universidad de la República.
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Eva Illouz, La vida emocional del populismo. Cómo el miedo, el asco, el resentimiento y el amor socavan la democracia, Katz, Madrid, 2023. ↩
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Hannah Arendt, Verdad y mentira en política, Página Indómita, Barcelona, 2017. ↩
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Richard Firth Godbehere, Homo emoticus. La historia de la humanidad contada a través de las emociones, Salamadra, Barcelona, 2022. ↩