Desde las quemas de libros realizadas por los nazis hasta las prohibiciones autoritarias de obras artísticas y literarias, la historia muestra cómo los regímenes intolerantes buscan controlar y disciplinar el pensamiento mediante la censura. Hoy, bajo discursos que reivindican valores retrógrados –el ataque al derecho al aborto, la estigmatización de la diversidad, la persecución de minorías y la descalificación del colectivo LGBTQ+–, resurgen las mismas lógicas de exclusión.
A esto se suma el negacionismo de los crímenes de la dictadura militar, un intento cobarde de borrar la memoria y blanquear la barbarie. Pero la intolerancia no se detiene ahí, dado que el discurso de odio promovido por Javier Milei alimenta un clima de violencia simbólica que, tarde o temprano, se materializará en actos concretos.
El reciente ataque a la escultura de Osvaldo Bayer, historiador y defensor de los derechos humanos, investigador de la masacre de la Patagonia de la década de 1920, es un nuevo escalón en este proceso de barbarie. Bayer documentó uno de los episodios más sangrientos de la represión estatal, avalado por el gobierno de Hipólito Yrigoyen, un hecho que, de conocerse en su real dimensión, destruye cualquier intento de idealización histórica de su figura. Durante la represión en la Patagonia, conocida como la Patagonia Rebelde o Masacre de la Patagonia (1920-1921), Yrigoyen era el presidente de Argentina (1916-1922), líder de la Unión Cívica Radical. Su gobierno tuvo un papel clave en la decisión de enviar tropas para reprimir las huelgas de los trabajadores rurales en Santa Cruz. Eso resultó en la ejecución de cientos de obreros anarquistas y sindicalistas.
Yrigoyen ordenó al teniente coronel Héctor Benigno Varela sofocar la rebelión, para lo que le otorgó amplios poderes para “restablecer el orden”. Varela lideró una campaña militar que incluyó fusilamientos masivos de trabajadores, incluso muchos que ya se habían rendido. Se estima que más de 600 obreros fueron ejecutados sin juicio.
Aunque Yrigoyen no ordenó directamente las ejecuciones, su gobierno avaló la represión como parte de su política de mantener el orden público y proteger los intereses de los terratenientes.
El reciente ataque a la escultura de Osvaldo Bayer, historiador y defensor de los derechos humanos, investigador de la masacre de la Patagonia de la década de 1920, es un nuevo escalón en este proceso de barbarie.
La masacre dejó un legado de violencia estatal contra el movimiento obrero.
Figuras como Antonio Soto, quien lideró la huelga de los obreros patagónicos, y periodistas como Bayer, autor de La Patagonia Rebelde, ponen de manifiesto la complicidad del gobierno radical en la represión.
La furia fascista con la que el gobierno de Milei pisotea las luchas por la dignidad de los trabajadores tiene un contenido simbólico que revela la esencia de sus ideas libertarias: una nueva ola de fascismo agiornado al nuevo estilo de la derecha global.
Este acto vandálico no es un hecho aislado: forma parte de una estrategia para borrar las voces que cuestionan el poder despótico, silenciar a quienes denuncian las violaciones a los derechos humanos y legitimar un relato basado en el olvido forzado. Frente a esto, es urgente reafirmar el pensamiento humanista en su verdadero sentido, es decir, aquel que defiende la memoria, la pluralidad y la justicia, no el que promueve el odio y la destrucción.
La cultura y la historia no se negocian, y quienes destruyen símbolos de la memoria son los mismos que pretenden imponer su versión autoritaria y represiva del mundo. Esa es la esencia de todo autoritarismo.
Gabriel Vidart es sociólogo. Entre otros cargos, a nivel nacional e internacional, fue director adjunto del proyecto Combate a la Pobreza en América Latina y el Caribe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (1984-1986) y fundador y secretario ejecutivo del Plan CAIF, Uruguay (1988-1990).