Los humanos actuamos como si el planeta y todas sus formas de vida nos pertenecieran, como si sólo existieran para servirnos. Hasta hace bien poco tiempo seguíamos creyendo que la naturaleza era inagotable. Amparada por la arrogancia de nuestra especie, una insaciable sed de ganancias ha animado prácticas intensivas de contaminación, exterminio y saqueo de nuestro único hábitat.

La mayor parte de frutas y verduras que llegan a nuestra mesa han sido cultivadas con sustancias químicas tóxicas. Significativamente, la industria agroquímica nació de la reconversión de materiales bélicos a la producción alimentaria; así, los pesticidas son derivados de gases venenosos desarrollados para la guerra. Y como tales, han sido concebidos para el exterminio.

Toda porción de terreno virgen está habitada por una diversidad de plantas que viven mucho tiempo, protegen el suelo y forman una capa vegetal apta para producir más vida. Estas plantas coexisten en equilibrio dinámico con una microfauna de bacterias, hongos y levaduras, además de insectos y pequeños animales. Los grandes monocultivos suprimen toda otra forma de vida que no sea una única planta de ciclo corto (soja, maíz y trigo son las principales). Con el tiempo, la fauna que tenía su hábitat en el terreno “limpiado” ya no tiene dónde ir y se suceden las extinciones en masa. Más aún: año tras año, muchos de los animales que han logrado sobrevivir –liebres, zorrillos, ratones, topos, mulitas, apereás, tucutucus, etcétera– mueren triturados por las aspas de las cosechadoras.

El empleo masivo de agroquímicos en enormes monocultivos, combinado con la generalización de semillas transgénicas, han llevado a una colosal sobreproducción mundial. En los años 50, sus entusiastas promotores anunciaban un futuro luminoso: producir alimentos en cantidades suficientes para toda la población planetaria y erradicar el hambre en el mundo. Esto nunca sucedió: la FAO estima que 2.330 millones de personas (casi tres de cada diez) sufrieron inseguridad alimentaria moderada o grave en 2023. Eso sí: la tasa de crecimiento del negocio agroalimentario ha superado a todas las demás industrias. Además, es corresponsable de la ruina de millones de campesinos parcelarios, de la tala indiscriminada de bosques y selvas, de extinciones masivas de especies animales y vegetales, del desecamiento de cursos fluviales, del incremento de gases de efecto invernadero y de una contaminación cada vez más peligrosa para la salud humana. En breve: más desnutrición, extinciones a gran escala de plantas y animales, contaminación y alimentos atiborrados de venenos químicos.

El empleo de fertilizante industrial obliga a un aumento incesante de las cantidades necesarias para los cultivos. El arado reiterado de los campos, la eliminación de la cubierta natural de hierba que los protege, el envenenamiento indiscriminado de insectos y de “malas hierbas” van robando al suelo las características que le permitían generar vida.

Llegado a cierto punto, ya no hay vuelta atrás: el cultivo sin volúmenes crecientes de fertilizantes, de herbicidas y de pesticidas químicos se vuelve impracticable (entre 2005 y 2014 se cuadriplicó en nuestro país la cantidad de agroquímicos importados). La sobreproducción así estimulada se instala como un mecanismo diabólico e inevitable. Con la caída de precios debida a la sobreabundancia, el productor reacciona aumentando sus cultivos para poder hacer frente a los crecientes gastos fijos. Contribuye así, sin quererlo, a aumentar la producción excedente y a deprimir aún más los precios de mercado. Para empeorar las cosas, a menudo el agricultor emplea mayores cantidades de agrotóxicos que las sugeridas por el fabricante: mejor excederse que quedarse corto, ya que una cosecha malograda podría ser su ruina.

Los despilfarros alimentarios son también enormes. En Estados Unidos se desaprovecha un 40% de los alimentos disponibles, con lo que se desperdician la cuarta parte del agua dulce consumida en ese país y unos 48.000 millones de litros de petróleo. En el Tercer Mundo se producen también enormes despilfarros alimentarios debidos a malas condiciones en la recolección, el transporte y el almacenamiento de productos perecederos y a una formación insuficiente en técnicas de conservación de alimentos.

La industria agroalimentaria, cuyo único interés es el lucro y no el bienestar humano, domina la producción de alimentos baratos y pobres en nutrientes. Las frutas y hortalizas de especies seleccionadas para durar más tiempo son insípidas y han perdido buena parte de sus vitaminas y antioxidantes. Los alimentos envasados contienen excesos de sal y azúcar y una panoplia de aditivos químicos a menudo peligrosos: conservantes, colorantes, emulsionantes, saborizantes, estabilizantes, acidulantes, antiaglomerantes, espesantes, oxidantes, humectantes.

La relación del agricultor orgánico con la tierra, el intercambio de saberes y el apoyo mutuo entre pares, el vínculo directo con sus compradores, dan lugar a una forma de vida que trasciende en mucho la simple relación de compraventa.

Quienes se benefician con estas prácticas nefastas para la vida planetaria –los mismos que prometieron terminar con el hambre en el mundo– se han hecho muy poderosos. Compran gobiernos y gastan enormes sumas para influir en médicos y en nutricionistas, así como en las universidades donde estos se forman; financian revistas especializadas, patrocinan eventos sociales y solventan generosamente a los científicos a su servicio para intervenir en los congresos internacionales. Vaya como botón de muestra: Monsanto-Bayer obstaculiza y oculta todas las investigaciones que alertan sobre los riesgos de su producto estrella, el glifosato, y financia una guerra implacable contra la ciencia. Se vale para eso del soborno, del ocultamiento y la manipulación de datos, del descrédito y la difamación de denunciantes y de costosas campañas de propaganda mentirosa. Agreguemos a esto una débil percepción del gran público, narcotizado por medios de comunicación que minimizan, omiten y manipulan.

Pero no todo está perdido. En medio de un mercado dominado por alimentos contaminados, existen enclaves de cultivadores que no emplean agroquímicos. Esto ocurre en el mundo entero, y también en nuestro Uruguay: hay productores orgánicos diseminados por todos los departamentos, y todo hace pensar que su número crece de manera lenta pero sostenida; se estima que hoy aportan alrededor del 7% del total de frutas y verduras producidas. En Montevideo hay tres ferias orgánicas: la del Parque Rodó los domingos de mañana, la de Maldonado esquina Salto los miércoles de 16.00 a 20.00 y la del Parque Posadas los jueves en ese mismo horario. En todas ellas, los puestos de venta están atendidos por los propios cultivadores.

Las entrevistas a productores orgánicos que sirvieron de base a la investigación que aquí resumo fueron realizadas entre 2022 y 2023; el libro fue publicado a fines del año pasado.1 Quería saber qué métodos emplean los cultivadores orgánicos para fertilizar el terreno y mantenerlo libre de plagas prescindiendo de agrotóxicos, pero también me interesaba conocer su modo de vida, así como las motivaciones que los han llevado a hacer un tipo de agricultura a contracorriente de la modalidad predominante.

La producción orgánica de alimentos no constituye un retorno a la agricultura anterior a la “revolución verde”, ya que también se vale de la investigación científica y de la exploración incesante de soluciones adecuadas a cada predio. Estas prácticas libres de agrotóxicos enriquecen y revitalizan los suelos, además de producir alimentos saludables, nutritivos, variados y apetecibles. El agricultor orgánico se ve llevado a desplegar una creatividad continua, una evaluación incesante de soluciones tentativas a los problemas emergentes. Este poder de intervención creativa constituye en sí mismo una fuente de satisfacción y de realización personal, una oportunidad para desarrollar la inventiva, para poner a prueba nuevas modalidades de manejo de los cultivos, para conocer a fondo las singularidades del propio predio. Todo eso contrasta fuertemente con los paquetes estándar que aplica el agricultor convencional y que no dejan espacio alguno para la creatividad y la innovación.

El productor orgánico procura una remuneración justa por lo que hace y generalmente la logra, pero además se encuentra a gusto con su trabajo y con los vínculos humanos que este alienta. Su meta no es el enriquecimiento, ni siquiera necesariamente el aumento de la producción, sino que busca cubrir sus necesidades, vivir bien, autosustentarse y verse libre de deudas. Las transacciones tienen nombres, tienen caras y se caracterizan por cierta estabilidad impensable en el mercado convencional. Se saltean la intermediación que tanto encarece el precio final, y además crean una forma alternativa de comercialización y de vínculo con el consumidor.

El agricultor orgánico puede desarrollar su oficio de cultivador de un modo que no es concebible ni practicable en la agricultura convencional. Su relación con la tierra, el intercambio de saberes y el apoyo mutuo entre pares, el vínculo directo con sus compradores, dan lugar a una forma de vida que trasciende en mucho la simple relación de compraventa.

El agricultor convencional canaliza su producción hacia el mercado a través de mediaciones que lo han alejado de los consumidores finales. Estos constituyen una entidad abstracta, anónima e impersonal, apenas evocada por un retorno monetario que ha pasado por varias manos. Las modernas “relaciones de mercado” se han visto reducidas a un frío intercambio de valores a distancia, sin caras y sin nombres. En cambio, para el cultivador orgánico que atiende su propio puesto en la feria la compraventa ha recuperado su antiguo carácter de evento social. Se ha restablecido ese vínculo ancestral entre personas involucradas en una transacción cara a cara, sellada por lazos de confianza y de mutuo conocimiento.

¿Cuáles son las soluciones alternativas para fertilizar y para combatir las plagas? ¿Hay garantías de que estas frutas y hortalizas estén realmente libres de agrotóxicos? Será el tema de otro artículo.

François Graña es doctor en Ciencias Sociales.


  1. Graña, F. (2024). Frutas y verduras sin agroquímicos en el área metropolitana. Montevideo. Ediciones del Pajarito.