Lulu y Nana son las primeras representantes de la especie humana diseñadas artificialmente. Cuando apenas cada una de ellas era una sola célula, su ADN fue editado mediante una mutación realizada por el biofísico chino He Jiankui. Este hecho, calificado como revolucionario y rechazado categóricamente por la comunidad científica internacional, se dio a conocer en noviembre de 2018. Del estado de salud de ambas gemelas y de una tercera niña, Amy, cuyo embrión inicial fue igualmente modificado, hoy no existe información pública disponible salvo la afirmación de que están vivas y saludables. Los tres nombres son ficticios para proteger la identidad de las niñas.
He Jiankui utilizó la técnica de edición genética denominada CRISPR, descubierta en 2012 por Jennifer Doudna y Emmanuelle Charpentier. Con esta innovación, que les valió el Premio Nobel de Medicina en 2020, lograron crear una manera de cortar y reemplazar determinadas secuencias del ADN de cualquier ser vivo. Cuando los cambios se realizan en un embrión, el individuo adulto resultante los transmite a sus hijos. Se produce así, nada más ni nada menos, una mutación artificial con un fin específico que acompañará a toda su descendencia. En hipótesis, esa modificación genética tendrá como resultado deseado un efecto particular, por ejemplo, eliminar determinada patología asociada a ese gen. En el caso de las tres niñas, la edición consistió en eliminar aquel que activa la infección del virus HIV. Ya era conocido que el gen CCR5 es el único responsable de crear los receptores que permiten que el virus se active y se produzca la infección. Lulu, Nana y Amy quedaron inmunizadas frente al desarrollo de la enfermedad, aun cuando sus progenitores fueran portadores.
Descrito de esta manera, ¿por qué este hecho ha causado tanto rechazo?; ¿por qué Jiankui estuvo preso durante tres años en China?; ¿por qué las descubridoras de esta técnica lo atacaron tan duramente acusándolo de haber transgredido un límite fundamental?
Hay varias razones. La más relevante, a mi entender, es que dar ese paso inauguró el diseño de seres humanos artificialmente. Una vez abierta esta puerta, si las tres chicas crecen saludables y no surgen imponderables, la técnica será practicada para una multiplicidad de fines posibles. Por ejemplo, la edición genética será la herramienta para erradicar otras enfermedades una vez que se detecten los genes a ellas asociados. Pero también podría usarse no para curar patologías, sino para reforzar cualidades deseadas como la altura, la masa muscular, el color de la piel, la potencia física, la capacidad intelectual, la resistencia al sueño, la insensibilidad al dolor o al ejercicio físico. También podría dar lugar a diferentes clases de seres humanos, no ya por desigualdades sociales o económicas como hasta ahora, sino por haber sido diseñados para que se destaquen en diferentes capacidades: los más resistentes, los más inteligentes, los inmunes al cáncer, los que podrán vivir más años. Ya lo hacemos masivamente con los vegetales, por ejemplo, para que los tomates maduren más lentamente y se pudran menos, y con los animales, para que sean más rústicos frente a la seca, entre otros miles de casos. También se aplica en personas para curar muchas enfermedades, como la anemia falciforme editando las células de la sangre. Pero en humanos su uso está restricto: sólo se permite editar genes de las células de la línea somática, es decir, mutaciones que no serán transmitidas a la descendencia. Este es precisamente el límite que fue ignorado en el caso de las niñas y que hace toda la diferencia.
¿Seremos nosotros los sapiens quienes orientaremos la evolución biológica mediante su digitalización (el ADN es básicamente un tipo de software), dejándonos obsoletos a nosotros mismos? Sería trágicamente poético.
En 1978, el científico inglés Robert Edwards fue el principal responsable del éxito de que naciera Louise Brown, la primera niña cuyo embrión fue fertilizado en una probeta. Su madre no podía quedar embarazada. Edwards y su equipo, luego de años de intentos y fracasos con otras mujeres, fueron capaces de aspirarle un óvulo, fertilizarlo con el semen de su marido en una probeta e implantar el embrión en el útero de la madre. Nueve meses después nació la primera bebé de probeta.
El rechazo a este procedimiento fue violento y masivo. Se lo catalogó como antinatural e inmoral; se acusó al equipo médico de transgredir los límites de la naturaleza y de jugar a ser dioses; también la comunidad científica lo rechazó argumentando que la ciencia no estaba preparada para dar este paso. Hubo pintadas agresivas en las paredes del pequeño pueblo inglés de Royton donde nació, repudio en la prensa, e incluso rechazo hacia el grupo de investigadores por parte de familiares y amigos.
A Louise, la primera bebé de probeta –así es como fue estigmatizada–, la examinaron constantemente para detectar anormalidades a lo largo de su vida; probablemente pocas personas hayan estado bajo un escrutinio médico tan intenso y constante en el tiempo. Por su parte, Edwards sufrió el destrato y el descrédito de la prensa y de sus colegas. Hay una buena película sobre todo este proceso, titulada Joy. Este es el segundo nombre de Louise Joy Brown, elegido por Edwards a pedido de los padres para demostrarle su agradecimiento. Actualmente son millones las madres que pudieron tener bebés gracias a su invención, a la que valoran infinitamente. Cuando recibió el Premio Nobel de Medicina, en 2010, Edwards repitió que su principal objetivo fue ayudar a esas mujeres antes que los méritos por sus logros en medicina.
El científico chino ha comparado su experiencia trazando paralelismos con lo que ocurrió en la primera fertilización in vitro. La comparación, ciertamente, es de recibo en muchos sentidos. El estupor que causó en aquel momento que un ser humano pudiera ser concebido en un medio tan artificial diseñado en un laboratorio, saltándose todos los parámetros considerados naturales, es efectivamente bastante similar a la reacción frente a la innovación de la que nacieron Lulu, Nana y Amy. También en este caso muchos críticos pronostican que no vivirán hasta llegar a adultas o que desarrollarán anomalías durante su vida. En el futuro cercano, especula Jiankui, la edición genética para curar enfermedades de todo tipo será una práctica médica convencional. Y lo más probable es que tenga razón, ya que una vez que una técnica se prueba viable y soluciona problemas reales a mucha gente, su masificación es cada vez más acelerada.
Varias de las preguntas y dudas que surgieron con la primera fertilización in vitro se han respondido satisfactoriamente con los datos de la realidad y el abaratamiento de este método, que hoy está al alcance de muchos sistemas de salud pública o prepagos. No obstante, todavía las interrogantes acerca de la edición genética para el diseño de humanos no tienen una contestación sólida. La fundamental: ¿diseñaremos nuevas especies de Homo con genomas alterados artificialmente, saltándonos así la cadena evolutiva? ¿Seremos nosotros los sapiens quienes orientaremos la evolución biológica mediante su digitalización (el ADN es básicamente un tipo de software), dejándonos obsoletos a nosotros mismos? Sería trágicamente poético.
Felipe Arocena es profesor titular del Departamento de Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República.