Hay múltiples diagnósticos sobre la situación nacional del llamado ecosistema de investigación e innovación (I+I). Los había desde antes del actual gobierno y se siguieron acumulando en estos años. La importancia de la temática ha ido creciendo y esto se reflejó en los programas de los presidenciables en las recientes elecciones internas. Al respecto recomiendo la excelente síntesis publicada la semana pasada por la asociación de investigadores InvestigaUy.1 Si bien podría argumentarse que el cambio podría tener un sesgo electoralista, ello no debería impedir trabajar tras una síntesis propositiva concreta de convocatoria amplia. En estas líneas proponemos cuáles podrían ser ejes de una hoja de ruta a promoverse, partiendo de cuatro características de nuestro actual ecosistema, que creemos consensuales y que se esquematizan a continuación:

Tenemos instaladas buenas capacidades científicas-tecnológicas en varias áreas, tanto en términos de recursos humanos como de infraestructura. En algunos casos corresponden predominantemente a empresas, por ejemplo, en las llamadas tecnologías de la información y la comunicación (TIC). El sector es de por sí altamente innovador y su incidencia en la estructura económica nacional ha ido en aumento, así como en las exportaciones. En otras áreas las capacidades están ubicadas mayoritariamente en ámbitos públicos, universidades y centros de investigación, como en las ciencias de la vida. Y ese potencial pudo ser puesto de relieve cuando fue bruscamente demandado tras la pandemia del coronavirus. En pocas semanas diversos insumos claves para enfrentar la emergencia estuvieron disponibles tras producción nacional. En tecnologías blandas e investigaciones focalizadas en el área social hemos seguido fortaleciéndonos. Tenemos más ciencia sobre seguridad, sobre pobreza y su contexto y también sobre trayectorias educativas. Conocemos más nuestra sociedad.

Por otro lado, hay un bajo comportamiento innovador en la mayoría de nuestro entramado empresarial industrial tradicional. Desde que se realizan encuestas de innovación en los sectores manufactureros y de servicios, los valores más bajos de comportamiento innovador se obtuvieron en la última: sólo un 15% de las empresas habían realizado algún tipo de innovación en los tres años anteriores. Una empresa es calificada como innovadora tras adquirir, por ejemplo, un bien de capital, un software o capacitar un trabajador. La excepción la constituyen, precisamente, empresas del área de TIC y de otros pocos subsectores productivos.

Las empresas públicas invierten muy poco en investigación, y el financiamiento público al núcleo de producción científico-tecnológico, y en particular a la Universidad de la República, últimamente se ha mantenido estancado. La inversión pública total en investigación y desarrollo sigue siendo sólo del 0,32% del producto interno bruto (PIB).

La gobernanza del sistema se mantiene incambiada sin perjuicio de haberse diagnosticado desde hace tiempo la ausencia tanto de liderazgo al máximo nivel como de transversalidad institucional, imprescindibles ambos para una política eficaz de I+I. No se ha retomado la planificación estratégica ni existen avances firmes en definiciones sectoriales desde el primer plan estratégico aprobado en 2010. La tendencia a que el archipiélago institucional se disperse aún más se ve favorecida por ambos factores. La creación reciente del Uruguay Innovation Hub lo confirma.

Tres ejes para una hoja de ruta

Conociendo esos elementos, corresponde proponerse una hoja de ruta lo más consensuada posible entre los principales actores, y que posteriormente pueda ser sostenida desde la mayor responsabilidad ejecutiva. En el pasado ya ocurrió. En 2003, producto de la interacción entre investigadores, empresarios innovadores, emprendedores, referentes políticos y universitarios –el denominado proceso Cientis– se acordaron lineamientos generales que luego fueron llevados adelante por el gobierno que resultó electo. Básicamente la hoja de ruta implicaba tres ejes de acción: rumbo estratégico con definiciones macro y despliegue de diversos instrumentos de acuerdo a ello; cambios institucionales para sostener eficientemente el proceso; y un incremento en la inversión pública. En términos teóricos podrían haberse planteado fases secuenciales, pero en términos políticos eso nunca es así y el bloque de acciones se fue ejecutando de forma simultánea. Se llegó a 2010 con un primer Plan Estratégico, varias innovaciones institucionales (por ejemplo, la Agencia Nacional de Investigación e Innovación y sus diversos instrumentos, el Institut Pasteur, etcétera) e incrementos sustanciosos de la inversión pública.

En relación a lo programático-estratégico, se precisa definir sectores y eslabones de cadenas productivas a ser priorizados dadas las capacidades instaladas o las potencialidades prospectadas.

Veinte años después, las definiciones necesarias de alcanzar para relanzar una política potente de I+I están relacionadas con los mismos ejes: programático-estratégicos, institucionales y financieros.

En relación a lo programático-estratégico, se precisa definir sectores y eslabones de cadenas productivas a ser priorizados dadas las capacidades instaladas o las potencialidades prospectadas. Las cadenas agroindustriales siguen siendo en las que tenemos mayores ventajas comparativas. Bien se ha dicho que a veces nos olvidamos de ello y deberían ser en las que nos anclemos, al menos inicialmente, para obtener divisas con otros fines. El asunto es incrementar su productividad, lo que es posible mediante la incorporación de tecnologías ya testadas.

Pero también hay que escalar en eslabones con mayor valor agregado. ¿Cuáles? ¿Cómo hacerlo? Esos son temas a definir. En cada cadena el nivel de actuación puede ser diferente. Ya mencionamos a las TIC y su trayectoria, que deberá seguir siendo ascendente. Como sabemos es necesario aportarles recursos humanos. La hibridación de ellas con las cadenas agroindustriales debiera ser jerarquizada y para eso la política pública –a través del Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria, las universidades y la institucionalidad asociada– tiene que ser explícita.

Las demás ciencias de la vida brindan también oportunidades. Hay que avanzar en vincular las capacidades instaladas antes mencionadas con lo empresarial. Hay intentos actuales, pero poco potentes y sobre todo puntuales. La única vía promovida no puede ser transformar investigadores en emprendedores atados a su propia start-up de biotech. Podemos terminar cancelando a ambos. El papel que puede jugar el Estado en esta área está demostrado mundialmente. Se aprobó la adhesión al tratado de protección de patentes y se supone que eso podrá catapultar procesos. ¿Cuáles? ¿Con qué actores? Asimismo, el área de las tecnologías verdes y energías alternativas se presenta como una nueva oportunidad, luego del éxito de la transformación de la matriz energética operada en la década pasada. La prioridad puede ser clara y compartida, la forma de ejecutar la estrategia pública ¿también lo es?

Sobre el segundo eje, la disyuntiva es dónde ubicar o a quién adjudicar el liderazgo institucional del proceso. Hay tres opciones planteadas: se propone la creación de un ministerio de I+I; que se cree una secretaría específica dentro de Presidencia; o que siga siendo el de Educación y Cultura, como lo es hoy y proponen los presidenciables blancos y colorados de la coalición. Sobre la transversalidad hay mayor acuerdo. Debe haber un ámbito donde ministerios sectoriales (por ejemplo, el agropecuario, el industrial, el de salud, el de turismo) participen coordinados por el referente anterior. También se plantean avances institucionales focalizados en algunos sectores. Por ejemplo, dado el acuerdo sobre jerarquizar el riego para incrementar la productividad, se podría crear un instituto específico responsable de la investigación e implementación financiero-tecnológica de dicha política pública. Los instrumentos a utilizar para promover la I+I pueden ser variados. Sobre los apropiados para promover y focalizar la investigación y formar nuevos recursos humanos calificados hay buenas y exitosas experiencias acumuladas. Sin embargo, para apalancar la innovación empresarial es necesaria una revisión crítica más fina de acuerdo a los pobres resultados obtenidos hasta el momento.

En lo que refiere a la financiación, sabemos que incrementar los fondos públicos es clave. Alcanzar el 1% del PIB, e incluso trascenderlo, no es una definición estatista per se sino porque la experiencia indica que el Estado ha sido el gran emprendedor en los países exitosos en sustentar su desarrollo en la economía del conocimiento. Estamos lejos de esa situación y debemos, además, superar el entrampamiento a que nos lleva la dependencia de bienes primarios de poco o muy fluctuante valor. Y para ello se necesita un Estado proactivo. Pueden existir distintas vías para avanzar. Señalaré sólo una que fue hecha pública recientemente: utilizar el 3% de las ventas de las empresas del Estado. Significaría unos 200 millones de dólares anuales y nos aproximaría mucho a la inversión del 1% del PIB en investigación y desarrollo.

Trabajar en los próximos meses e intercambiar propuestas más precisas sobre estos tres ejes aportará al gobierno que resulte electo y debiera ser una tarea que nos involucre a todos los que sostenemos que un Uruguay más justo y equitativo sólo será posible si avanzamos en una economía sustentada en el conocimiento.

Edgardo Rubianes es doctor en Biología y fue presidente de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación.