Las noticias y reacciones políticas surgidas a raíz de los hechos recientes vinculados al gobierno departamental de Artigas dan cuenta de la gravedad del asunto, pero al mismo tiempo generan cierta sorpresa por algunas declaraciones que parecen desconocer que lo ocurrido no es una excepción en la gestión subnacional en Uruguay. El caso concreto sobresale –e indigna– por su magnitud, pero no por la forma, que ha sido tolerada e incluso apoyada por buena parte del sistema político. Las líneas que siguen a continuación intentan reflexionar sobre algunos desafíos de los gobiernos subnacionales en el país, con base en en los hechos de los últimos días.
Los procesos de descentralización deben ir acompañados, necesariamente, de autonomía. Esto otorga a las unidades subnacionales de gobierno capacidades para decidir sobre ciertos asuntos de la política sin el necesario control de una entidad central. Lo que ha sucedido en Artigas está directamente relacionado con esa autonomía.
Uruguay es un país unitario, y en comparación con otros países de la región, también centralista desde el punto de vista territorial. Si bien sus unidades subnacionales tienen cierto nivel de autonomía, también están limitadas para actuar en algunos asuntos clave de políticas públicas como la educación formal, la salud (salvo la atención primaria) o la seguridad pública, lo que los diferencia de los países federales.
De todas formas, en aquellas áreas en donde son realmente autónomos, los gobiernos departamentales tienen una alta capacidad de acción sin mayores controles del gobierno central. Un ejemplo claro de esta autonomía está relacionado con la capacidad de organización interna y el manejo de los recursos humanos. Los gobiernos departamentales tienen la potestad de fijar los sueldos de sus funcionarios (entre ellos, sus autoridades) y establecer discrecionalmente la forma de acceso y ascenso en la función pública. En esto hay diversas realidades; más allá de que existen estatutos de personal en cada caso que prevén la realización de concursos o sorteos, lo que ocurre después en la implementación suele distar mucho de la norma. La realidad es que este proceso no lo conocemos, no está sistematizado ni estudiado, sólo podemos verlo con los datos duros que brinda la Oficina Nacional de Servicio Civil.
En los gobiernos departamentales esas autonomías también están asociadas a la falta de control interno, es decir, dentro del mismo nivel subnacional. La estructura de estos gobiernos establece que, a diferencia de lo que sucede con el legislativo nacional, el partido que obtiene más votos tiene mayorías automáticas en el órgano legislativo, la Junta Departamental. Esto hace que casi siempre el intendente logre controlar al legislativo, y la oposición quede en minoría ante reclamos, pedidos de información o en avanzar en sanciones reales. Esto sucedió en el caso de Artigas: cuando la oposición quiso crear una comisión investigadora para analizar el caso de las horas extras, los ediles oficialistas no lo aprobaron, y para destapar la olla tuvo que intervenir la Justicia.
También los procesos de control desde el nivel central son muy escasos o engorrosos. Por ejemplo, los intendentes tienen la autonomía para ser ordenadores del gasto de su presupuesto, y, por lo tanto, la capacidad para contratar o licitar es total. Es el Tribunal de Cuentas el que tiene la potestad de observar estos gastos, pero son observaciones que no son vinculantes y, por lo tanto, la mayoría de las veces no tienen un efecto real sobre la decisión porque las juntas departamentales suelen ser omisas a dichas observaciones. Algo similar sucede con la Junta de Transparencia y Ética Pública. En última instancia, debe ser la Justicia la que resuelva, aunque no es lo mejor llegar a ese punto.
El problema de fondo no es solamente el ingreso de pocas o muchas personas de manera discrecional, sino la potencial consolidación del poder político a nivel territorial, erosionando las bases del sistema democrático.
La descentralización y las autonomías sin duda pueden tener resultados muy positivos a nivel territorial. Contar con autoridades locales hace que los ciudadanos puedan tener una puerta de acceso al Estado más cercana, se conocen las necesidades y demandas de forma más específica, y esto genera que muchas veces los recursos se utilicen con mayor eficiencia atendiendo a dichas demandas. A su vez, también puede generar un mayor involucramiento ciudadano en los asuntos públicos, por medio de mecanismos de participación. Estos asuntos, en última instancia, fortalecen la democracia en un país. Además, tampoco hay dudas de que los gobiernos locales generan políticas que tienen un impacto real en la vida de los ciudadanos, muchas veces de forma más directa que lo que hace el gobierno nacional, solucionando problemas concretos rápidamente.
Pero también tiene sus riesgos. En nuestro caso, buena parte de esos riesgos están asociados al diseño institucional de los gobiernos subnacionales, un diseño institucional que está basado, salvo cambios marginales, en lo que estableció la Constitución de 1934 y la Ley Orgánica Municipal de 1935. La realidad marca que los gobiernos departamentales no son los mismos que hace casi un siglo; sus lógicas institucionales y funcionales han cambiado.
En materia de gestión de recursos humanos, los modelos y esquemas de gestión en el país se modificaron notoriamente en este tiempo, oscilando entre reformas orientadas hacia una mayor profesionalización y garantías de quienes ejercen la función pública, y propuestas más alineadas con una gestión similar al sector privado. Todas estas tendencias son objeto de discusión política, con sus ventajas y desventajas, pero en todos los casos tienen una pretensión de modernización y mejora de la administración pública. Es posible identificar estas tendencias a nivel nacional, aunque, por supuesto, este nivel no está exento de formas de designación o ascensos de forma discrecional ni mucho menos. De todas formas, en materia de gestión del segundo nivel de gobierno, si bien se puede identificar avances, el país parece anclado.
La normalización de estos procesos (que trasciende departamentos y partidos políticos) da cuenta de que el problema de fondo no es solamente el ingreso de pocas o muchas personas de manera discrecional, sino la potencial consolidación del poder político a nivel territorial, erosionando las bases del sistema democrático. La falta de controles antes mencionada deriva en la posibilidad de generar una estructura de arreglos informales entre poder político, empresarios locales, medios de comunicación, líderes locales y ciudadanos/as de a pie, que termina incidiendo en la principal característica de un sistema democrático formal, y que va más allá de la legitimidad y transparencia de las elecciones: la capacidad de competencia electoral y la alternancia en el poder. De esta manera, cuando miramos el funcionamiento de la democracia uruguaya a nivel subnacional, a ese sistema tan elogiado a nivel nacional se le ven fisuras que deberían generar mucha atención.
Modernizar el Estado, fortalecer la democracia y generar capacidades van también de la mano con revisar las normas que estructuran el diseño institucional de los gobiernos subnacionales, que si bien han tenido varios proyectos de reforma, han quedado en un cajón por la falta de voluntad y acuerdo político para abordarlos. El proyecto de ley sobre el ingreso de funcionarios por medio de concursos y sorteos, que hoy nuevamente aparece en la agenda por el caso particular de Artigas, sin dudas que es un avance, pero es sólo una arista del problema.
Martín Freigedo y Guillermo Fuentes son docentes e investigadores del Departamento de Ciencia Política de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República.